Arsène Lupin. Caballero y ladrón. Морис Леблан
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Miss Nelly fue educada en París por una madre francesa y ahora iba a reunirse con su padre, el acaudalado señor Underdown de Chicago. La acompañaba una de sus amigas, lady Jerland.
Desde el primer momento me propuse cortejarla, pero en la rápida intimidad del viaje su encanto me trastornó. Y, cuando sus ojos negros se encontraban con los míos, me sentía demasiado emocionado como para un simple coqueteo. Al mismo tiempo, ella recibía favorablemente mis atenciones. Se reía de mis ocurrencias y se interesaba en mis anécdotas. A mi entender, correspondía con cierta simpatía a la solicitud que le brindaba. Sin embargo, tenía un rival que podía inquietarme. Un muchacho muy guapo, elegante, taciturno. Parecía que Nelly prefería su humor reservado a mis maneras parisinas.
Este hombre era parte del grupo de admiradores que rodeaban a Nelly cuando me interrogó. Nos encontrábamos en el puente, cómodamente instalados en las mecedoras. La tormenta del día anterior había despejado el cielo y el tiempo era delicioso.
–No sé nada concreto, señorita –le respondí–, pero ¿no podríamos nosotros mismos investigar tan bien como lo habría hecho el viejo Ganimard, enemigo personal de Lupin?
–¿Cómo cree? ¡Vaya que se adelanta usted!
–¿Por qué? ¿Es tan complicado el problema?
–Muy complicado.
–Se olvida usted de los elementos que tenemos para resolverlo.
–¿Cuáles elementos?
–En primer lugar, Lupin se hace llamar señor R...
–Esa es una pista un poco vaga.
–Segundo, viaja solo.
–¿Le parece suficiente ese detalle?
–Tercero, es rubio.
–¿Y eso qué?
–Lo único que tenemos que hacer es revisar la lista de pasajeros e ir descartando candidatos.
Yo tenía esa lista en mi bolsillo, así que la saqué y comencé a revisarla.
–Lo primero que puedo decirle es que solo hay trece personas cuya inicial amerite nuestra atención.
–¿Solo trece?
–En primera clase, sí. Y de esos trece señores R..., como puede usted comprobarlo, nueve están acompañados de damas, niños o sirvientes. Por lo tanto, solo quedan cuatro solitarios: el marqués de Raverdan…
–Secretario de la embajada –interrumpió miss Nelly–. Lo conozco.
–El mayor Rawson...
–Es mi tío –dijo otra persona.
–El señor Rivolta...
–¡Presente! –exclamó un italiano cuyo rostro se escondía detrás de una barba negrísima.
Miss Nelly estalló en risas y exclamó:
–Sería difícil decir que este caballero es rubio.
–Entonces estamos obligados a concluir que el culpable es el último de la lista –contesté.
–¿O sea?
–O sea, el señor Rozaine. ¿Alguien lo conoce?
Todos guardaron silencio. Pero miss Nelly se dirigió al joven taciturno cuya presencia a su lado cada vez me atormentaba más:
–¿Bueno, monsieur Rozaine, no va a responder?
Todos volteamos a verlo. Era rubio.
Tengo que confesar que sentí una conmoción interior. Y el silencio que se posó pesadamente sobre nosotros me reveló que los demás presentes también sentían esta inquietud. Sin embargo, era absurdo, porque después de todo nada en el comportamiento de este caballero permitía sospechar de él.
–¿Que por qué no contesto? –dijo–. Porque dado mi nombre, mi situación de viajero solo y el color de mi cabello, ya me encargué de hacer mi propia investigación y llegué a la misma conclusión. Opino que me detengan.
Pronunció estas palabras con un aspecto extraño. Apretó los labios delgados como dos rayas rectas y palideció. Sus ojos se inyectaron de sangre. Sin duda bromeaba, pero su aspecto y su actitud nos impresionaron. Miss Nelly le preguntó ingenuamente:
–Pero ¿tiene usted una herida?
–Es cierto, me falta la herida –replicó.
Con un gesto nervioso se arremangó la manga para descubrir el brazo. En ese instante me asaltó una idea y mi mirada se cruzó con la de miss Nelly. Rozaine mostró el brazo izquierdo. Y estaba a punto de hacer la observación, cuando un incidente distrajo nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de miss Nelly, llegaba corriendo a toda prisa.
Todos la rodeamos preocupados. Ella estaba molesta. Y fue solo después de mucho esfuerzo que logró balbucear:
–¡Mis joyas, mis perlas! ¡Me robaron todo...!
Pero no, no perdió todo. Lo descubrimos enseguida. Curiosamente, el ladrón había escogido las prendas.
De la estrella de diamantes, el colgante de rubí cabujón, los collares y brazaletes rotos, no se llevó las piezas más grandes, sino las más finas, las más preciosas. Al parecer, tomó las que tenían más valor y ocupaban menos espacio. Las monturas estaban extendidas sobre la mesa. Las vi, todos las vimos, despojadas de sus joyas como flores a las que les hubieran arrancado los pétalos hermosos y coloridos.
Para ejecutar el trabajo a plena luz del día y en un corredor bastante concurrido, justo a la hora en que lady Jerland tomaba el té, era necesario romper la puerta del camarote, encontrar la pequeña bolsa escondida en la parte inferior de una sombrerera, abrirla y seleccionar cuidadosamente las piezas.
Así que hubo una exclamación generalizada de todos nosotros. Hubo una opinión común entre todos los pasajeros al enterarse del robo: ¡fue Lupin! Sin duda era su estilo. Complicado, misterioso, inconcebible y, sin embargo, lógico. Porque hubiera sido difícil esconder el voluminoso bulto con todas las joyas, ¡mientras que era mucho más fácil esconder piezas sueltas y pequeñas, como perlas, esmeraldas y zafiros!
Durante la cena quedaron vacíos los lugares a izquierda y derecha de Rozaine en la mesa. Y más tarde supimos que fue llamado por el capitán.
Su detención, que nadie ponía en duda, produjo una verdadera sensación de alivio. Por fin respirábamos. Esa misma noche hubo juegos y bailes. En particular, miss Nelly se mostró con una alegría tan ruidosa que pensé que, si las atenciones de Rozaine pudieron haberle resultado agradables al principio, ya las había olvidado. Su encanto terminó de conquistarme. Así que a la medianoche, bajo la luz serena de la luna, le expresé mi devoción con una intensidad