Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
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Desfilaron por la calle de Kamón y la puerta de Cirta, mezclados arqueros con hoplitas, capitanes con soldados, lusitanos con griegos. Marchaban con paso firme, haciendo resonar en las losas sus pesados coturnos. Sus armaduras estaban abolladas por las catapultas, y sus rostros curtidos por la intemperie y el polvo de las batallas. Broncos gritos salían de entre las espesas barbas; sus cotas de malla, desgarradas, entrechocaban con los pomos de las espadas, y a través de los agujeros del bronce se veían sus miembros desnudos, espantosos como máquinas de guerra. Las sarissas, las hachas, los venablos, los gorros de fieltro y los cascos de bronce oscilaban al unísono, en un solo movimiento. Llenaban la calle, rebosante hasta estallar sus paredes, y aquella interminable masa de soldados armados fluía entre las altas casas de seis pisos, embadurnadas de betún. Detrás de sus rejas de hierro o de cañas, las mujeres, con la cabeza cubierta con un velo, contemplaban en silencio el desfile de los bárbaros.
Las azoteas, las fortificaciones y las murallas desaparecían bajo la muchedumbre cartaginesa, vestida de negro. Las túnicas de los marineros resaltaban como manchas de sangre entre aquella sombría multitud, y niños casi desnudos, cuya piel brillaba bajo sus brazaletes de cobre, gesticulaban entre el follaje de las columnas o en las ramas de las palmeras. Integrantes del consejo de los ancianos ocupaban las plataformas de las torres, y admiraba ver, de trecho en trecho, un personaje de luenga barba y actitud meditabunda. Parecía de lejos, sobre el fondo del cielo, tan vago como un fantasma y tan inmóvil como las piedras.
Todos, sin embargo, se sentían agobiados por la misma inquietud: temían que los bárbaros, conscientes de su fuerza, tuvieran el capricho de continuar en la ciudad. Pero se iban con tanta confianza, que los cartagineses se animaron y se mezclaron con los soldados. Se los abrumaba con promesas, juramentos y abrazos. Algunos los incitaban a que no abandonaran la ciudad, por ardid de política y audaz hipocresía. Arrojaban a su paso perfumes, flores y monedas de plata. Les daban amuletos contra las enfermedades, pero no sin haber escupido antes tres veces encima de ellos para atraer la muerte o encerrado tres pelos de chacal, que vuelven al corazón cobarde. Se invocaba a grito herido el favor de Melkart y, por lo bajo, su maldición.
Vino luego la barahúnda de los bagajes, de las acémilas y de los rezagados. Los enfermos gemían sobre los dromedarios; otros se apoyaban, renqueando, en el asta de una pica. Los borrachos cargaban con odres de vino; los glotones con cuartos de carne, dulces, frutas, manteca envuelta en hojas de higuera y nieve en sacos de tela. Había algunos que llevaban quitasoles en la mano y papagayos en el hombro. Seguían a otros dogos, gacelas o panteras. Mujeres de raza líbica montadas en asnos increpaban a las negras que por seguir a los soldados habían abandonado los lupanares de Malqua; algunas amamantaban a sus críos, sujetados al pecho con una correhuela de cuero. Los mulos, aguijoneados con la punta de las espadas, hundían el lomo bajo el peso de los fardos de las tiendas de campaña; pululaban innumerables criados y aguadores, pálidos, consumidos por la fiebre y llenos de parásitos, hez de la plebe cartaginesa que seguía a los bárbaros.
Una vez que salieron se cerraron las puertas, sin que el pueblo bajara de las murallas; el ejército se esparció enseguida por la anchura del istmo.
La soldadesca se dividía en masas desiguales. Luego las lanzas aparecieron como altas briznas de hierbas, desvaneciéndose al fin todo en una densa polvareda. Los soldados que se volvían para mirar a Cartago no distinguían más que sus largas murallas, cuyas almenas desiertas se recortaban en el horizonte.
Entonces los bárbaros oyeron un recio clamor. Creyeron que algunos de los suyos se habían quedado en la ciudad, pues ignoraban cuántos eran, y se entretenían en saquear algún templo. Se rieron con todas sus ganas ante semejante idea; luego continuaron su camino.
