Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

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Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

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hierro bien apretado, aguzaban el oído, esforzándose por adivinar sus palabras, en tanto que los montañeses, cubiertos de pieles como osos, lo contemplaban con desconfianza o bostezaban, apoyados en sus mazas con clavos de cobre. Los galos sacudían descuidadamente sus altas cabelleras sonriendo burlonamente, y los hijos del desierto escuchaban inmóviles, bajo las capuchas de sus vestidos de lana gris. Llegaban otros por detrás; los soldados de la guardia, empujados por la turba, vacilaban sobre sus caballos; los negros tenían en las manos ramas de abeto ardiendo, y el obeso cartaginés continuaba su arenga, subido en un cerrillo de césped.

      Pero los bárbaros se impacientaban, los murmullos crecieron y todos lo apostrofaron. Hannón gesticulaba con su espátula; los que querían imponer silencio gritaban más fuerte que los demás y aumentaban el alboroto.

      De pronto, un hombre de mezquina apariencia saltó a los pies de Hannón, arrancó la trompeta a un heraldo, sopló en ella y Spendius —pues era él— anunció que iba a decir algo importante. Ante esta declaración, rápidamente propalada en cinco lenguas diferentes, griego, latín, galo, líbico y balear, los capitanes, entre alborozados y sorprendidos, respondieron:

      —¡Habla! ¡Habla!

      Spendius vaciló; temblaba; por fin, dirigiéndose a los libios, que eran los más numerosos, les dijo:

      —¡Todos habéis oído las horribles amenazas de este hombre!

      Hannón no replicó, pues no entendía el líbico, y para proseguir la experiencia, Spendius repitió la misma frase en los demás idiomas de los bárbaros.

      Se miraron asombrados; todos, a continuación, como por tácito acuerdo, creyendo tal vez haber comprendido, bajaron la cabeza en señal de asentimiento.

      Entonces Spendius comenzó con voz vehemente:

      —¡Primero ha dicho que todos los dioses de los demás pueblos no son sino quimeras al lado de los dioses de Cartago! ¡Os ha llamado cobardes, ladrones, embusteros, perros e hijos de perras! La república, sin vosotros, ¡así lo ha dicho!, no se vería obligada a pagar el tributo a los romanos; por vuestros excesos le habéis privado de perfumes, especias, esclavos y silphium, ¡porque os entendéis con los nómadas de la frontera de Cirene! ¡Y los culpables serán castigados! Ha leído la enumeración de sus suplicios; se les hará trabajar en el enlosado de las calles, en la construcción de navíos, en el embellecimiento de las syssitas, y otros irán a excavar la tierra de las minas, en el país de los cántabros.

      Spendius repitió lo mismo a los galos, a los griegos, a los campanios y a los baleares. Al reconocer varios de los nombres propios que habían herido sus oídos, los mercenarios se convencieron de que el esclavo traducía fielmente el discurso del sufeta. Algunos le gritaron:

      —¡Mientes! —pero sus voces se perdieron en el tumulto de los demás. Spendius añadió:

      —¿No habéis visto que he dejado fuera del campamento una reserva de sus jinetes? A la menor señal acudirán a degollaros a todos.

      Los bárbaros se volvieron hacia aquel lado y, al apartarse la multitud, apareció en el centro, avanzando con la lentitud de un fantasma, un ser humano derrengado, escuálido, completamente desnudo y tapado hasta las caderas por largos cabellos erizados de hojas secas, de polvo y de espinas. Alrededor de la cintura y de las rodillas llevaba trenzados de paja y harapos de tela; su piel, lacia y terrosa, colgaba de sus miembros descarnados, como andrajos de las ramas secas; sus manos temblaban con un estremecimiento continuo y caminaba apoyándose en un bastón de olivo.

      Llegó junto a los negros que sostenían las antorchas. Una especie de risa idiota dejaba al descubierto sus pálidas encías, mientras con ojos asustados contemplaba a la multitud de bárbaros que tenía a sus alrededor.

