Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
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Spendius le habló de sus viajes, de los pueblos y templos que había visitado, así como de las muchas cosas que sabía: tejer redes, hacer sandalias, forjar venablos, domesticar fieras y cocer pescados.
A veces se interrumpía, lanzando desde el fondo de su garganta un grito ronco; el mulo de Matho apretaba el paso; los demás se apresuraban a seguirlos; luego Spendius volvía a empezar, agitado siempre por su angustia, hasta que se calmó en la noche del cuarto día.
Caminaban juntos, a la derecha del ejército, por la ladera de una colina. Abajo se prolongaba la llanura, perdida entre los vapores de la noche. Las columnas de soldados que desfilaban a sus pies serpenteaban en la sombra. De vez en cuando remontaban eminencias iluminadas por la luna; entonces las puntas de las picas brillaban como el temblor de una estrella, los cascos espejeaban un instante, desaparecía todo y volvía a centellear continuamente al pasar los demás. A lo lejos balaban los rebaños y una infinita dulcedumbre parecía cernerse sobre la tierra.
Spendius, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entornados, aspiraba a bocanadas el aire fresco; extendía los brazos y movía los dedos para sentir mejor la caricia que envolvía su cuerpo. De nuevo, se sentía arrebatado por el deseo de venganza. Se tapó la boca con la mano para contener sus sollozos y, embriagado de placer, soltaba el cabestro de su dromedario que avanzaba a pasos largos y acompasados. Matho había vuelto a su tristeza; sus piernas colgaban hasta el suelo, y las hierbas, al rozar con sus coturnos, producían un chasquido agudo y continuado.
Sin embargo, el camino se alargaba interminablemente. Al término de una llanura, se llegaba siempre a una altiplanicie circular, luego se descendía de nuevo a un valle, y las montañas que parecían cerrar el horizonte, retrocedían lentamente a medida que se acercaban a ellas. De trecho en trecho surgía un riachuelo entre el verdor de los tamariscos, para ir a perderse detrás de las colinas. A veces, se erguía una roca enorme, parecida a la proa de una nave o al pedestal de algún coloso desaparecido.
A intervalos regulares encontraban templetes de forma cuadrangular, que servían de estaciones a los peregrinos que se dirigían a Sicca. Estaban cerrados como tumbas. Para que los abrieran, los libios daban recios golpes en la puerta. Nadie respondía desde el interior.
Después los labrantíos fueron escaseando. Entraban de pronto en terrenos arenosos, erizados de matas espinosas. Rebaños de carneros pacían entre las piedras; una mujer, con una faja azul ceñida a la cintura, cuidaba de ellos. Echó a correr dando gritos tan pronto como vio entre las rocas las picas de los soldados.
Marchaban por una especie de gran corredor, bordeando por dos cadenas de montículos rojizos, cuando un olor nauseabundo hirió el olfato de los mercenarios, que creyeron ver en la copa de un algarrobo algo extraordinario: la cabeza de un león se erguía por encima de las hojas.
Corrieron a verlo. Era un león atado a una cruz por los cuatro miembros, como un criminal. Su enorme hocico le caía sobre el pecho; sus dos patas delanteras casi desaparecían bajo la abundante melena y estaban tan separadas como las alas abiertas de un pájaro. Sus costillas se marcaban una a una por debajo de la piel distendida; sus patas traseras, clavadas una sobre otra, estaban un poco encogidas, y la sangre negra, al manar entre su pelaje, formaba estalactitas en la punta de su cola, que colgaba recta a lo largo de la cruz. Los soldados se divirtieron a su costa; lo llamaron cónsul y ciudadano de Roma, y le arrojaron piedras a los ojos para espantar a los moscardones.
Cien pasos más adelante vieron a otros dos; luego apareció, de improviso, una larga fila de cruces con leones clavados. Algunos llevaban tanto tiempo muertos, que sólo quedaban en los maderos los restos de sus esqueletos; otros, medio roídos, contraían las fauces en una mueca espantosa; los había de gran corpulencia, el árbol de la cruz se doblegaba bajo ellos y se balanceaban al viento, en tanto que sobre sus cabezas revoloteaban unas bandadas de cuervos, sin detenerse nunca. Así procedían los campesinos cartagineses cuando cazaban alguna fiera; mediante este ejemplo esperaban atemorizar a las demás. Los bárbaros, al dejar de reír, quedaron asombrados. «¿Qué pueblo es éste —se decían— que se entretiene en crucificar leones?».