Se sentían alegres de encontrarse, como en otros tiempos, marchando juntos al aire libre, en pleno campo. Los griegos cantaban la antigua canción de los mamertinos:
Con mi lanza y mi espada, aro y cosecho.
¡Yo soy el amo de la casa!
El hombre desarmado cae a mis pies
y me llama señor y gran rey.
Gritaban, saltaban; los más festivos comenzaban a relatar cuentos; la época de las calamidades había terminado. Al llegar a Túnez, algunos advirtieron que faltaba una tropa de honderos baleares. No estarían lejos, sin duda; nadie volvió a preocuparse más de ellos.
Unos se alojaron en las casas, otros acamparon al pie de las murallas; la gente de la ciudad fue a charlar con los soldados.
Durante toda la noche se vieron brillar unas fogatas que iluminaban el horizonte, hacia el lado de Cartago; sus resplandores, como antorchas gigantescas, se reflejaban en la inmóvil superficie del lago. Nadie, en el ejército, sabía decir qué fiesta se celebraba.
Al día siguiente, los bárbaros atravesaron una campiña muy bien cultivada. Las quintas de los patricios se alineaban unas tras otras a lo largo del camino; las acequias corrían entre palmerales; los olivos trazaban largas líneas de color verde grisáceo; vapores sonrosados flotaban en las gargantas de las colinas, y por detrás, cerrando el horizonte, se elevaban varias montañas azules. Soplaba un viento cálido. Por las hojas anchas de los cactos se arrastraban los camaleones.
Los bárbaros aminoraron la marcha.
Se disgregaban en destacamentos aislados, o se arrastraban unos detrás de otros, con grandes intervalos. Comían uvas en las lindes de las viñas. Se tendían en la hierba y miraban asombrados los grandes cuernos de los bueyes, retorcidos artificialmente; las ovejas cubiertas de pieles para proteger su lana, los surcos que se entrecruzaban formando rombos y las rejas de los arados, como anclas de navíos, junto a los granados que rociaban con silfo. La opulencia de la tierra y aquellos inventos del saber los deslumbraban.
Por la noche se echaron sobre las tiendas sin desplegarlas, y al dormirse de cara a las estrellas pensaban en el festín de Amílcar.
Al mediodía siguiente hicieron un alto a orillas de un río, entre matas de adelfas. Tiraron rápidamente sus lanzas, sus escudos, sus cinturones. Se lavaban dando gritos, cogían agua en sus cascos, en tanto que otros bebían de bruces, entremezclados con las acémilas, a las que se les caía la carga.
Spendius, sentado sobre un dromedario que había robado en los parques de Amílcar, vio a lo lejos a Matho, quien, con el brazo en cabestrillo, sin nada a la cabeza y la mirada baja, dejaba beber a su mulo, viendo correr el agua. Enseguida se abrió paso a través de la turba, llamándolo:
—¡Amo! ¡Amo!
Apenas si Matho le dio las gracias. Sin preocuparse por ello, Spendius echo a andar detrás de él, y de cuando en cuando volvía sus ojos inquietos hacia Cartago.
Era hijo de un retórico griego y de una prostituta de Campania. Al principio se había enriquecido en el comercio de mujeres; luego, arruinado por un naufragio, había hecho la guerra a los romanos con los pastores samnitas. Lo cogieron prisionero, pero logró escapar; lo volvieron a apresar y entonces trabajó en las canteras, se quemó en las estufas, gritó en los suplicios, fue esclavo de muchos amos y conoció toda clase de calamidades. Al fin, un día, desesperado, se arrojó al mar desde lo alto del trirreme en que navegaba. Marineros de Amílcar lo recogieron moribundo y lo llevaron a Cartago, donde lo encerraron en la ergástula de Megara. Pero como los tránsfugas debían ser devueltos a los romanos, se aprovechó del desorden para huir con los soldados.
Durante todo el camino permaneció cerca de Matho; le llevaba comida, le ayudaba a apearse del mulo y por la noche le extendía un tapiz bajo su cabeza.