Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

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Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

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era de baja estatura.

      Una noche que atravesaban juntos las calles del campamento vieron a unos hombres cubiertos con mantos blancos; entre ellos se encontraba Narr-Havas, el príncipe de los númidas. Matho se estremeció.

      —¡Dame tu espada! —exclamó—. ¡Quiero matarlo!

      —Aún no —respondió Spendius, deteniéndolo, pues ya Narr-Havas venía a su encuentro.

      Le besó el númida sus dos pulgares en señal de alianza, achacando a la embriaguez el acto de cólera que había tenido en el festín; luego habló extensamente contra Cartago, pero no dijo lo que le había traído entre los bárbaros.

      «¿Era para traicionarlo o para servir a la república?», se preguntaba Spendius; mas como su intención era aprovecharse de todos los desórdenes, agradecía por anticipado a Narr-Havas todas las perfidias de que lo creía capaz.

      El jefe de los númidas se quedó con los mercenarios. Parecía querer intimar con Matho. Le enviaba cabras cebadas, polvo de oro y plumas de avestruz. El libio, conmovido con tantos halagos, no sabía si corresponder a ellos o exasperarse. Pero Spendius lo apaciguaba y Matho se dejaba llevar por el esclavo, pues era irresoluto y lo dominaba siempre una invencible pereza, como quien ha bebido un brebaje del que ha de morir.

      Una mañana que salieron los tres a cazar un león, Narr-Havas ocultó un puñal en su manto. Spendius caminó constantemente detrás de él, pero volvieron sin que el númida hubiera sacado el arma.

      En otra ocasión, Narr-Havas los llevó muy lejos, hasta las fronteras de su reino. Llegaron a un desfiladero; Narr-Havas sonrió al decirles que había perdido la ruta; Spendius la volvió a encontrar.

      Pero lo más frecuente era que Matho, melancólico como un augur, saliera, en cuanto despuntaba el sol, a vagabundear por la campiña. Se echaba en la arena y permanecía allí inmóvil hasta que llegaba la noche.

      Consultó, uno tras otro, a todos los adivinos del ejército, a los que observaban el rastrear de las serpientes, a los que leen en las estrellas, a los que soplan en las cenizas de los muertos. Ingirió galbanum, seseli y veneno de víbora, que hiela el corazón; unas mujeres negras, cantando al claro de luna canciones bárbaras, le pincharon en la frente con estiletes de oro; se cargaba de collares y amuletos, y por turno fue invocando a Baal-Kamón, a Moloch, a los siete cabiros, a Tanit y a la Venus de los griegos. Grabó su nombre en una placa de cobre y la enterró en la arena, en el umbral de su tienda. Spendius lo oía gemir y hablar a solas.

      Una noche entró.

      Matho, desnudo como un cadáver, estaba acostado boca abajo sobre una piel de león, con la cara entre las manos. Una lámpara suspendida del techo alumbraba sus armas, colgadas sobre su cabeza en el mástil de la tienda.

      —¿Sufres? —le preguntó el esclavo—. ¿Qué necesitas? Dímelo —y le sacudió por el hombro, llamándolo repetidas veces—: ¡Amo! ¡Amo! Al fin, Matho lo miró con sus grandes ojos velados.

      —¡Escucha! —le dijo en voz baja, llevándose un dedo a los labios—. ¡Es la ira de los dioses! ¡Me persigue la hija de Amílcar! ¡Tengo miedo, Spendius! —y se apretaba contra su pecho como un niño asustado por un fantasma—. ¡Háblame, estoy enfermo! ¡Quiero curarme! Lo he intentado todo. Dime: ¿sabes tú acaso de dioses más fuertes o de cualquier invocación irresistible?

      —¿Para qué? —preguntó Spendius.

      Y golpeándose la cabeza con sus dos puños, contestó:

      —¡Para librarme de ella!

      Luego, murmurando frases entrecortadas, a largos intervalos, decía como hablándose a sí mismo:

      —¿Seré sin duda la víctima de algún holocausto que haya prometido a los dioses?... ¡Me tiene sujeto por una cadena invisible! Si ando, es porque ella camina delante de mí; si me detengo, es porque ella descansa. Sus ojos me abrasan, oigo su voz. Siento que envuelve todo mi ser y penetra dentro de mí. ¡Es como si se hubiese convertido en mi propia alma!... Y, sin embargo, media entre nosotros una distancia tan grande como las olas invisibles de un océano sin límites. ¡Cuán lejana e inaccesible es para mí! El esplendor de su belleza la rodea de un halo de luz; y a veces creo que no la he visto jamás..., que no existe..., que todo esto es un sueño.

      Así lloraba Matho en las tinieblas. Los bárbaros dormían. Spendius, contemplándolo, se acordaba de los jóvenes que, con vasos de oro en las manos, le suplicaban antaño, cuando paseaba por las ciudades su tropa de cortesanas. Sintió por él una gran compasión y le dijo:

      —¡Sé fuerte, jefe! ¡Recurre a tu voluntad y no implores más a los dioses, porque éstos no se preocupan de las invocaciones de los hombres! ¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla la idea de sufrir así por una mujer?

      —¿Acaso soy un niño? —contestó Matho—. ¿Crees que me enternecen aún sus rostros y sus canciones? Las teníamos en Drepanum para barrer nuestras cuadras. Las he violado en medio de los asaltos, bajo los techos que se derrumban y cuando vibraba aún la catapulta... ¡Pero ésta, Spendius, ésta...!

      El esclavo le interrumpió:

      —Si no fuera la hija de Amílcar...

      —¡No! —exclamó Matho—. ¡No se parece a ninguna otra hija de los hombres! ¿Has visto sus hermosos ojos bajo sus grandes cejas, como soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate: cuando ella apareció palidecieron todas las antorchas. Entre los diamantes de su collar resplandecía la piel de su pecho en los sitios que lo llevaba desnudo; dejaba, al pasar, como el olor de un templo, y de todo su ser emanaba algo que era más suave que el vino y más terrible que la muerte.

      Iba andando entre tanto, y luego se paró.

      Quedó embebido, cabizbajo y con las pupilas fijas.

      —¡Pero yo la quiero, la necesito, me muero por ella! Al pensar que la estrecho entre mis brazos siento un arrebato de alegría furiosa y, sin embargo, la odio, Spendius, ¡quisiera maltratarla! ¿Qué he de hacer? Me dan ganas de venderme para llegar a ser su esclavo. ¡Tú lo has sido! ¡Tú podías verla! ¡Háblame de ella! Todas las noches sube a la terraza de su palacio, ¿verdad? ¡Ay, las piedras deben de estremecerse bajo sus sandalias y las estrellas asomarse para verla!

      Volvió a enfurecerse, bramando como un toro herido.

      Luego Matho cantó:

      Perseguía en la selva al monstruo hembra,

      cuya cola ondulaba sobre las hojas secas

      como un arroyo de plata.

      Y arrastrando su voz, imitaba la voz de Salambó, mientras que sus manos extendidas hacían como que pulsaba las cuerdas de una lira.

      A todos los consuelos de Spendius respondía siempre con las mismas razones; se pasaban las noches entre gemidos y exhortaciones.

      Matho quiso aturdirse bebiendo. Después de sus borracheras estaba aún más triste. Intentó distraerse jugando a la taba y perdió una tras otra las placas de oro de su collar. Se dejó llevar junto a las servidoras de la diosa, pero bajó la colina sollozando como quien vuelve de un funeral.

      Spendius, por el contrario, se iba volviendo cada vez más atrevido y alegre. Se lo veía en las cantinas de las enramadas, departiendo

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