      Pero, lanzando un grito de espanto, se echó atrás de ellos, escudándose en sus cuerpos, balbuciendo: «¡Ahí están! ¡Ahí están!», señalando a los soldados de la guardia del sufeta, inmóviles bajo sus armaduras relucientes. Sus caballos piafaban, deslumbrados por el resplandor de las antorchas que chisporroteaban en las tinieblas; el espectro humano se agitaba y aullaba:

      —¡Los han matado!

      Al oír aquellas palabras vociferadas en balear, sus compatriotas se acercaron y lo reconocieron; sin responderles, repetía:

      —¡Sí, todos muertos, todos! ¡Aplastados como uvas! ¡Los hermosos jóvenes, ¡los honderos!, ¡mis compañeros y los vuestros!

      Se le dio de beber vino y lloró; luego se desahogó hablando.

      Spendius no podía reprimir su alegría al explicar a los griegos y a los libios las cosas horribles que contaba Zarxas; no se atrevía a creerlas por lo bien que le venían para sus propósitos. Los baleares palidecían al enterarse de cómo habían caído sus compañeros.

      Se trataba de una tropa de trescientos honderos que desembarcaron la víspera, y que el día de la marcha se quedaron dormidos hasta muy tarde. Cuando llegaron a la plaza de Kamón, los bárbaros ya se habían ido y se encontraron sin defensa, porque sus bolas de arcillas se habían cargado en los camellos con el resto de los equipajes. Se los dejó entrar en la calle de Satheb, hasta la puerta de encina forrada con chapas de bronce; entonces el pueblo se lanzó en masa contra ellos.

      En efecto, los soldados recordaron haber oído un gran clamor; grito que Spendius, que huía a la cabeza de las columnas, no había escuchado.

      Luego los cadáveres fueron colocados en los brazos de los dioses pataicos, que rodeaban el templo de Kamón. Se los acusó de todos los crímenes de los mercenarios: su glotonería, sus robos, sus impiedades, sus desprecios y la matanza de los peces en el jardín de Salambó. Sus cuerpos sufrieron mutilaciones infames; los sacerdotes quemaron sus cabellos para atormentar su alma; se les colgó en pedazos en las carnicerías; algunos incluso les hincaron los dientes, y por la noche, en fin, como remate, se encendieron hogueras en las encrucijadas.

      Aquéllas eran las llamas que brillaban de lejos en el lago. Pero, habiéndose incendiado algunas casas, arrojaron rápidamente por encima de las murallas lo que quedaba de los cadáveres y los agonizantes. Zarxas permaneció oculto hasta el día siguiente entre los cañaverales de la orilla del lago; luego vagó a campo traviesa en busca del ejército, siguiendo el rastro de los pasos en el polvo. Durante el día se ocultaba en las cavernas; al atardecer se ponía de nuevo en marcha, con sus llagas sangrientas, hambriento, enfermo, alimentándose de raíces y carroñas; hasta que un día vio unas lanzas en el horizonte y las siguió instintivamente, pues su razón ya estaba perturbada con tantos terrores y miserias.

      La indignación de los soldados, contenida mientras estuvo hablando, estalló como una tempestad; querían asesinar a la guardia y al sufeta. Algunos se interpusieron, diciendo que era preciso oírlo y saber por lo menos si les pagarían. Entonces gritaron todos: «¡Nuestro dinero!». Hannón les respondió que lo traía consigo.

      Corrieron a las avanzadas, y los bagajes del sufeta, empujado por los bárbaros, llegaron en medio de las tiendas del campamento. Sin esperar a los esclavos, desataron apresuradamente las cestas. Encontraron ropas de color jacinto, esponjas, raspadores, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pintarse los ojos; todo era propiedad de los soldados de la guardia, hombres ricos acostumbrados a estas delicadezas. Enseguida descubrieron en un camello una gran tina de bronce; pertenecía al sufeta para bañarse durante el camino, pues había tomado toda clase de precauciones, incluso la de llevar en jaulas comadrejas de Hecatómpila, a las que se quemaban vivas para prepararle su tisana. Pero como su enfermedad le abría mucho el apetito, había allí además gran cantidad de víveres y vinos, salmuera, carnes y pescados con miel junto con

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