La forja de un escritor (1943-1952)). Camilo José Cela

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La forja de un escritor (1943-1952)) - Camilo José Cela Cuadernos de Obra Fundamental

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      REDESCUBRIMIENTO DE BARCELONA

      Mi amigo don César —golondrina de ala delicadísima de la literatura, celoso lince de la amistad— me emplaza, desde mi casa misma (desde la casa de los dos, César, y de todos los amigos nuestros también), a que cuente, a viva voz, o cante —como un pájaro herido, pienso— mi último viaje de estrella fugaz que tiembla en la compañía de las gentes de bien; o roba jerséis y ceniceros donde los encuentra, tiernísimos y olvidados como un beso en el extranjero; o pierde pijamas y ese tiempo, ya sabéis, que se enquista en el alma cuando se gana —quizás con trampa— al ocio bendito: hablo de Barcelona, donde un día, ya lejano, viví, y donde otro día, tan lejano, usé del catalán de mis cinco años, tan perfecto como mis tres lenguas nativas.

      Me entristece ver mis fotografías de rey niño de entonces, componiendo una breve figurita, en traje de marinero, para la posteridad. Y un terciopelo morado con puño de encaje, comiendo con mis padres en el Tibidabo, paseando de la mano de miss Ketty por las Ramblas. Dos ángeles me velaban y una niña, Montse, que me llevaba un año en la edad y medio palmo en la estatura, me pegó una paliza soberana, un varapalo desconsiderado. Fue, bien me acuerdo, la primera vez, no la más fuerte, que me pegó una mujer. Un loro aprendió mi nombre y el mono de un capitán de cargo noruego se enamoró rendidamente de mi prima Marisa, que entonces era ya casi una señorita. Mi mejor amigo de entonces, don Tomás Mañá, que ya murió, muy viejecito, me enseñaba las banderas de los barcos desde su terraza; tenía la barba blanca y los ojos azules; tenía tres hijas mayores —catorce, dieciséis y dieciocho años— que me besaban riendo a carcajadas; tenía una azotea de palomas y un gato siamés, una perrita caniche, un flautín y todas las banderas de la mar. Don Tomás hablaba conmigo de la andadura de las estrellas y del misterioso crecimiento de las flores; juntos tomábamos chocolate y juntos recitábamos —mi tímida voz de tiple, fiel contrapunto— a Verdaguer y a fray Luis. Don Tomás, ¡cuánto se lo agradecí!, fue el único hombre que me tomó, alguna vez, en serio. ¡Dios, Dios, qué tristeza me cuesta pensar!

      Pero todo acabó. De la abierta Barcelona me llevaron al Londres hermético. Mis padres y mi amiga miss Ketty —la primera mujer con quien paseé a solas, cogidos de la mano—, mis ángeles y la niña Montserrat, el loro, el mono y don Tomás, su barba, sus palomas, su gato, su perrita, sus hijas, quedaron lejos. Y Barcelona también, y las Ramblas y las dos calles que yo conocía…

      Amo el paisaje en que vivo como el gato a su almohadón eterno, aunque tenga —cosa que no es de lamentar— alma de globe-trotter; quizás toda mi sangre familiar haya rodado con exceso el Occidente, ese mundo que sentimos aún latir. A las violentas banderas del puerto de Barcelona —los colores del mundo en el paddock del Mediterráneo— vinieron a suceder las aburridas, opacas banderas de los docks. Mi ánimo estaba sobrecogido, como un mirlo atónito, un jilguero apresado, y mi memoria lloraba no horas felices —que todas, o quién sabe si ninguna, lo eran entonces— sino instantes luminosos igual a las miradas de la mujer que impunemente se fija en nuestra buena pinta porque sabe que el tren va a partir. Muchos hombres hemos dejado marchar, muchas veces, nuestras viejas maletas —el ombligo que nos unía al mundo— porque desde una fría estación perdida en el camino la cantinera o la hija del jefe nos sonrió: o la mujer del factor o la sobrina del cura, o la niñera de los hijos de un concejal.

      En Londres lloré y me conformé. A los cinco años era un grave ejemplo de conformidad. Entonces ya sabía que una reina montaraz y valerosa, y con más madera de mandar, ¡ay!, que mis abuelos, me había usurpado una corona entre bucólica y culta, entre eclesiástica y pastoril, mitad verde del campo que visitaban los cristianos del mundo, mitad verde de la mar que navegaban los últimos paganos del Atlántico —casi cristianos ya— con un santo pirata normando a la cabeza, san Olaf, y las campanas de la ciudad sumergida sonándoles en los oídos, cuando andaban la derrota del Gran Sol.

