Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

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Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

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arrimado a las paredes, dio la vuelta a la terraza. Aguzaba el oído a cada paso y, por entre los intersticios de las cañas doradas, hundía sus miradas en los aposentos silenciosos. Por fin, se detuvo con aire desesperado.

      —¡Escúchame! —le dijo el esclavo—. No me desprecies por mi debilidad. He vivido en el palacio y puedo deslizarme por las paredes como una víbora. ¡Ven! En la cámara de los antepasados hay un lingote de oro debajo de cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.

      Spendius se calló.

      Estaba en la terraza. Una enorme masa oscura se extendía ante ellos; los manchones de la sombra parecían olas gigantescas de un océano negro petrificado.

      Pero una franja luminosa se elevó por el lado de oriente. A la izquierda, en lo más profundo, los canales de Megara recortaban con sus blancas sinuosidades el verdor de los jardines. Los techos cónicos de los templos heptágonos, las escaleras, las terrazas y las murallas iban perfilándose poco a poco en la claridad del alba; y en torno a la península cartaginesa se agitaba un cinturón de blanca espuma, en tanto que el mar verde esmeralda parecía coagulado por el frescor de la mañana. A medida que el cielo sonrosado iba ensanchándose, las altas casas inclinadas en las vertientes del terreno se alzaban y se amontonaban como un rebaño de cabras negras que bajaran de las montañas. Las calles desiertas se alargaban; las palmeras, que sobresalían acá y allá sobre las paredes, no se balanceaban; las cisternas, rebosantes de agua, semejaban escudos de plata abandonados en los patios, y el faro del promontorio Hermaeum comenzaba a palidecer. En lo alto de la acrópolis, en el bosque de cipreses, los caballos de Eschmún, al llegar el día, ponían sus cascos sobre el parapeto de mármol y relinchaban cara al sol.

      Surgió el sol; Spendius, levantando los brazos, dio un grito.

      Todo se agitaba en un desbordamiento rojizo, pues el dios, como desangrándose, derramaba profusamente sobre Cartago la lluvia de oro de sus venas. Los espolones de las galeras resplandecían, el techo de Kamón parecía envuelto en llamas, y en el fondo de los templos, cuyas puertas empezaban a abrirse, brillaban vivos resplandores. Los pesados carros que llegaban de la campiña rechinaban sus ruedas en las losas de las calles. Dromedarios cargados de bagajes descendían por las rampas. Los mercaderes instalaban en las encrucijadas sus tenderetes. Alzaron el vuelo unas cigüeñas; palpitaban las velas blancas de las naves. Resonaba en el bosque de Tanit el tamboril de las cortesanas sagradas, y en la punta de Mappales empezaban a humear los hornos donde se cocían los ataúdes de arcilla.

      Spendius se asomó a la terraza, le castañeteaban los dientes, y repetía:

      —¡Ah, sí..., sí..., mi amo! Ahora comprendo por qué desdeñabas hace un instante el saqueo de la casa.

      Matho pareció despertar al oír el silbido de su voz, sin comprender el sentido de sus palabras. Spendius continuó:

      —¡Ah, cuántas riquezas! ¡Los hombres que las poseen no tienen ni siquiera hierro para defenderlas!

      Y señalándole con su mano derecha algunos plebeyos que se arrastraban sobre la arena al otro lado del embarcadero, para buscar pepitas de oro, le dijo:

      —Mira, la república es como esos miserables: se inclina sobre la orilla de los océanos, hunde en todas las riberas sus brazos ávidos y el rumor del oleaje ensordece de tal manera sus oídos, que no oye tras ella la pisada de un jefe.

      Llevó a Matho al otro extremo de la terraza, y mostrándole el jardín donde resplandecían las espadas de los soldados, colgadas de los árboles, le dijo:

      —¡Pero aquí hay hombre fuertes, exasperados por el odio! ¡Nada los liga a Cartago: ni sus familias, ni sus juramentos, ni sus dioses!

