Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert страница 12

Автор:
Серия:
Издательство:
Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert

Скачать книгу

estrella y alrededor un círculo pálido. Salambó continuó:

      —¡Pero tú eres terrible, señora!... Tú produces los monstruos, los fantasmas aterradores, los ensueños engañosos; tus ojos devoran las piedras de los edificios y los monos enferman cada vez que tú rejuveneces. «¿Adónde vas? ¿Por qué cambias perpetuamente de forma? Tan pronto, fina y curvada, surcas los espacios como una galera sin arboladura; o bien, en medio de las estrellas, pareces un pastor que guarda su rebaño. Redonda y brillante, rozas la cumbre de los montes como si fueras la rueda de un carro». «¡Oh Tanit! Tú me amas, ¿verdad? ¡Te he contemplado tanto! ¡Pero no, tú vuelas por la azul inmensidad y yo permanezco en la tierra inmóvil!». «¡Taanach, coge tu nebal y toca en tono quedo la cuerda de plata, pues mi corazón está triste!».

      La esclava levantó una especie de arpa de madera de ébano, más alta que ella y triangular como una delta; fijó la punta en un globo de cristal y se puso a tañerla con ambos brazos.

      Los sonidos se sucedían, sordos y acelerados como zumbido de abejas, y cada vez más sonoros ascendían en la noche con el gemir de las olas y el susurro de los altos árboles en la cima de la acrópolis.

      —¡Cállate! —exclamó Salambó.

      —¿Qué te pasa, ama? La brisa que sopla, la nube que pasa, todo te inquieta ahora y te agita.

      —No sé.

      —¡Te fatigas con oraciones demasiado largas!

      —¡Oh Taanach, quisiera disolverme en ellas como una flor en el vino!

      —¿Será acaso el aroma de tus perfumes?

      —¡No! —dijo Salambó—. El espíritu de los dioses habita en los buenos olores.

      Entonces la esclava le habló de su padre. Se le creía de viaje al país del ámbar, más allá de las columnas de Melkart.

      —Pero si no vuelve —le decía la nodriza— te convendrá, sin embargo, puesto que era su voluntad, escoger un esposo entre los hijos de los ancianos del consejo, y entonces tus penas desaparecerán en los brazos de un hombre.

      —¿Por qué? —preguntó la joven. Todos los que había visto le causaban horror con sus risas de animales salvajes y su tosca contextura.

      —A veces, Taanach, desde el fondo de mi ser se exhala como un hálito ardiente, más denso que los vapores de un volcán. Oigo voces que me llaman, una bola de fuego sube y baja en mi pecho, me ahoga, me siento morir; y luego, algo suave, que va desde mi frente hasta mis pies, pasa por mi carne... Es una caricia que me envuelve y me siento aplastada como si un dios se extendiese sobre mí. ¡Oh, quisiera perderme en las brumas de la noche, en el chorro de las fuentes, en la savia de los árboles; salir de mi cuerpo, no ser más que un soplo, un rayo de luz, y deslizarme, subir hasta ti, oh madre!

      Levantó sus brazos lo más alto posible, cimbreando el talle, pálida y leve como la luna, con su larga vestimenta. Luego cayó jadeante sobre el lecho de marfil, pero Taanach le pasó en torno al cuello un collar de ámbar con dientes de delfín para ahuyentar los terrores, y Salambó dijo con voz desfallecida:

      —Vete a buscar a Schahabarim.

      Su padre no había querido que ella entrase en el colegio de las sacerdotisas, y mucho menos que conociese los ritos de la Tanit popular. La reservaba para algún enlace que pudiera servir a su política; de modo que Salambó vivía sola, en medio de aquel palacio, pues su madre había muerto hacía ya mucho tiempo.

      Se había criado entre abstinencias, ayunos y purificaciones, rodeada siempre de cosas exquisitas y graves, saturado el cuerpo de perfumes, el alma llena de oraciones. Jamás había probado el vino, ni comido carne, ni tocado a bestia inmunda, ni puesto los pies en casa de ningún muerto.

