Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

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Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

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ocurrente y decidor. Los bárbaros se acostumbraron a sus servicios y él se hacía querer de todos.

      Esperaban a un embajador de Cartago que había de traerles, en una recua de mulos, cestas cargadas de oro; y haciendo siempre el mismo cálculo, dibujaban con sus dedos cifras en la arena. Cada cual arreglaba por anticipado su vida; tendrían concubinas, esclavos, tierras; otros anhelaban esconder su tesoro o arriesgarlo en empresas marítimas. Pero en aquella ociosidad los caracteres se agriaban; estallaban continuas disputas entre jinetes e infantes, bárbaros y griegos, y estaban constantemente aturdidos por la voz áspera de las mujeres.

      Todos los días llegaban tropeles de hombres casi desnudos con hierbas en la cabeza para resguardarse del sol; eran los deudores de los cartagineses ricos, obligados a trabajar sus tierras, que se habían escapado. Afluían libios, campesinos arruinados por los impuestos, desterrados y malhechores. Luego venía la horda de los mercaderes, vendedores de vino y de aceite, furiosos porque no se les pagaba, vociferando contra la república. Spendius les hacía coro. Enseguida disminuyeron los víveres. Se hablaba de ir en masa sobre Cartago y de llamar a los romanos.

      * * *

      Una noche, a la hora de cenar, se oyeron unos ruidos sordos y cascados que se iban acercando, y a lo lejos se vio una cosa roja que aparecía y desaparecía en las ondulaciones del terreno.

      Era una gran litera de púrpura, adornada con penachos de plumas de avestruz en sus cuatro esquinas. Sobre su toldo cerrado tintineaban sartas de cristal, con guirnaldas de perlas. La escoltaban unos camellos que hacían sonar sus cencerros colgados del pecho, y en torno a ellos se veían unos jinetes con armaduras de escamas de oro que los cubrían desde los talones hasta los hombros.

      Se detuvieron a trescientos pasos del campamento para sacar de los estuches que llevaban a la grupa su escudo redondo, su ancha espada y su casco a la beocia. Algunos se quedaron con los camellos; los demás reanudaron la marcha. Pronto aparecieron las enseñas de la república; es decir, unos bastones de madera azul rematados por cabezas de caballo o pifias de pino. Los bárbaros se levantaron de súbito y aplaudieron: las mujeres se precipitaron sobre los guardias de la legión y les besaban los pies.

      La litera avanzaba a hombros de doce negros, que caminaban a paso corto, pero rápido y acompasado. Iban tan pronto a la derecha como a la izquierda, al azar, obstaculizados por las cuerdas de las tiendas, por las trébedes en que se cocían los condumios y por los animales que andaban sueltos por el campamento. A veces, una mano carnosa, llena de sortijas, entreabría la litera y una voz ronca gritaba palabras injuriosas; entonces los porteadores se detenían, tomando luego otro camino a través del campo.

      Pero se levantaron las cortinillas de púrpura de la litera; sobre un ancho almohadón apareció una cabeza humana, impasible y abotargada. Las cejas formaban como dos arcos de ébano que se unían por las puntas; lentejuelas de oro centelleaban entre sus crespos cabellos, y la cara era tan pálida que parecía espolvoreada con raspadura de mármol. El resto del cuerpo desaparecía bajo los vellones que llenaban la litera.

      Los soldados reconocieron en aquel hombre así tendido al sufeta Hannón, el que había contribuido con su lentitud a la pérdida de las islas Aegates. En cuanto a su victoria de Hecatómpila sobre los libios, los bárbaros pensaban que si se condujo con clemencia había sido por codicia, pues había vendido por su cuenta a todos los cautivos, declarando a la república que habían muerto.

      Cuando, después de un rato, encontró un sitio cómodo para arengar a los soldados, hizo una señal; la litera se detuvo. Y Hannón, sostenido por dos esclavos, puso los pies en tierra, tambaleándose.

