Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

Скачать книгу

trajeran bueyes de Hecatómpila y envié cazadores al desierto! —y su voz subía de tono, se le enrojecían las mejillas y añadió—: ¿Dónde creéis estar? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un jefe? ¡Y qué jefe! ¡El sufeta Amílcar, mi padre, servidor de los Baals! Vuestras armas, rojas por la sangre de sus esclavos, son las que él ha arrebatado a Lutacio. ¿Conocéis a alguien en vuestros países que sepa dirigir mejor las batallas? ¡Ved en los peldaños de nuestro palacio los trofeos de las victorias! ¡Seguid incendiándolo todo! ¡Quemadlo! Me llevaré conmigo el genio de mi casa, mi serpiente negra, que duerme allá arriba, sobre las hojas de loto. Silbaré y me seguirá; y, si me embarco en mi galera, correrá sobre la estela de mi navío, entre la espuma de las olas.

      Palpitaban las delicadas aletas de su fina nariz. Aplastaba sus uñas contra la pedrería que le adornaba el pecho. Al languidecer sus ojos, añadió:

      —¡Ah, infeliz Cartago! ¡Desdichada ciudad! Ya no tienes para defenderte aquellos hombres fuertes de antaño que iban más allá de los océanos para edificar templos en sus costas. Todos los países trabajaban para ti, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.

      La joven comenzó a cantar las aventuras de Melkart, dios de los sidonios y padre de su familia.

      Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia, el viaje a Tartessos y la lucha con Masisabal para vengar a la reina de,las serpientes, y dijo:

      —Perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba sobre las hojas secas como un arroyo de plata, y llegó a una pradera donde unas mujeres, de grupa de dragón, estaban reunidas en torno a una gran hoguera, erguidas sobre sus colas. La luna, de color de sangre, resplandecía en un círculo lívido, y sus lenguas de color escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban encorvándose hasta el borde mismo de la llama.

      Después, Salambó, sin detenerse, relató cómo Melkart, luego de haber vencido a Masisabal, puso en la proa de la nave su cabeza cortada.

      —A cada oleada la cabeza se sumergía bajo la espuma. Pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; sin embargo, los ojos no cesaban de llorar y las lágrimas caían continuamente en el agua.

      Cantaba todo esto en un antiguo idioma cananeo, que no entendían los bárbaros. Se preguntaban qué podía decirles con aquellos ademanes espantosos con que subrayaba sus palabras; y subidos, en torno a ella, sobre las mesas, en los lechos y en las ramas de los sicómoros, con la boca abierta y alargando el cuello, trataban de comprender aquellas vagas historias que surgían ante su imaginación, a través de la oscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.

      Sólo los sacerdotes lampiños comprendían a Salambó. Temblaban sus manos rugosas, que pendían sobre las cuerdas de las liras, y a las que de cuando en cuando arrancaban un lúgubre acorde; pues, débiles como mujeres, temblaban a la vez de emoción mística y del miedo que le inspiraban los hombres. Los bárbaros ni se preocupaban de ellos; sólo atendían a la virgen que cantaba.

      Nadie la contemplaba con tanta avidez como un joven jefe númida, que estaba en la mesa de los capitanes, entre los soldados de su país. Su cinturón estaba tan erizado de dardos que ahuecaban su holgado manto, anudado en las sienes por un lazo de cuero. La tela flotaba sobre sus hombros, ensombrecía su rostro, del que sólo se percibían las llamas de sus dos ojos fijos.

      Se encontraba en el festín por casualidad. Por orden de su padre vivía con los Barcas, según la costumbre de los reyes que enviaban a sus hijos a las casas de las familias importantes para preparar alianzas; pero hacía seis meses que Narr-Havas se alojaba allí y aún no había visto a Salambó. Sentado en cuclillas y con la barba tocando las astas de sus jabalinas, la contemplaba dilatando las ventanas de la nariz como un leopardo agazapado entre los bambúes.

      Al otro lado de las mesas se hallaba un libio de estatura colosal y de cabellos negros, cortos y rizados. Vestía únicamente un sayo militar, cuyas láminas de bronce desgarraban la púrpura del lecho. Un collar con una luna de plata se enredaba entre el vello de su pecho. Salpicaduras de sangre manchaban su rostro y, apoyado en el codo izquierdo, con la boca muy abierta, sonreía.

      Salambó no cantaba ya conforme al ritmo sagrado. Empleaba simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, ardid femenino con el que esperaba calmar su cólera. A los griegos les hablaba en griego; luego se dirigía a los ligures, a los campanios, a los negros, y todos, al escucharla, hallaban en su voz la dulce remembranza de su patria. Embargada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma, y ellos aplaudían. Se enardecía al brillo de las espadas desnudas y gritaba con los brazos abiertos. Cayó su lira al suelo y enmudeció; y, oprimiendo su corazón con ambas manos, permaneció unos momentos con los párpados cerrados, saboreando el entusiasmo de aquellos hombres.

      El libio Matho se inclinaba hacia ella. Involuntariamente, la joven se acercó a él, e impulsada por el reconocimiento de su orgullo, escanció en una copa de oro un buen chorro de vino para reconciliarse con el ejército.

      —¡Bebe! —le dijo Salambó.

      Cogió Matho la copa, y ya se disponía a llevársela a los labios, cuando un galo, el mismo a quien Giscón había herido, le dio una palmada en el hombro, bromeando con aire jovial en la lengua de su país. Spendius, que estaba cerca, se ofreció a traducir sus palabras.

      —¡Habla! —le dijo Matho.

      —Los dioses te protegen. Vas a ser rico. ¿Cuándo son las bodas?

      —¿Qué bodas?

      —¡Las tuyas! —replicó el galo—. Entre nosotros, cuando una mujer da de beber a un soldado, es que le ofrece su lecho.

      No había acabado de decir esto cuando Narr-Havas, levantándose de un salto, sacó un dardo de su cintura y, apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

      El dardo silbó entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel de la mesa con tal fuerza, que la empuñadura temblaba en el aire.

      Matho se lo arrancó rápidamente; pero no tenía armas, estaba desnudo; al fin, levantando con ambos brazos la mesa cargada, la arrojó contra Narr-Havas en medio de la turba que se apresuraba a separarlos. Los soldados y los númidas se apiñaban de tal modo, que no podían sacar sus machetes. Matho se abría paso embistiendo a topetazos con la cabeza. Cuando la levantó, Narr-Havas había desaparecido. Lo buscó con la mirada. Salambó también había desaparecido.

      Volviendo entonces la vista hacia el palacio, advirtió que en lo alto se cerraba la puerta roja de la cruz negra. Y se abalanzó hacia ella.

      Se le vio correr entre las proas de las galeras, reaparecer luego a lo largo de las tres escaleras hasta llegar a la puerta roja, contra la que se abalanzó. Jadeante, se apoyó en la pared para no caer.

      Un hombre lo había seguido y, a través de las tinieblas, pues los resplandores quedaban ocultos por el ángulo del palacio, reconoció a Spendius.

      —¡Vete! —le dijo.

      El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; luego, arrodillándose junto a Matho, le cogió delicadamente el brazo, palpándolo en la oscuridad para dar con la herida.

      A la luz de un rayo de luna que rompió entre las nubes, Spendius vio en medio del brazo una llaga profunda. Lo vendó con el trozo de tela; pero el otro, irritado, decía:

      —¡Déjame! ¡Déjame!

      —¡Oh,

Скачать книгу