Salambó (texto completo, con índice activo). Gustave Flaubert
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Los ojos de Matho se clavaban en él a cada instante. Se subía a los olivos y se doblaba con la mano extendida sobre las cejas. Los jardines estaban desiertos y la puerta roja con la cruz negra permanecía constantemente cerrada.
Más de veinte veces dio la vuelta a las fortificaciones, buscando alguna brecha para entrar. Una noche se arrojó al golfo, y durante tres horas nadó sin descanso. Llegó al final de los Mappales y quiso trepar por el acantilado. Se desolló las rodillas, se rompió las uñas y luego se tiró de nuevo al gua y se volvió.
Su impotencia le exasperaba. Tenía celos de aquella Cartago que guardaba a Salambó, como de alguien que la hubiese poseído. A su abatimiento sucedió el ardor de una acción loca y continua. Con las mejillas encendidas, los ojos irritados y ronca la voz corría con paso rápido el campamento; o bien, sentado en la orilla, frotaba con arena su enorme espada. Disparaba flechas contra los buitres que pasaban. Su corazón se desbordaba en palabras furiosas.
—Deja correr tu cólera como un carro que rueda —le decía Spendius—. Grita, blasfema, destruye y mata. El dolor se aplaca con sangre, y ya que no puedes saciar tu amor, alimenta tu odio. ¡Éste te sostendrá!
Matho volvió a tomar el mando de sus soldados. Los obligaba a hacer rudas maniobras implacablemente. Se le respetaba por su valor y, sobre todo, por su fuerza. Además, inspiraba como un temor místico; se creía que de noche hablaba con los fantasmas. Los demás capitanes se animaron con su ejemplo. El ejército se disciplinó enseguida. Los cartagineses oían desde sus casas los toques de las bocinas que dirigían las maniobras. Por último, los bárbaros se acercaron.
Para aplastarlos en el istmo se hubiera necesitado que dos ejércitos pudiesen atacarlos a la vez por la espalda, desembarcando uno en el golfo de Útica y el otro en la montaña de las Aguas Calientes. Pero ¿qué se podía hacer con sólo la legión sagrada, integrada a lo sumo por seis mil hombres? Si los mercenarios se inclinaban hacia el oriente, se unirían a los nómadas interceptando la carretera de Cirene y el comercio del desierto. Si se replegaban hacia el occidente, se sublevaría la Numidia. Finalmente, la falta de víveres los llevaría a devastar, tarde o temprano, como una nube de langosta, las campiñas inmediatas. Los ricos temblaban por sus hermosas quintas, por sus viñedos y por sus cultivos.
Hannón propuso medidas drásticas e irrealizables, tales como prometer una fuerte suma por la cabeza de cada bárbaro o que se incendiase su campamento por medio de barcos y catapultas. Por el contrario, su colega Giscón quería que se les pagase; pero, a causa de su popularidad, los miembros del consejo de los ancianos le detestaban, pues temían el riesgo de que se impusiera un jefe y, por temor a la monarquía, se esforzaban en atenuar lo que de ella subsistía o la podía restablecer.
Fuera de las fortificaciones habitaba una raza de origen desconocido, integrada por cazadores de puercoespines y comedores de moluscos y de serpientes. Iban a las cavernas a cazar hienas vivas, con las que se divertían haciéndolas correr de noche por las arenas de Megara, entre las estelas de las tumbas. Sus cabañas, de barro y algas, se pegaban al acantilado como nidos de golondrinas. Vivían allí sin gobierno y sin dioses, todos revueltos, completamente desnudos, débiles y feroces a un tiempo, y execrados por el pueblo desde hacía muchos siglos, a causa de sus inmundos alimentos. Una mañana los centinelas advirtieron que se habían ido todos.
Por fin, los miembros del gran consejo tomaron una resolución. Fueron al campamento, sin collares ni cinturones, en sandalias descubiertas, como simples particulares. Avanzaban con paso tranquilo, saludando a los capitanes o bien se detenían a hablar con los soldados, diciéndoles que todo estaba arreglado y que se haría justicia a sus reclamaciones.
