Arsène Lupin. Caballero y ladrón. Морис Леблан
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–¡Documentos! ¡Actas de nacimiento! –exclamaban los enemigos de Rozaine–. ¡Pero si Lupin podría conseguir lo que hiciera falta! Y, sobre la herida, nunca la sufrió o se borró la cicatriz.
Una objeción que se presentaba contra eso era que, a la hora del robo, se había comprobado que Rozaine se paseaba por el puente, a lo que contestaron:
–¿Acaso un hombre con el temple de Arsène Lupin tiene que estar presente en los robos que comete?
Pero fuera de toda consideración extraña, quedaba un punto que ni los más escépticos podían resolver: aparte de Rozaine, ¿quién más viajaba solo, era rubio y tenía un nombre que comenzaba con R? ¿A quién apuntaba el telegrama si no era a Rozaine?
Unos minutos antes del desayuno, cuando Rozaine se dirigió osadamente hacia nuestro grupo, miss Nelly y lady Jerland se levantaron y se fueron.
¡Vaya que sentimos miedo!
Una hora más tarde, un escrito circuló de mano en mano entre los empleados, la tripulación y los pasajeros de todas las clases. El señor Louis Rozaine ofrecía la suma de diez mil francos a quien desenmascarara a Arsène Lupin o hallase a quien tuviera en su poder las piedras preciosas robadas.
–Y si nadie me ayuda con este bandido –le dijo Rozaine al capitán–, yo mismo me encargaré de él.
Louis Rozaine contra Arsène Lupin o, más bien, y según el rumor que corría de boca en boca, el mismísimo Lupin contra Lupin. ¡Qué enfrentamiento más interesante!
Y se prolongó dos días.
Vimos a Rozaine vagar de un lado a otro, mezclarse con la tripulación, interrogar, examinar. Incluso de noche se veía rondar su sombra.
Por su parte, el capitán desplegaba su mayor energía. De arriba a abajo, en todos los rincones, se registró el Provence. Se hicieron pesquisas en todos los camarotes, sin excepción, con el sólido argumento de que los objetos podrían estar escondidos en cualquier parte, menos en el camarote del culpable.
–Al final terminarán por descubrir algo, ¿no lo cree? –me preguntó miss Nelly–. No importa qué tan mago sea, no puede hacer invisibles los diamantes y las perlas.
–Así es –le contesté–, o habrá que buscar en el forro de nuestros sombreros, el dobladillo de nuestros sacos y todo lo que llevamos puesto.
Acto seguido, le mostré mi cámara Kodak plegable de 9 x 12, con la que no había dejado de fotografiarla en todas las poses.
–¿No cree usted que cabrían todas las piedras preciosas de lady Jerland en un aparato como este? El ladrón finge que toma fotos y se sale con la suya.
–He oído decir que no hay ladrón que no deje ninguna pista.
–Hay uno: Arsène Lupin.
–¿Por qué?
–¿Me pregunta por qué? Porque no piensa únicamente en el robo que comete, sino en todas las circunstancias que podrían señalarlo.
–Al principio usted parecía más confiado.
–Pero después lo vi en acción.
–Y entonces, ¿qué piensa ahora?
–Para mí que estamos perdiendo el tiempo.
En efecto, las investigaciones no dieron ningún resultado o, más bien, lo que produjeron no correspondió al esfuerzo general, pues al capitán le robaron su reloj.
Furioso, redobló sus empeños y vigiló a Rozaine más de cerca, con el que tuvo varias entrevistas. Y al día siguiente, ¡qué ironía!, el reloj apareció entre los cuellos postizos del segundo de a bordo.
Se respiraba un aire que expresaba perfectamente bien el estilo humorístico de Arsène Lupin, un ladrón, sí, pero bastante locuaz. Desde luego que trabajaba por gusto y vocación, pero también lo hacía para divertirse. Daba la impresión de ser un actor que se regocijaba con la obra que le tocaba interpretar y que entre bastidores se reía a carcajadas de sus propias agudezas y de las situaciones que imaginaba.
Ciertamente era un artista en su oficio y, cuando yo lo observaba, taciturno y obstinado, y fantaseaba con el doble papel que sin duda representaba este curioso personaje Rozaine, no podía menos que sentir cierta admiración.
Sin embargo, la penúltima noche el oficial de guardia en cubierta escuchó gemidos procedentes de la parte más oscura del puente. Se acercó y encontró a un hombre tendido, con la cabeza envuelta en un pañuelo gris muy grueso y las muñecas atadas con una fina cuerda.
Lo rescató de sus ataduras. Lo alzó y le prestó los primeros auxilios.
Ese hombre era Rozaine.
Había sido asaltado en el curso de una de sus expediciones, derribado y desvalijado. Una carta de presentación fijada con un alfiler en su ropa llevaba esta inscripción:
Arsène Lupin acepta con gratitud los diez mil francos del señor Rozaine.
Pero la cartera hurtada contenía veinte billetes de mil francos.
Naturalmente, acusaron al infeliz de haber simulado el ataque contra él mismo. Pero aparte de que le hubiera resultado imposible amordazarse de esa manera, quedó establecido que la letra de la tarjeta era completamente distinta a la letra de Rozaine. Más bien, se parecía hasta el punto de confundirse con la de Lupin, según venía reproducida en un periódico viejo que se encontró a bordo.
Así pues, Rozaine no era el famoso ladrón. Rozaine era el hijo de un hombre de negocios de Burdeos. Y la presencia de Arsène Lupin se confirmaba una vez más, ¡y por qué medio tan temible!
Se desató el terror. Nadie se atrevía a quedarse a solas en su camarote ni tampoco a aventurarse sin compañía por los lugares más apartados. Por prudencia, nos agrupábamos entre conocidos, pero igualmente una desconfianza instintiva se colaba entre todos. Era porque la amenaza no provenía de un individuo aislado y, por tanto, menos peligroso. En ese momento, Arsène Lupin... ¡éramos todos! Nuestra imaginación sobrexcitada le atribuía potencias milagrosas e ilimitadas. Lo suponíamos capaz de adoptar los disfraces más insospechados, de ser el respetable mayor Rawson o incluso el noble marqués de Raverdan, pues ya nadie pensaba en la inicial acusadora, sino en esa o aquella persona que todos conocíamos, fuera mujer, niño o sirviente.
Los primeros despachos telegráficos no aportaron ninguna novedad. O al menos el capitán no nos comunicó ninguna y ese silencio nos intranquilizaba aún más.
Por eso el último día nos pareció interminable. Vivíamos a la espera angustiada de una calamidad. Esta vez ya no sería un robo ni un simple ataque; sería un crimen, una muerte. Nadie creía que Arsène Lupin se contentaría con esas dos fechorías insignificantes. Era el amo absoluto de la nave. Las autoridades habían quedado reducidas a una total impotencia. No tenía más que desear una cosa para realizarla, pues todo le estaba permitido para disponer de los bienes y de las vidas que quisiera.