      Ignoraba los ritos obscenos, pues manifestándose cada dios en formas diferentes, cultos a menudo contradictorios atestiguaban a la vez el mismo principio, y Salambó adoraba a la diosa en su manifestación sideral.

      La influencia de la luna gravitaba así sobre la virgen; cuando el astro iba menguando, Salambó se debilitaba. Lánguida durante todo el día, se reanimaba por la noche. En una ocasión, con motivo de un eclipse, estuvo a punto de morir.

      Pero la celosa Rabbet se vengaba de esta virginidad sustraída a sus sacrificios y atormentaba a Salambó con obsesiones tanto más fuertes cuanto más vagas eran, avivadas por una fe sincera.

      La hija de Amílcar pensaba en Tanit constantemente. Había aprendido sus aventuras, sus viajes y todos sus nombres, que repetía sin concederles significación distinta. A fin de penetrar en las profundidades de su dogma, quería conocer en lo más secreto del templo el viejo ídolo con el magnífico manto del que dependían los destinos de Cartago, pues la idea de un dios no puede desprenderse de su representación, y tener, o al menos ver, su simulacro era arrebatarle parte de su virtud y, en cierto modo, dominarlo.

      Salambó se volvió. Había reconocido el ruido de las campanillas de oro que Schahabarim llevaba en la fimbria de su túnica.

      Subió las escaleras y al llegar al dintel de la terraza se detuvo cruzando los brazos.

      Sus ojos hundidos brillaban como las lámparas de un sepulcro; su cuerpo, alto y delgado, flotaba dentro de su túnica de lino, que hacía más pesados los cascabeles que alternaban en sus talones con redondas esmeraldas. Era de miembros débiles, cráneo oblicuo y barbilla puntiaguda; su piel parecía fría al tacto y su rostro amarillo, surcado por profundas arrugas, parecía contraído por un deseo o por una eterna tristeza.

      Era el gran sacerdote de Tanit, el que había educado a Salambó.

      —¡Habla! —le dijo—. ¿Qué quieres?

      —Esperaba... Casi me habías prometido... —balbuceaba.

      Se turbó, luego dijo de repente:

      —¿Por qué me menosprecias? ¿He olvidado algo de los ritos? Tú eres mi maestro y me has dicho que nadie comprendía como yo el culto de la diosa, pero hay algo que no quieres decirme. ¿No es así, padre?

      Schahabarim se acordó de las órdenes de Amílcar y respondió:

      —¡No, no tengo nada más que enseñarte!

      —Un genio —replicó la joven— me empuja a este amor. He subido las gradas de Eschmún, dios de los planetas y de las inteligencias; he dormido bajo el olivo de oro de Melkart, patrón de las colonias tirias; he abierto las puertas de Baal-Kamón, iluminador y fertilizador; he sacrificado a los cabiros subterráneos, a los dioses de los bosques, de los vientos, de los ríos y de las montañas; pero todos están demasiado lejos, demasiado altos y son demasiado insensibles ¿comprendes? Mientras que a ella la siento confundida con mi vida; llena mi alma y me estremezco por ímpetus interiores como si ella saltara para escaparse. Me parece que voy a oír su voz, a ver su rostro, me deslumbran sus rayos fulgurantes y luego vuelvo a hundirme en las tinieblas.

      Schahabarim callaba. La joven le imploraba con la mirada.

      Por fin, el gran sacerdote hizo una señal para que se alejase la esclava, pues no era de raza cananea. Taanach desapareció y Schahabarim, levantando un brazo en el aire, dijo:

      —Antes de que nacieran los dioses existían únicamente las tinieblas y un soplo flotaba, pesado e indistinto como la conciencia de un hombre que sueña. El soplo se contrajo

Скачать книгу