La forja de un escritor (1943-1952)). Camilo José Cela
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«Sobre el género epistolar», Correo Literario, Madrid, 15 de octubre de 1952.
«Elogio del mirón», La Vanguardia Española, Barcelona, 15 de octubre de 1952.
LA PINTURA Y OTRAS ARTES
«Dos cuadros de Ricardo Arredondo», Ya, Madrid, 20 de mayo de 1944.
«Con motivo de la clausura de una exposición», procedenca no determinada.
«La diaria invención en la pintura en Cabanas», procedencia no determinada.
«El alma de Madrid en 34 acuarelas», Arriba, Madrid, 3 de agosto de 1945.
«Todos los años, Eduardo Vicente», Arriba, Madrid, 5 de marzo de 1946.
«Un pintor gallego», Arriba, Madrid, 1 de mayo de 1946.
«Un músico», Arriba, Madrid, 24 de junio de 1947.
«El pintor», Arriba, Madrid, 28 de octubre de 1947.
«Elogio de la fotografía», Arriba, Madrid, 13 de enero de 1948.
«Un artículo de cine», Arriba, Madrid, 14 de julio de 1948.
«Un pintor gallego universal», Arriba, Madrid, 14 de diciembre de 1948.
«Palabras y más palabras sobre el problema de la escasez de estudios», Clavileño, Madrid, mayo-junio de 1950.
«Cristino Mallo, el creador de mundos», Correo Literario, Madrid, 1 de enero de 1951.
«Vázquez Díaz, el infatigable», Correo Literario, Madrid, 15 de enero de 1951.
«Eduardo Vicente es un hombre sincero», Correo Literario, Madrid, 15 de febrero de 1951.
«Isaac Díaz Pardo, garzón genial», Correo Literario, Madrid, 15 de abril de 1951.
NOTA SOBRE LA EDICIÓN
Los artículos se editan siguiendo el texto fijado por el propio autor, con la ayuda de Fernando Huarte, en los cuatro tomos (Ix al xII) que componen Glosa del mundo en torno, en la Obra completa de Camilo José Cela. En dicha edición, Cela y Huarte anotaban las variantes en las diferentes ediciones de los textos. Es una cuestión menor, pero conviene precisarla. Se han introducido algunas correcciones que afectan a la puntuación de los textos, modificando levemente la que ofrecía la Obra completa. También se han subsanado algunas erratas evidentes.
IRIA-FLAVIA
El rumoroso Sar y el fuerte Ulla vienen a buscarme donde ya la tierra deja de serlo, y el lejano mar Atlántico se amansa y se entristece.
Un poco más al norte, finis terrae. No es cierto que haya nada más allá, Iria-Flavia es el último nombre latino de Occidente.
En Padrón, cuando la marea baja, el agua es dulce y fluvial; los pataches, de nombres hermosos, se recuestan sobre el muelle pontevedrés, media negra panza al viento, y los caballos, patricios y feudales, prefieren vadear la corriente con el agua hasta los ijares e instalarse, robinsonianos, quijotescos, en el breve islote que aflora metro y medio sobre la superficie.
Cuando la marea sube, el panorama cambia. El agua se sala y se enverdece; los pataches, enhiestos y cabeceantes, se aprestan para aparejar —el romántico nombre marinero pintado a popa—, y los caballos, más patricios, más feudales, más robinsonianos y más quijotescos que nunca, se quedan de pie sobre el agua, como prestidigitadores, como taumaturgos o como santos, colocados como mejor les acomoda, ignorantes de la ley inexorable que orienta contra el viento y sobre las anclas de proa a los barcos, sus vecinos, que no se atreven a arrimarse, porque para algo el práctico es el práctico y conoce los bajíos y las restingas, los pasos y los canales.
Pues bien, por esta ría de Arosa, por donde bajan las dulces velas camino de la mar, subió un día, hace ya muchos años, un bote de remos con un cuerpo muerto, camino de la tierra.
El muerto era un hombre fuerte, barbado, no viejo, con cierto aire de capitán de caballería.
Quienes le conocieron hablaban de él con gran respeto y veneración, y le llamaban Nuestro Señor Sant Yago.
Su camino, que está en el cielo y que enseña la senda que lleva desde el otro mundo hasta Compostela, se oscureció cuando él pasaba para que mejor se viera el brillo de sus carnes, y los celtas de la orilla, que ya algo sabían de lo que Sant Yago hubiera dicho, le levantaron una Colegiata, si no al instante mismo, sí a mil pasos de donde lo desembarcaran.
Santa María la Mayor de Iria-Flavia, enlosada de epitafios, espantada en sus hieráticos santos románicos y rodeada de un cementerio —el tierno cementerio de Adina, de Rosalía— donde los muertos se cubren con dulce tierra, la madreselva olorosa y enamorada se cuelga por los muros y el olivo es el árbol funerario, alza su arquitectura al borde mismo del camino real.
En esta tierra ubérrima, ni la manzana es fruta prohibida ni se priva de las fresas nadie que quiera hacerlas suyas. El agua corre a ambos lados del camino, y los verdes pastizales se extienden hasta donde alcanza la vista, que pronto acaba, como todo el paisaje gallego, en su quizá demasiado íntima decoración.
Por la carretera arriba, a una jornada de Iria-Flavia, Compostela guarda el cadáver.
La jornada es larga, pero no cansa. Como somos gallegos no nos acercamos a Compostela más que para rezar o para traficar. El altar y la balanza son los dos sólidos pilares de la única sociedad española que, a pesar de los Gobiernos, no se enmoheció.
Como este año es Año Santo, nos acercamos a Compostela para rezar.
Pero el tiempo es del mismo oro que la flor de los tojos del viejo monte Meda, y al sol no lo podemos ver caer sin entristecernos, como los lejanos indios, primos de nuestros primos los iberos.
Una punta de vacas marelas y cornalonas marcha por el camino. Detrás, hoy calzado con gruesas botas de respeto, marcha el paisano fumando los macillos. Lleva en la recia mano una larga y enclavada vara que esconde al paso de la Guardia Civil, y rezonga en baja voz —entre grito y grito de ánimo al ganado— las eternas razones del chalaneo.
En Compostela, como este año es Año Santo, rezaremos ante el cadáver del Apóstol. Pero de paso…
Atrás ha quedado ya lo que no queremos abandonar: la latina Iria-Flavia, que duerme su sueño ancestral con la cabeza apoyada sobre la vega de cebollas, el pecho sobre la Colegiata, el viento sobre los poderosos cerezos, una pierna sobre los amplios campos de maíz y de patatas, y la otra reclinada, ni reclinada siquiera, sobre las praderas de la falda donde viven Pedreda o el Roucón o la Retén, sobre el noble tojo o el pino verdecido, allá en el alto monte.
El cielo es blanco y transparente. El tránsito