Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
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Iba anocheciendo. Se retiró el velarium que cubría la avenida de los cipreses y se trajeron antorchas.
Los vacilantes resplandores del petróleo, que ardía en vasos de pórfido, asustaron a los monos consagrados a la luna que, encaramados en lo alto de los cedros, alegraban con sus gritos a los soldados.
Llamas oblongas se reflejaban temblonas en las corazas de bronce. Centelleaban en un chisporroteo multicolor los platos con incrustaciones de piedras preciosas. Las cráteras, con bordes de espejuelos convexos, multiplicaban la imagen alargada de los objetos, y los soldados, apiñándose a su alrededor, se miraban embobados en ellas, haciéndose muecas para excitar la risa. Por encima de las mesas se arrojaban los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Bebían a grandes tragos los vinos griegos contenidos en odres, los vinos de Campania guardados en ánforas, los vinos cántabros, que se transportaban en toneles, y los vinos de azufaifo, de cinamomo y de loto. Había charcos de vino en el suelo, muy resbaladizo. El humo de las carnes subía hasta el follaje mezclado con el vaho de los alientos. Oíanse a un mismo tiempo el crujir de las mandíbulas, el ruido de las palabras, de las canciones y de las copas, el estrépito de los vasos de Campania que se estrellaban contra el suelo saltando en mil pedazos y el sonido argentino de las grandes fuentes de plata.
A medida que aumentaba su embriaguez iban recordando más vivamente la injusticia de Cartago. La república, en efecto, agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios que volvían de ella. Giscón, su general, había tenido, sin embargo, la prudencia de ir licenciándolos poco a poco para facilitar el pago de sus haberes, y el consejo confiaba en que acabarían por transigir con alguna rebaja; pero se veía ya en la imposibilidad de pagarles.
Para la opinión pública, esta deuda se enlazaba con los tres mil doscientos talentos euboicos exigidos por Lutatius, y, lo mismo que Roma, los mercenarios se daban cuenta de ello, y por eso su indignación estallaba en amenazas y revueltas. Por último, solicitaron reunirse para conmemorar una de sus victorias, y el partido de la paz accedió, vengándose así de Amílcar, que había sido el propulsor de la guerra. Ésta había terminado a despecho de todos los esfuerzos del general, quien, desesperando de lograr nada de Cartago, había entregado a Giscón el mando de los mercenarios. Designar su palacio para reunir a los mercenarios era atraer sobre él algo del odio con que se los miraba. Además, los gastos serían exorbitantes y correrían casi todos a su cargo.
Orgullosos de haber doblegado a la república, los mercenarios creían que al fin iban a volver a sus hogares, con el precio de su sangre en la capucha de su manto Pero sus penalidades, vistas ahora a través de la embriaguez, les parecían prodigiosas y harto mal recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas y hablaban de los combates en que habían tomado parte, de sus viajes y de las cacerías en sus países natales, imitando los gritos, y hasta los saltos, de las fieras. Recordaron después las apuestas inmundas: hundían la cabeza en las ánforas y bebían sin tregua, como dromedarios sedientos. Un lusitano de estatura gigantesca, que llevaba un hombre colgado de cada muñeca, recorría las mesas echando fuego por las narices. Algunos lacedemonios que no se habían quitado las cormas saltaban pesadamente. Unos andaban como mujeres, haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban para combatir, en medio de las copas, a la manera de los gladiadores, y un grupo de griegos bailaba alrededor de un vaso, en el que estaban pintadas unas ninfas, al son de un escudo de bronce que golpeaba un negro con un hueso de buey.
De pronto, oyeron un canto quejumbroso, un canto viril y melódico, que ondulaba en el aire como el aleteo de un pájaro herido.
Era la voz de los esclavos en la ergástula. Varios soldados se levantaron de un brinco y corrieron a libertarlos.
Volvieron empujando, en medio de los gritos y del polvo, a unos veinte hombres que contrastaban con los demás por la palidez de sus rostros. Cubría sus cabezas rasuradas un bonete cónico, de fieltro negro; calzaban todos sandalias de madera y hacían un ruido metálico, como chirrido de carros.
Llegaron hasta la avenida de los cipreses, donde se mezclaron con el gentío, que los interrogaba. Uno de ellos se había quedado aparte y de pie. A través de los jirones de su túnica se veían sus hombros surcados por largas cicatrices. Cabizbajo, miraba en torno suyo con desconfianza y entornaba los párpados, deslumbrado por los resplandores de las antorchas. Pero cuando vio que ninguno de los soldados lo zahería, dio un profundo suspiro, balbuciendo y sonriendo burlonamente bajo las lágrimas que bañaban su rostro; luego cogió por las asas una crátera llena de vino, la levantó en el aire con sus brazos cargados de cadenas y, mirando al cielo, mientras sostenía aún la copa, exclamó:
—¡Salud a ti primero, Baal-Eschmún, libertador, a quien las gentes de mi patria llaman Esculapio! ¡Y a vosotros, genios de las fuentes, de la luz y de los bosques! ¡Y también a vosotros, dioses que vivís ocultos bajo las montañas y en las cavernas de la tierra! ¡Y a vosotros, hombres fuertes de armaduras relucientes, que me habéis libertado!
Luego dejó caer la copa y contó su historia. Se llamaba Spendius. Los cartagineses lo habían hecho prisionero en la batalla de las Eginusas, y como hablaba griego, ligur y púnico, dio nuevamente las gracias a los mercenarios; les besaba las manos y, en fin, los felicitó por el banquete, extrañándose de no ver en las mesas las copas de la legión sagrada. Estas copas, que llevaban una vid de esmeralda en cada una de sus seis caras de oro, pertenecían a una milicia formada exclusivamente por jóvenes patricios, escogidos entre los de más estatura. Era un privilegio, casi un honor sacerdotal, y entre los tesoros de la república era el más codiciado por los mercenarios. Por eso detestaban a la legión, y había quienes arriesgaban su vida por el inconcebible placer de beber en ellas.
Mandaron, pues, que fuesen a buscar las copas. Estaban depositadas en casa de los syssitas, asociaciones de comerciantes que comían en común. Volvieron los esclavos diciendo que a aquella hora todos los syssitas dormían.
—¡Que los despierten! —gritaron los mercenarios.
Después del segundo recado se enteraron de que las copas estaban guardadas en un templo.
—¡Que lo abran! —contestaron.
Y cuando los esclavos, temblando, confesaron que estaban en poder del general Giscón, exclamaron:
—¡Que las traiga!
Giscón apareció enseguida por el fondo del jardín, con una escolta de la legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a la cabeza por una mitra de oro constelada de piedras preciosas, y que colgaba cubriendo al caballo hasta los cascos, se confundía de lejos con las sombras de la noche. Sólo se veía su barba blanca, el centelleo de su mitra y su triple collar de anchas placas azules que se balanceaban sobre su pecho.
Al verlo entrar, los soldados lo saludaron con gran entusiasmo, gritando todos:
—¡Las copas, las copas!
Giscón empezó por declarar que las merecían, atendiendo a su valor. La turba aulló de alegría y lo aplaudió.
¡Bien lo sabía él, que los había capitaneado en los campos de batalla de Sicilia, y que había vuelto con la última cohorte en la última galera!
—¡Es