Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

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Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

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de formas que habían de nacer y que están pintadas en la pared de los santuarios. Después la materia se condensó, se convirtió en un huevo y se rompió. Una mitad formó la Tierra, la otra el firmamento. El Sol, la Luna, los vientos, las nubes aparecieron; y, al estallido del rayo, los animales inteligentes se despertaron. Entonces Eschmún se desarrolló en la esfera estrellada; Kamón resplandeció en el sol; Melkart, con sus brazos, lo empujó más allá de Gades; los Rabyrim descendieron al fondo de los volcanes, y Rabbetna, como una nodriza, se inclinó sobre el mundo, vertiendo su luz como una leche y su noche como un manto.

      —¿Y después? —interrogó la joven.

      El sacerdote le había contado el secreto de los orígenes para distraerla con más altas perspectivas, pero el deseo de la virgen se avivó con aquellas últimas palabras y Schahabarim, cediendo a medias, añadió:

      —Inspiró y gobernó los amores de los hombres.

      —¿Los amores de los hombres? —repitió Salambó, soñadora.

      —Tanit es el alma de Cartago —continuó el sacerdote—, y aunque está en todas partes es aquí donde mora, bajo el velo sagrado.

      —¡Oh padre! —exclamó Salambó—. La veré, ¿no? ¡Tú me conducirás allí! Vacilaba desde hace mucho tiempo; la curiosidad de ver su forma me devora. ¡Por piedad, ayúdame! ¡Vayamos!

      El sacerdote la rechazó con gesto vehemente y lleno de orgullo.

      —Jamás! ¿No sabes que produce la muerte? Los Baals hermafroditas únicamente dejar caer sus velos para nosotros, hombres por el espíritu, mujeres por la debilidad. Tu deseo es un sacrilegio. ¡Confórmate con la ciencia que posees!

      Salambó cayó de rodillas, metiendo dos de sus dedos en los oídos, en señal de arrepentimiento; anonadada por las palabras del sacerdote, llena a la vez, contra él, de terror y de humillación. Schahabarim, de pie, permanecía más insensible que las piedras de la terraza. La contemplaba despreciativo estremecida a sus pies y experimentaba una especie de alegría al verla sufrir por su divinidad, a la que tampoco él podía comprender por completo. Ya cantaban los pájaros, soplaba un viento frío y unas nubecillas corrían por el cielo ya pálido.

      De pronto, el sacerdote vio en el horizonte, detrás de Túnez, corno nieblas ligeras que se arrastraban por el suelo; luego fue una cortina de polvo gris, extendida perpendicularmente, y entre los torbellinos de esta masa polvorienta fueron apareciendo cabezas de dromedarios, lanzas y escudos. Era el ejército de los bárbaros que avanzaba sobre Cartago.

      IV. Bajo las murallas de Cartago

      Índice

      Gentes de la campiña, montados en asnos o corriendo a pie, pálidos, sin aliento, despavoridos, llegaron a la ciudad. Venían huyendo delante del ejército. En tres días los mercenarios habían hecho el camino desde Sicca, para caer sobre Cartago y arrasarlo todo.

      Se cerraron las puertas. Al punto aparecieron los bárbaros, pero se detuvieron en medio del istmo, a orillas del lago.

      Al principio no dieron muestras de hostilidad. Muchos se acercaron con palmas en las manos. Fueron repelidos a flechazos. ¡Tan grande era el terror!

      De madrugada y a la caída de la tarde, los merodeadores vagaban a veces a lo largo de las murallas. Llamaba la atención especialmente un hombre pequeño, envuelto cuidadosamente en su manto y cuyo rostro desaparecía bajo una visera muy caída. Se pasaba horas enteras mirando al acueducto con tal persistencia que sin duda quería engañar a los cartagineses acerca de sus verdaderos designios. Le acompañaba otro hombre, una especie de gigante que iba con la cabeza descubierta.