      Calzaba borceguíes de fieltro negro, adornados con lunas de plata. Unas vendas se enrollaban en torno a sus piernas, como si fuesen las de una momia, pero sus carnes flácidas asomaban entre los lienzos cruzados. Su vientre desbordaba en el sayo corto de color escarlata que le cubría los muslos; los pliegues de su cuello le caían hasta su pecho, como papadas de buey; su túnica, pintada de flores, parecía que iba a estallar por los sobacos. Llevaba una banda, un cinturón y un amplio manto negro con dobles mangas enlazadas. La profusión de sus vestidos, el gran collar de piedras azules, sus broches de oro y sus pesados aretes hacían más odiosa su deformidad. Se le hubiera tomado por un ídolo ventrudo, tallado en un bloque de granito, pues una lepra pálida, extendida por todo su cuerpo, le daba la apariencia de una cosa inerte. Sin embargo, su nariz, ganchuda como pico de buitre, se dilataba con fuerza para aspirar el aire, y sus ojillos pitarrosos brillaban con un fulgor duro y metálico. Llevaba en la mano una espátula de áloe para rascarse los pies.

      Por fin, dos heraldos tocaron sus cuernos de plata; se apaciguó el tumulto y Hannón empezó a hablar.

      Comenzó elogiando a los dioses y a la república; los bárbaros debían felicitarse por haberla servido. Pero había que mostrarse más razonables; los tiempos eran duros, «y si un amo no tiene más que tres olivos, ¿no es justo que guarde dos para él?».

      De este modo, el viejo sufeta entreveraba su discurso con apólogos y proverbios, haciendo gestos con la cabeza para solicitar aprobación.

      Hablaba en púnico, y los que lo rodeaban (los más avispados, que habían acudido sin armas) eran campanios, galos y griegos, de modo que ninguno de ellos lo entendía. Hannón se dio cuenta de esto, dejó de hablar y, sosteniéndose pesadamente sobre una y otra pierna, reflexionó.

      Se le ocurrió la idea de convocar a los capitanes; entonces los heraldos gritaron esta orden en griego, lenguaje que, desde Xantipo, se empleaba para las voces de mando en el ejército cartaginés.

      Los guardias apartaron a latigazos a la turba de soldados; enseguida llegaron los capitanes de las falanges a la espartana y los jefes de las cohortes bárbaras, con las insignias de su grado y la armadura de su nación. Había caído la noche; un gran rumor reinaba en la llanura; acá y allá brillaban hogueras; iban de un lado para otro, se preguntaban: «¡Qué pasa?», y por qué el sufeta no distribuía el dinero.

      Hannón explicaba a los capitanes las cargas infinitas que abrumaban a la república. Su tesoro estaba vacío; el tributo de los romanos la arruinaba:

      —¡Ya no sabemos qué hacer!... ¡Es lamentable!

      De vez en cuando se rascaba los miembros con su espátula de áloe o se detenía para beber en una copa de plata, que le alargaba un esclavo, una tisana hecha con ceniza de comadreja y espárragos hervidos en vinagre; luego se limpiaba los labios con una servilleta de escarlata y continuaba:

      —¡Lo que valía un siclo de plata, vale hoy tres shekels de oro, y los cultivos abandonados durante la guerra no producen nada! Nuestras pesquerías de púrpura están casi perdidas, y las mismas perlas tienen un precio exorbitante. ¡Apenas si tenemos el ungüento necesario para el servicio de los dioses! En cuanto a las cosas de comer, no quiero ni hablar de ello, ¡es un desastre! Por falta de galeras carecemos de especias, y cuesta proveerse de silphium a causa de las rebeliones en la frontera de Cirene. Sicilia, de donde se traían tantos esclavos, está ahora cerrada para nosotros. ¡Ayer mismo, por un bañero y cuatro pinches de cocina, di más dinero que en otros tiempos por dos elefantes!

      Desenrolló un largo papiro y leyó, sin omitir ni una sola cifra, todos los gastos que había hecho el gobierno, tanto para la restauración de los templos como para el enlosado de las calles, la construcción de navíos, las pesquerías de coral, el aumento de las syssitas y para el laboreo de las minas en el país de los cántabros.

      Pero los capitanes, al igual que los soldados, no entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludasen en esta lengua. De ordinario, figuraban como intérpretes en el ejército de los bárbaros algunos oficiales cartagineses; después de la guerra se habían ocultado por temor a venganzas, y Hannón

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