Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
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En cuanto a la soldada de los mercenarios, llenaba poco más o menos dos serones de esparto. En uno de ellos se veía también esos rodetes de cuero de los que se servía la república para ahorrar numerario; y como los bárbaros se sorprendieran, Hannón les manifestó que, por estar tan embrolladas sus cuentas, los miembros del consejo de los ancianos no habían tenido tiempo de examinarlas. Se les enviaba aquello como un anticipo.
Entonces derribaron y revolvieron todo: mulos, criados, litera, provisiones y equipajes. Los soldados cogieron las monedas de las seras para apedrear a Hannón. A duras penas pudo éste montar en un asno: huía agarrado a las crines, dando alaridos, gimoteando, bamboleado y magullado, clamando porque cayera sobre el ejército la maldición de todos los dioses. Su ancho collar de pedrería le saltaba hasta las orejas. Sostenía con los dientes su manto demasiado largo que arrastraba y de lejos le gritaban los bárbaros:
—¡Vete, cobarde, cerdo, cloaca de Moloch! ¡Suda tu oro y tu peste! ¡Más aprisa, más aprisa!
La escolta, en desorden, galopaba a sus lados.
Pero el furor de los bárbaros no se apaciguó. Se acordaron de que muchos de sus compañeros que marcharon a Cartago no habían vuelto; sin duda, los habían matado. Tanta injusticia los exasperó; arrancaron las estacas de sus tiendas, arrollaron sus mantos, embridaron sus caballos, cogió cada uno su casco y su espada, y en un instante todo estuvo dispuesto. Los que no tenían armas corrieron al bosque a proveerse de estacas.
Amanecía. Los moradores de Sicca, despertados por aquel barullo, se lanzaban a la calle. «Van a Cartago», decían, y este rumor se extendió pronto por la comarca.
Surgían hombres de cada sendero, de cada barranco. Hasta los pastores bajaban corriendo de las montañas.
Cuando se fueron los bárbaros, Spendius dio una vuelta al campamento, montado en un semental púnico y acompañado de un esclavo que llevaba de la brida un tercer caballo.
Quedaba en pie una sola tienda. Spendius entró en ella.
—¡Levántate, amo, levántate! ¡Nos marchamos!
—¿Adónde vais? —preguntó Matho.
—¡A Cartago! —gritó Spendius.
Matho montó de un brinco en el caballo que el esclavo tenía a la puerta.
III. Salambó
La luna se elevaba a ras de las olas, y sobre la ciudad, aún envuelta en tinieblas, brillaban puntos luminosos, zonas de blancura: la lanza de un carro en cualquier patio, algún pingajo de tela colgado, la esquina de una pared o el collar de oro en el pecho de un dios. Las bolas de vidrio en los techos de los templos irradiaban acá y allá como gruesos diamantes. Pero las informes ruinas, los montones de tierra negra y los jardines se destacaban como sombras más densas aún en la oscuridad, y más allá de Malqua las redes de los pescadores se extendían de casa en casa, como murciélagos gigantescos que desplegaran sus alas. Ya no se oía el rechinar de las ruedas hidráulicas que elevaban el agua al último piso de los palacios; en el centro de las terrazas descansaban tranquilamente los camellos, tumbados sobre el vientre, al modo de los avestruces. Los porteros dormían en las calles, en el dintel de las casas; la sombra de los colosos se alargaba en las plazas desiertas; a lo lejos, la llama de algún sacrificio seguía ardiendo, y la humareda se escapaba a veces por las tejas de bronce; la penetrante brisa traía entremezclados con los aromas de las especias los olores del mar y el vaho de las murallas recalentadas por el sol. En torno a Cartago resplandecían las ondas inmóviles, pues el resplandor de la luna caía a la vez sobre el golfo rodeado de montañas y sobre el lago de Túnez, donde los finicópteros formaban largas líneas sonrosadas en los bancos de arena, mientras que del otro lado, bajo las catacumbas, la gran laguna salada espejeaba como un trozo de plata. La bóveda azul del cielo se hundía en el horizonte; por un lado, en la polvareda de las llanuras; por otro, en las brumas del mar; y en la cima de la acrópolis los cipreses piramidales que rodeaban el templo de Eschmún se balanceaban y susurraban como las olas acompasadas que batían lentamente a lo largo del muelle, al pie de las fortificaciones.