Muchos de estos consejeros visitaban por vez primera un campo de mercenarios. En lugar de la confusión que se habían imaginado, vieron por todas partes un orden y un silencio impresionante. Una fortificación de tierra encerraba al ejército en una alta muralla, inquebrantable al choque de las catapultas. El suelo de las calles estaba regado con agua fresca. Por los agujeros de las tiendas se advertían pupilas salvajes que brillaban en la sombra. Los haces de picas y las panoplias que estaban colgadas los deslumbraban como si fuesen espejos. Se hablaba en voz baja y temían derribar cualquier objeto con sus largos vestidos.
Los soldados pidieron víveres, comprometiéndose a pagarlos con el dinero que se les debía.
Les enviaron bueyes, corderos, pintadas, frutas secas y conejos, con caballas ahumadas, esas caballas excelentes que Cartago expedía a todos los puertos. Pero daban vueltas desdeñosamente en torno a los magníficos ganados y, denigrando a quienes los codiciaban, ofrecían por un morueco lo que valía un pichón y por tres cabras el precio de una granada. Los comedores de cosas inmundas, que habían llevado como árbitros, afirmaban que trataba de engañárseles. Entonces los mercenarios tiraban de espada y amenazaban con matarlos.
Los comisarios del gran consejo tomaron nota del número de anualidades que se debía a cada soldado Pero era imposible ya saber a punto fijo cuántos mercenarios se habían enganchado en el ejército, y los miembros del consejo de ancianos se asustaron de lo exorbitante de la suma que debería pagarse. Era preciso vender la reserva de silphium y sobrecargar de impuestos a las colonias. Los mercenarios se impacientarían. Túnez los apoyaba. Los ricos, aturdidos por el furor de Hannón y los reproches de su colega, recomendaron a los ciudadanos que conociesen a algún bárbaro, que fueran a visitarlo inmediatamente para ganarse de nuevo su amistad, haciéndoles buenas promesas... Pensando que esta confianza los calmaría.
Comerciantes, escribas, obreros del arsenal, familias enteras se dirigieron al campamento de los bárbaros.
Los soldados permitieron la entrada a todos los cartagineses, pero por un paso tan estrecho que apenas podían pasar cuatro hombres a la vez. Spendius, de pie junto a la barrera, los hacía registrar cuidadosamente. Matho, frente a él, examinaba aquella multitud, tratando de encontrar a alguien a quien hubiese visto en el palacio de Salambó.
El campamento parecía una ciudad; tal era la muchedumbre y la agitación que en él reinaba. Las dos multitudes distintas se mezclaban sin confundirse, una vestida de tela o de lana con gorros de fieltro en forma de piña, y la otra vestida con sus armaduras y sus cascos. En medio de los criados y de los vendedores ambulantes circulaban mujeres de todas las razas; morenas como dátiles maduros, verdosas como aceitunas, amarillas como naranjas, vendidas por los marineros, escogidas en los tabucos, robadas a las caravanas, tomadas en el saqueo de las ciudades, a quienes se hartaba de amor mientras eran jóvenes y se las tundía a palos cuando llegaban a viejas, y que venían a morir después de las derrotas a lo largo de los caminos, entre los bagajes, con las acémilas abandonadas. Las mujeres de los nómadas balanceaban sobre sus talones túnicas de pelo de dromedario, cuadradas y de color leonado; cortesanas de la Cirenaica, envueltas en tules violetas y con las cejas pintadas, cantaban sentadas en cuclillas sobre esteras; negras viejas, de pechos colgando, recogían, para hacer fuego, excrementos de animal que desecaban al sol; las siracusanas llevaban placas de oro en la cabellera; las lusitanas, collares de conchas; las mujeres de los galos, pieles de lobo sobre su pecho blanco, y arrapiezos robustos, llenos de suciedad y de piojos, desnudos, incircuncisos, daban a los que pasaban cabezazos en el vientre, o llegando por detrás, como tigrezuelos, les mordían las manos.
Los cartagineses se paseaban por el campamento, sorprendidos de la multitud de cosas que allí encontraban. Los más pobres estaban tristes y los otros disimulaban su inquietud.
Los soldados les daban palmadas en el hombro, animándolos a divertirse. En cuanto veían a un personaje lo invitaban a tomar parte en sus juegos. Cuando jugaban al disco se las arreglaban para aplastarle los pies, y en el pugilato, al primer envite, le rompían la mandíbula. Los honderos asustaban a los cartagineses con sus hondas; los psilos, con víboras, y los jinetes