Arsène Lupin. Caballero y ladrón. Морис Леблан
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Sírvase disculpar la pequeña molestia que le causo y reciba usted mi más alta consideración.Arsène Lupin
P.D.: Por favor, no me envíe el Watteau grande. Aunque le haya costado treinta mil francos en el Hostal des Ventes, es una copia. El original lo quemó Barras en tiempos del Directorio, en una noche de orgía. Consulte las memorias inéditas de Garat.
Tampoco me interesa la cadena Luis XV, pues me parece de dudosa autenticidad.
Esta carta trastornó al barón Cahorn. Si viniera de otra persona, ya lo hubiera alarmado considerablemente, ¡pero firmada por Arsène Lupin!
Lector asiduo de periódicos, al corriente de lo que pasaba en el mundo de la delincuencia, sabía todo acerca de las hazañas del infernal ladrón. Desde luego, sabía que Lupin, detenido en Estados Unidos por su enemigo Ganimard, estaba encarcelado y que se se estaba tramitando su proceso. Pero también sabía que cabía esperar lo que fuera de su parte. Y, por si fuera poco, su conocimiento tan exacto del castillo, de la disposición de los cuadros y los muebles, era un aviso de lo más temible. ¿Quién lo había informado de cosas que nunca había visto?
El barón elevó los ojos y contempló el contorno huraño del castillo, su pedestal abrupto, las profundas aguas que lo rodeaban y alzó los hombros. En definitiva, no corría ningún peligro. Nadie podría penetrar el santuario inviolable de sus colecciones.
Nadie, pero ¿Arsène Lupin? ¿Existen para el famoso ladrón puertas, puentes levadizos y murallas? ¿De qué sirven los obstáculos mejor concebidos, las precauciones más diestras, si Arsène Lupin decide llegar hasta el final?
Esa misma tarde le escribió al procurador de la República de Rouen. Le envió la carta con las amenazas y le solicitó auxilio y protección.
Y la respuesta no tardó en llegar. El citado Arsène Lupin estaba actualmente preso en la Santé, vigilado estrechamente y sin posibilidades de escribir, así que la carta no podía ser obra más que de un farsante. Así lo indicaban la lógica y el sentido común, además de la realidad de los hechos. De todos modos, y como acto de prudencia, se había encomendado a un experto para que analizara la escritura. El experto concluyó que pese a ciertas analogías, la letra no era la del detenido.
Y pese a ciertas analogías fueron las únicas cuatro palabras que retuvo el barón. En ellas alcanzaba a ver la confesión de una duda que a él le parecía justificativo suficiente para que interviniera la justicia. Sus temores se acrecentaron. No dejaba de pensar en la carta... procederé yo mismo al traslado. Y la fecha exacta: la noche del miércoles 27 al jueves 28 de septiembre.
Suspicaz y taciturno, no se había atrevido a revelar nada a sus sirvientes, cuya lealtad le parecía resistente a cualquier prueba. Sin embargo, por primera vez en años sentía la necesidad de hablar, de pedir un consejo. Abandonado por la justicia de su país y sin la esperanza de poder defenderse con sus propios medios, casi se había decidido a ir a París a pedir la ayuda de algún policía en retiro.
Y así pasaron dos días. Al tercero, se estremeció de gozo al leer en el periódico Le Réveil de Caudebec esta nota suelta:
Tenemos el placer de alojar entre nuestros muros desde hace casi tres semanas al jefe inspector Ganimard, veterano del Servicio de Seguridad. El señor Ganimard, quien con la detención de Arsène Lupin, su última proeza, ganó fama en toda Europa, descansa de sus trabajos dedicado a la pesca de gobios y brecas.
¡Ganimard! ¡Ahí estaba la ayuda que buscaba el barón Cahorn! ¿Quién mejor que el hábil y paciente Ganimard para desbaratar los planes de Lupin?
El barón no lo dudó. Seis kilómetros separaban al castillo de la pequeña población de Caudebec. Y los recorrió con el paso alegre de un hombre sobrexcitado por la esperanza de salvarse.
Tras varias tentativas infructuosas por averiguar el domicilio del jefe inspector, fue a las oficinas de Le Réveil, situadas a la mitad del paseo del muelle. Ahí localizó al redactor de la nota suelta, quien se acercó a la ventana y exclamó:
–¿Ganimard? Puede estar seguro de que lo encontrará al final del muelle, con la caña de pescar en las manos. Ahí nos conocimos, cuando leí por causalidad su nombre grabado en la caña. ¡Ah, mire! Es el anciano de baja estatura que se encuentra ahí, bajo los árboles del paseo.
–¿De capote y sombrero de paja?
–¡Exactamente! Un tipo extraño, callado y más bien huraño.
Cinco minutos después, el barón abordó al famoso Ganimard, se presentó y trató de iniciar una conversación con él. Entonces, pasó directamente al asunto y le expuso su caso.
El otro lo escuchó inmóvil, sin perder de vista al pez que acechaba. Luego, giró la cabeza hacia el barón, lo midió de pies a cabeza con un aire de profunda piedad y le dijo:
–Monsieur, no es costumbre avisarle a nadie que van a despojarlo. En particular, Arsène Lupin no comete semejantes errores.
–Pero...
–Monsieur, si tuviera la mínima duda, créame que el placer de capturar de nuevo a Lupin prevalecería sobre cualquier otra consideración. Lamentablemente, ese joven ya está tras las rejas.
–¿Y si se escapa?
–Nadie escapa de la Santé.
–Pero él...
–Sobre todo él.
–Sin embargo...
–¡Pues bien! Si se escapa, qué bueno. Lo pescaré de nuevo. Mientras tanto, duerma con toda tranquilidad y ya no me asuste a esta breca que quiero pescar.
De esta manera terminó la conversación. El barón regresó a su casa, algo más tranquilo por la despreocupación de Ganimard. Verificó las cerraduras, espió a los sirvientes y así pasaron cuarenta y ocho horas en las que casi acabó por convencerse de que, a fin de cuentas, sus temores eran infundados. Es verdad lo que dijo Ganimard, no es costumbre avisarle a nadie que van a despojarlo.
Se acercaba la fecha. Y, la mañana del martes, el día anterior al 27, no hubo nada digno de notar. Pero a las tres llamó un chico que traía un telegrama.
No hay ninguna entrega en la estación de Batignolles. Prepárese para la noche de mañana. Arsène.
De nueva cuenta fue presa del miedo, tanto, que se preguntó si no sería mejor ceder a las exigencias de Lupin.
Corrió a Caudebec. Ganimard pescaba en el mismo lugar, acomodado en una silla plegable. Y, sin decir una palabra, le extendió el telegrama.
–¿Y luego? –dijo el inspector.
–¿Luego? ¡Pero si ya es mañana!
–¿Qué?
–¡El robo! ¡El saqueo de mis colecciones!
Ganimard apoyó la caña, giró hacia el barón y, cruzando los brazos sobre el pecho, exclamó con tono de impaciencia.
–¡Ah,