Por otra parte, sobre todo los hombres del norte, estaban algo inquietos, turbados, enfermos ya; se desgarraban las manos con las espinas de los áloes, nubes de mosquitos zumbaban en sus oídos y la disentería comenzaba a diezmar al ejército. Les preocupaba no llegar pronto a Sicca. Tenían miedo de extraviarse y de ir a parar al desierto, la región de las espantosas tempestades de arena. Muchos se negaban a continuar y otros emprendieron el camino de regreso a Cartago.
Por fin, el séptimo día, después de haber seguido durante largo rato la base de una montaña, el camino torció bruscamente hacia la derecha; apareció entonces una línea de murallas asentadas sobre rocas blancas, confundiéndose con ellas. De pronto surgió la ciudad entera; velos azules, amarillos y blancos se agitaban sobre las murallas, a la luz rojiza del atardecer. Eran las sacerdotisas de Tanit, que acudían a recibir a los bárbaros. Estaban alineadas a lo largo del baluarte, batiendo sus tamboriles, pulsando las liras, castañeteando sus crótalos, y los rayos del sol poniente, por las montañas de Numidia, pasaban por entre las cuerdas de las arpas, acariciadas por los brazos desnudos de las vírgenes. A intervalos, cesaba la música, bruscamente, y estallaba un grito estridente, vivo, furioso y continuado, especie de ladrido que lanzaban las jóvenes azotando con la lengua los dos ángulos de la boca. Otras permanecían acodadas, con la barbilla apoyada en las palmas de las manos, y más inmóviles que esfinges, asaetaban con sus grandes ojos negros al ejército que se iba acercando.
Aunque Sicca era una ciudad sagrada, no podía contener a toda aquella multitud; sólo el templo con sus dependencias ocupaba la mitad del recinto urbano. Los bárbaros acamparon en la llanura para más comodidad; unos disciplinados como tropas regulares, otros por naciones o según su capricho.
Los griegos plantaron en filas paralelas sus tiendas de pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de tela; los galos construyeron barracones de madera; los libios, cabañas de piedra sin argamasa, y los negros cavaron con sus uñas fosos en la arena para dormir. Muchos, no sabiendo dónde meterse, erraban por entre los bagajes y llegada la noche se acostaban en el suelo envueltos en sus mantos agujereados.
* * *
La llanura se extendía a su alrededor, bordeada de montañas. Aquí y allá se cimbreaba una palmera sobre una colina de arena; abetos y encinas sombreaban los flancos de los precipicios. A veces, la lluvia de una tormenta, como un largo chal, pendía del cielo, en tanto que en el resto de la campiña el firmamento seguía azul y sereno; después, un viento tibio levantaba torbellinos de polvo... y un arroyuelo bajaba en cascadas desde las alturas de Sicca, donde se alzaba, con su techumbre de oro sobre columnas de cobre, el templo de la Venus cartaginesa, dominadora de la comarca. El espíritu de la diosa parecía infundir su alma a aquel paisaje. Por los contrastes del terreno, los cambios de temperatura y los juegos de luz, la diosa manifestaba la extravagancia de su fuerza junto con la belleza de su eterna sonrisa. Las cimas de las montañas tenían la forma de una media luna; otras parecían turgentes senos de mujer, y los bárbaros sentían pesar sobre sus fatigas una postración llena de delicias.
Spendius, con el dinero de su dromedario, se había comprado un esclavo. Durante todo el día dormía tumbado delante de la tienda de Matho. A menudo se despertaba sobresaltado, creyendo, en su sueño, oír silbar las correas; entonces, sonriéndose, se pasaba las manos por las cicatrices de sus piernas en el sitio donde había llevado tanto tiempo los grilletes, y luego volvía a dormirse.
Matho