      Matho seguía apoyado contra la pared; Spendius, acercándose, prosiguió en voz baja:

      —¿Me comprendes, soldado? Nos paseamos vestidos de púrpura, como unos sátrapas. Nos lavarán con agua perfumada, ¡y yo tendré esclavos! ¿No estás cansado de dormir en el duro suelo, de beber el vinagre de los campamentos y de oír siempre la trompeta? Que ya descansarás más adelante, ¿no es eso? ¡Sí, cuando te quiten la coraza para arrojar tu cadáver a los buitres! O acaso cuando, apoyado en un báculo, ciego, cojo y viejo, vayas de puerta en puerta contando las hazañas de tu juventud a los niños y a los vendedores de salmuera. ¡Recuerda todas las injusticias de tus jefes, los campamentos en las nieves, las marchas bajo el sol, la tiranía de la disciplina y la eterna amenaza de la cruz! Después de tantas miserias te han dado un collar de honor, como se cuelga del pecho de los asnos una collera de cascabeles para aturdirlos en su marcha y que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú, más valiente que Pirro! ¡Si tú quisieras! ¡Cuán feliz serías en las grandes y frescas salas, al son de las liras, acostado en un lecho de flores, acompañado de bufones y de mujeres! ¡No me digas que la empresa es irrealizable! ¿Acaso los mercenarios no se apoderaron ya de Regio y de otras plazas fuertes de Italia? ¿Quién te lo impide? Amílcar está ausente; el pueblo odia a los ricos, y Giscón no puede hacer nada con los cobardes que lo rodean. ¡Pero tú eres valiente y te obedecerán! ¡Ponte al frente de tus soldados! ¡Cartago es nuestra! ¡Apoderémonos de ella!

      —¡No! —dijo Matho—. La maldición de Moloch pesa sobre mí. La he sentido en sus ojos, y hace poco acabo de ver en un templo un carnero negro que reculaba —y mirando en torno suyo añadió—: ¿Dónde está ella?

      Spendius se dio cuenta de la vivísima inquietud que lo dominaba y no se atrevió a seguir hablándole.

      Detrás de ellos, los árboles seguían humeando; de sus ramas ennegrecidas caían de cuando en cuando esqueletos de monos medio quemados en medio de los platos. Los soldados, ebrios, roncaban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que no dormían inclinaban la cabeza, deslumbrados por el día. El suelo desaparecía bajo charcos rojos. Los elefantes balanceaban, entre las estacas de su encierro, sus trompas ensangrentadas. Se veían en los graneros abiertos sacos de trigo esparcidos por el suelo, y frente a la puerta se amontonaban los carros destruidos por bárbaros. Los pavos reales, encaramados en los cedros, hacían la rueda y empezaban a chillar.

      Sin embargo, la inmovilidad de Matho asombraba a Spendius. Estaba más pálido que antes y, acodado sobre el pretil de la azotea, sus pupilas fijas parecían seguir algo en el horizonte. Spendius se asomó y acabó por descubrir lo que contemplaba. Un punto dorado brillaba a lo lejos, entre el polvo, en el camino de Útica; era el cubo de la rueda de un carro tirado por dos mulos. Un esclavo corría por delante de la lanza, sujetándolos por las riendas. En el carro iban dos mujeres sentadas. Las crines de los animales formaban bucles entre las orejas, a la usanza persa, bajo una red de perlas azules. Spendius las reconoció y contuvo un grito.

      Por detrás del carro, un gran velo flotaba al viento.

      II. En Sicca

      Índice

      Dos días después, los mercenarios salieron de Cartago.

      Se le dio a cada uno de ellos una moneda de oro, a condición de que fueran a acampar en Sicca, y se les había halagado con toda clase de lisonjas.

      —¡Sois los salvadores de Cartago! Pero la reduciríais al hambre si permanecierais; la arruinaríais y no podría pagaros. ¡Alejaos! La república premiará más tarde vuestra condescendencia. Inmediatamente vamos a imponer nuevos impuestos; os pagaremos íntegramente y se equiparán galeras para llevaros a vuestros países.

      No sabían qué contestar

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