Arsène Lupin. Caballero y ladrón. Морис Леблан
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Pasó frente a mí. Me incliné apenas, sin decir una palabra. Mezclada entre los demás pasajeros, se encaminó a la pasarela con mi Kodak en la mano.
Pensé que no se atrevería en público y que dentro de un instante, en una hora, la entregaría. Pero al llegar a la mitad de la pasarela, con torpeza fingida, dejó caer la cámara al agua, entre el cantil del muelle y el flanco del barco.
Y luego se alejó.
Su hermosa silueta se perdió entre la multitud, la entreví de nuevo y volvió a desaparecer. Se acabó para siempre.
Quedé inmóvil un segundo, triste y al mismo tiempo embargado por una dulce ternura. Para la gran sorpresa de Ganimard, suspiré:
–Qué lástima que no soy un hombre honrado...
Así fue la historia de su detención que me contó una noche de invierno Arsène Lupin. La sucesión de incidentes que pondré por escrito algún día había anudado entre nosotros lazos... ¿de amistad? Sí. Me atrevo a creer que Arsène Lupin me honró con su amistad y que por eso a veces me visita de improviso y llena el silencio de mi gabinete de trabajo con su alegría juvenil, el resplandor de su vida apasionada, el buen humor de un hombre a quien el destino no le ha dado más que favores y sonrisas.
¿Su retrato? ¿Cómo podría trazarlo? Conozco a Arsène Lupin desde hace veinte años, y veinte veces se me ha presentado un ser diferente... o, más bien, el mismo ser cuyos veinte reflejos me proyectaron otras tantas imágenes deformadas, cada una con ojos diferentes y una figura peculiar, aunque siempre con sus propios gestos, su silueta y su personalidad.
–Yo mismo –me dijo alguna vez– no sé bien quién soy. Frente al espejo, ya no me reconozco.
Un desplante, sin duda, y una paradoja. Pero también una verdad para quienes se topan con él y desconocen sus recursos infinitos, su paciencia, su arte para el maquillaje, su prodigiosa facultad de transformar hasta las proporciones de su rostro y de alterar incluso la relación entre sus rasgos.
–¿Por qué debería tener una apariencia definida? ¿Por qué no evitar el peligro de una personalidad siempre idéntica? Mis actos me retratan suficientemente –y aclara con una nota de orgullo–: cuánto mejor si nadie puede decir nunca con certeza este es Arsène Lupin. Lo esencial es que se diga, sin temor a equivocarse: esto lo hizo Arsène Lupin.
Intento reconstruir algunos de sus hechos y de sus aventuras a partir de las confidencias que tuvo la gentileza de hacerme, durante varias noches de invierno, en el silencio de mi gabinete de trabajo...
2
Arsène Lupin
en prisión
No hay turista digno de ese nombre que no conozca las orillas del Sena y al que no le haya llamado la atención, al ir de las ruinas de la abadía de Jumièges a las de la abadía de Saint-Wandrille, el pequeño y extraño castillo feudal de Malaquis, levantado con tanta audacia sobre la roca que ocupa la mitad del río. Un puente en arco lo conecta con el camino en tierra firme. La base de sus torrecillas sombrías se confunde con el granito que lo sostiene, un bloque enorme desprendido de quién sabe qué montaña y arrojado ahí por obra de alguna tremenda sacudida. A su alrededor, el agua tranquila del gran río juega entre los juncos y las lavanderas revolotean sobre la superficie mojada de los guijarros.
La historia del castillo de Malaquis es temible como su nombre y tan hosca como su silueta. Está hecha de combates, asedios, asaltos, rapiñas y matanzas. En las veladas del país de Caux, río abajo, recuerdan con escalofríos los crímenes que se cometieron en ese lugar. Cuentan leyendas misteriosas. Se habla del famoso subterráneo que en otros tiempos llevaba a la abadía de Jumièges y a la casa de campo de Agnès Sorel, la bella amiga de Carlos VII.
En esta antigua guarida de héroes y de salteadores vive el barón Nathan Cahorn, el barón Satán, como lo llamaban en la bolsa de valores, donde se enriqueció con demasiada rapidez.
Los dueños de Malaquis, arruinados, tuvieron que venderle el hogar de sus antepasados a cambio de migajas. Ahí acomodó sus admirables colecciones de muebles y cuadros, de lozas finas y tallas de madera. Vivía solo, atendido por tres viejos servidores. Nadie entraba nunca al lugar. Nadie contempló jamás en el decorado de estas salas antiguas los tres Rubens que posee ni los dos Watteau ni su púlpito esculpido por Jean Goujon ni tantas otras maravillas arrancadas a fuerza de dinero a los compradores frecuentes de las subastas públicas.
El barón Satán tenía miedo, pero no por él, sino por los tesoros que había acumulado con una pasión tenaz y con tal perspicacia de aficionado que ni los más astutos comerciantes podían vanagloriarse de haberlo inducido a equivocarse. Ama sus tesoros, y los ama intensamente como un avaro, celosamente como un amante.
Todos los días, al ponerse el sol, las cuatro puertas de hierro que dominan los dos extremos del puente y la entrada al patio de honor se cierran y acerrojan. Con la menor sacudida, un sistema de alarmas repicarán en el silencio. Mientras que del lado del Sena nada hay que temer: la roca se corta verticalmente.
Un viernes de septiembre, el cartero se presentó como siempre en la cabeza del puente y, según la norma habitual, el barón fue quien entreabrió la pesada batiente de la puerta. Examinó al hombre minuciosamente, como si no conociera de años esa cara jovial y esos ojos socarrones de campesino. El hombre se rio y le dijo:
–Soy otra vez yo, señor barón. No soy otro que hubiera tomado y vestido mi blusa y se hubiera puesto mi gorra.
–Uno nunca puede saber –murmuró Cahorn.
El cartero le entregó un montón de periódicos y continuó:
–Y ahora, señor barón, una novedad.
–¿Una novedad?
–Una carta… y, además, certificada.
Recluido, sin amigos ni nadie que se interesara en él, nunca recibía cartas. Y de pronto se producía este suceso de mal augurio que le daba motivos para inquietarse. ¿Quién era este misterioso remitente que venía a hostigarlo en su retiro?
–Tiene que firmar, señor barón.
Firmó a regañadientes. Después tomó la carta, esperó a que el cartero desapareciera en el recodo del camino, dio algunos pasos de un lado a otro, se apoyó contra el parapeto del puente y abrió el sobre. Contenía una hoja de papel cuadriculado con este encabezado manuscrito: Prisión de la Santé, París. Miró entonces la firma: Arsène Lupin. Asombrado, leyó:
Señor barón: En la galería donde confluyen sus dos salones se encuentra un cuadro de Philippe de Champaigne de excelente hechura y que me gusta enormemente. Sus Rubens también me gustan, lo mismo que el Watteau pequeño. En el salón de la derecha me llamó la atención el aparador de Luis XIII, los tapices de Beauvais, el velador estilo Imperio firmado por Jacob y el baúl renacentista. En el salón de la izquierda, toda la vitrina de joyas y miniaturas.
Por esta vez me contentaré con estos objetos, que creo que será fácil revender. Así pues, le suplico que los embale según convenga y los envíe a mi nombre