Salambó subió a la terraza de su palacio, sostenida por una esclava que llevaba en un brasero de hierro carbones encendidos.
Había en el centro de la terraza un pequeño lecho de marfil, cubierto de pieles de lince, con cojines de pluma de papagayo, animal fatídico consagrado a los dioses; y en las cuatro esquinas se elevaban altos pebeteros, llenos de nardo, incienso, cinamomo y mirra. La esclava prendió fuego a los perfumes. Salambó miró a la estrella polar, saludó lentamente a los cuatro puntos cardinales y se arrodilló en el suelo, entre el polvo de azul sembrado de estrellas de oro, a imitación del firmamento. Luego, apoyando los codos en los costados, con los antebrazos extendidos y las manos abiertas, echando la cabeza hacia atrás bajo la luz de la luna, dijo:
—¡Oh Rabbetna!... ¡Baalet!... ¡Tanit! —y su voz se elevaba quejumbrosa, como si llamara a alguien—. ¡Anaitis! ¡Astarté! ¡Derceto! ¡Astaroth! ¡Mylitta! ¡Athara! ¡Elissa! ¡Tiratha!... ¡Por los símbolos ocultos, por los sistros sonoros, por los surcos de la tierra, por el eterno silencio y por la eterna fecundidad, dominadora del mar tenebroso y de las playas, oh reina de las cosas húmedas, salud!
Balanceó todo su cuerpo dos o tres veces, y luego hundió la frente en el polvo, con los brazos extendidos.
Su esclava la levantó lentamente, pues era menester, según los ritos, que alguien fuese a sacar al suplicante de su prosternación. Equivalía a decirle que los dioses quedaban agradecidos. La nodriza de Salambó no olvidaba jamás este deber piadoso.
Unos mercaderes de la Getulia-Daritiana la habían traído de niña a Cartago, y después de obtener su libertad no quiso abandonar a sus amos, como lo atestiguaba su oreja derecha perforada por un ancho agujero. Un sayo de listas multicolores le ceñía la cintura, bajando hasta los tobillos, donde se entrechocaban dos aros de estaño. Su cara, algo aplastada, era amarilla como su túnica. Agujas de plata, muy largas, formaban como un sol detrás de su cabeza. Llevaba en la nariz un botón de coral y permanecía junto al lecho, más erguida que un hermes y con los párpados caídos.
Salambó avanzó hasta el borde de la terraza. Por un instante oteó el horizonte, luego contempló a la ciudad dormida y un hondo suspiro levantó sus senos e hizo ondular de un extremo a otro la larga simarra blanca que colgaba en torno de ella, sin broche ni cinturón. Sus sandalias de punta encorvada desaparecían bajo un montón de esmeraldas, y sus cabellos en desorden henchían una redecilla de hilo de púrpura.
A poco levantó la cabeza para contemplar la luna, y mezclando con sus palabras fragmentos de himnos, murmuró:
—¡Cuán levemente giras, sostenida por el éter impalpable! El firmamento se bruñe en torno tuyo, y el movimiento de tu rotación distribuye los vientos y los rocíos fecundos. Según tú creces o disminuyes, se alargan o se achican los ojos de los gatos y las manchas de las panteras. ¡Las esposas te invocan en los dolores del parto! ¡Tú hinchas las conchas, haces hervir los vinos, pudres los cadáveres, formas las perlas en el fondo del mar! «Y todos los gérmenes, ¡oh diosa!, fermentan en las oscuras profundidades de la humedad». «Cuando apareces, se esparce la quietud por la tierra; las flores se cierran, se calman las olas, los hombres fatigados dilatan su pecho hacia ti, y el mundo, con sus océanos y sus montañas, se mira en tu cara como en un espejo. ¡Eres blanca, suave, luminosa, inmaculada, auxiliadora, purificadora, serena!».