      Pero Cartago estaba bien defendida en toda la anchura del istmo: en primer lugar, por un foso; luego, por un talud cubierto de césped, y finalmente por una muralla, de treinta codos de alto, con piedras de sillería y de dos cuerpos. El primero contenía cuadras para trescientos elefantes, con almacenes para sus caparazones, maniotas y alimentos, además de otras cuadras para cuatro mil caballos con las provisiones de cebada y los arneses, y cuarteles para veinte mil soldados con las armaduras y todo el material de guerra. Las torres se levantaban en el segundo piso, provistas de almenas que tenían en la parte de afuera escudos de bronce, colgados de garfios.

      Esta primera línea de murallas defendía inmediatamente a Malqua, el barrio de los marineros y de los tintoreros. Se podían ver los mástiles en que se secaban las velas de púrpura, y en las últimas azoteas los hornos de arcilla para cocer la salmuera.

      Por detrás, la ciudad desplegaba en anfiteatro sus altas casas de forma cúbica. Eran de piedra, de tablas, de guijarros, de cañas, de conchas y barro apisonado. Los bosques de los templos formaban como lagos de verdor en esta montaña de bloques, pintados de diversos colores. Las plazas públicas estaban niveladas a distancias desiguales; innumerables callejuelas se entrecruzaban, cortándola de un extremo a otro. Se distinguían los recintos de tres viejos barrios, ahora confundidos; destacándose acá y allá como grandes escollos, en los que se alargaban enormes lienzos, medio cubiertos de flores, ennegrecidos, muy manchados por el arrojo de las inmundicias, pasando las calles por sus amplias aberturas como ríos bajo puentes.

      La colina de la acrópolis, en el centro de Byrsa, desaparecía bajo una confusión de monumentos. Eran templos de columnas retorcidas con capiteles de bronce y cadenas de metal, conos de piedra con franjas de azul, cúpulas de cobre, arquitrabes de mármol, contrafuertes babilónicos y obeliscos en punta como antorchas encendidas. Los peristilos llegaban a los frontispicios; las volutas se desplegaban entre las columnatas; muros de granito sustentaban tabiques de ladrillo, y todos aquellos edificios subían unos sobre otros, ocultándose a medias, de un modo maravilloso e incomprensible. Se sentía la sucesión de las épocas y como el recuerdo de patrias olvidadas.

      Detrás de la acrópolis, en terrenos de arcilla roja, el camino de los Mappales, cercado de tumbas, se alargaba en línea recta, desde la ribera a las catacumbas; seguían luego quintas espaciadas que se alzaban en medio de jardines, y este tercer barrio, Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta los cantiles de la costa, donde se erguía un faro gigantesco, luz de todas las noches.

      Así se desplegaba Cartago ante los soldados acampados en la llanura. Desde lejos reconocían los mercados, las encrucijadas y discutían sobre el emplazamiento de los templos. El de Kamón, enfrente de los syssitas, tenía tejas de oro; el de Melkart, a la izquierda del de Eschmún, ostentaba en su techo ramas de coral; el de Tanit, más allá, redondeaba entre palmeras su cúpula de cobre, y el templo negro de Moloch estaba al pie de las cisternas, del lado del faro. En los ángulos de los frontispicios, en lo alto de las murallas, en los rincones de las plazas, por todas partes, se veían divinidades de cabeza horrible, colosales o rechonchas, con vientres enormes, o desmesuradamente aplanadas, con las fauces abiertas, los brazos extendidos y con horcas, cadenas o jabalinas en la mano. El azul del mar, destacándose en el fondo de las calles, hacía parecer a éstas, por efecto de perspectiva, más escarpadas.

      Una multitud bulliciosa las llenaba desde la mañana hasta la noche; mancebos que agitaban campanillas, voceaban a la puerta de los baños; humeaban las tiendas de bebidas calientes; retumbaba en el aire la batahola de los yunques; los gallos blancos, consagrados al sol, cantaban en las terrazas; los bueyes destinados a los sacrificios mugían en los templos; los esclavos corrían con cestas a la cabeza, y en el atrio de los pórticos aparecía algún que otro sacerdote envuelto en un manto oscuro, con los pies descalzos y el gorro puntiagudo.

      Aquel espectáculo de Cartago irritaba a los bárbaros. Admiraban y execraban a la ciudad;

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