      Miré para el agua gris del Canal y pensé que no podía desertar. Mi abuelo el mariscal no me lo habría perdonado. Ni mis otros abuelos, los pares corn­walleses que armaban al corso. Ni aun los otros, los pisanos más viejos, hartos ya por entonces de contar capitanes y cardenales: los Bertorini, a quienes odiaba el pueblo, los Este y los Cicognani.

      Es el Atlántico, pensé, mi mar. Y me aguanté. Nadie, en mi casa, ha puesto jamás un mal gesto. Mi tía María, reina de Escocia, murió como una señora. Pedro, el mariscal, conde de la Frouxeira y de Castrón d’Ouro, señor de once lugares, perdió el cuello rezando la salve en latín.

      Y mis tres amigos —¿por qué el destino se complace, a veces, en no desa­rraigarnos del todo?—, de cara al mar de Barcelona, quizás ni pensaran en mi desdicha, en la negra sombra que, como un hado maligno, me llevaba hacia el norte.

      •

      Pasaron los años golpeándome las carnes hasta que un día…

      Fue como en los cuentos escandinavos. Un día llegué del brazo del buen tiempo; a la orilla del mar, una muchacha rubia me decía: ¿Adónde vas, caminante, tan deprisa, tan pensativo, que ni miras para mí?

      Quiero que sepáis el día en que redescubrí Barcelona: fue el 23 de octubre de 1945, San Servando. La muchacha del cuento me llevó de la mano: Esta es mi casa, toda de cristal; cuando me desnudo, nadie pasa por la calle; tengo un caballo blanco que corre veloz como el viento, te lo voy a regalar.

      La muchacha se marchó dejándome un ligero temblor en las yemas de los dedos…

      Tardé en reponerme cuando regresé a Madrid. Barcelona fue esa amante enamorada que no nos deja, a fuerza de amor y amor —un beso, una reverencia, otro beso, otra reverencia—, tiempo para la ducha. Volé por las calles donde gozaba perdiéndome y me dejé llevar por los amigos —esa fruta que sabéis producir— del mar a la montaña, de Gaudí a Freyje —¿se acuerdan ustedes, don Juan Ramón [Masoliver], don Ángel [Zúñiga], don Álvaro [Ruibal]?—, del cafetín al gran restaurante.

      No conocí el comedor del hotel donde viví —ustedes, don Augusto [Matons], don José [Janés], don Luys [Santamarina], don Luis [Miracle] no más (sin y griega), don Carlos [Maristany], don Guillermo [Díaz-Plaja], don Juan [Cortés], no me lo permitieron—, ni supe, ¡oh, bendición de Dios!, de la sucia color del dinero. Fui en el coche de don Ramón [Juliá], a casa de don Dionisio [Ridruejo], divagué con don Carlos [Mir] en su clínica, y conocí los manteles de don Xavier [Salas] y de don Pierre [Meunier]. Llegué en el tren de la costa a casa de don César [González Ruano], dejé una tarjeta en casa del ausente don Ignacio [Agustí] —a quien el día siguiente había de abrazar— y di la mano, las dos manos, a los museos. La mar se enfureció, ligeramente, en mi obsequio y unas monísimas apátridas cruzaron, por mí, sus largas, elegantes piernas de galgas de otros meridianos.

      Recité versos, canté, bebí y no dormí, como los poetas de la antigüedad. Mi corazón se llenó de resonancias igual que una vieja y mohosa caja de música a quien, de repente, la mano de un niño hace temblar…

      Esto fue.

      UN ESCRITOR PASA POR MADRID

      Por Madrid acaba de pasar, veloz como un meteoro, el escritor César González Ruano, el tantas veces olvidado de su nombre. César vive —va ya para dos años— retirado en la dulce costa de Sitges, de cara al mar latino, dándose incesantemente a la amistad, trabajando sin tregua y sin descanso, cantando en verso violento al violento amor, narrando en la prosa tersa y difícil la llana anécdota, la deleitosa historia.

      Si el hombre es su dedicación y el nombre su mismo espejo, no fácil ha de venir a resultar encontrar hoy en España un escritor como César González ­Ruano, al que le cuadre —tan exactamente

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