No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina

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No lo sé, no recuerdo, no me consta - Alfonso Pérez Medina

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le permitió convertirse en el líder regional del partido. Desde esa atalaya, concurrió como candidato a la Comunidad tras el nombramiento de Jiménez para la Alcaldía. A pesar de que muchos madrileños no le conocían, el nuevo mirlo blanco del PSOE, una vez acabado el escrutinio, estaba a un paso de dirigir una administración con un presupuesto total de 14.000 millones de euros; de gestionar la sanidad o la educación de uno de los motores del país.

      Las elecciones habían estado marcadas por las multitudinarias movilizaciones contra el entusiasta apoyo de Aznar a la invasión de Irak, ejecutada por una coalición encabezada por tropas de Estados Unidos y Reino Unido. El «No a la guerra» era tan generalizado que en las riadas que recorrieron Madrid aquellos días te podías encontrar —doy fe— a personas que trabajaban para el propio PP. Aguirre hizo una buena campaña y consiguió remontar posiciones, pero se quedó a 30.000 votos de la mayoría absoluta. El recuento de los comicios autonómicos se retrasó por problemas técnicos, por lo que la mayoría de los madrileños se fueron a la cama sin saber que el Gobierno de la Comunidad había cambiado de signo hacia la izquierda. En la habitual imagen de celebración en la sede del PP, Ruiz-Gallardón exhibía una amplia sonrisa, mientras que Aguirre, mucho más seria, comenzaba a encajar la derrota. Estuve aquella noche en el Círculo de Bellas Artes, cuartel general de los socialistas, y recuerdo a Simancas salir del edificio a las seis de la mañana mascullando: «¡Qué trabajito nos ha costado!». Se veía presidente y empezó a actuar como tal. Craso error: un runrún comenzó de inmediato a extenderse entre las élites políticas y empresariales de la sociedad madrileña, rechazando un Gobierno en el que IU pudiera asumir tres consejerías y manejar la política de vivienda. Los periódicos de la derecha alertaban de los riesgos de una alianza «socialcomunista» —tal y como lo hacen hoy, veinte años después, sobre los peligros del Gobierno nacional de coalición puesto en marcha por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

      Y entonces apareció Tamayo. O más bien, desapareció. El fugado, al que los periodistas no teníamos muy claro si definir como «díscolo», «traidor», «tránsfuga» o incluso «felón» —calificativos que se iban sucediendo en cascada en las crónicas—, justificó su deserción y su negativa a participar en las votaciones parlamentarias por el descontento que decía sentir con las negociaciones que Simancas había entablado con los «comunistas». Como si hubiera descubierto en aquel momento que en Izquierda Unida, tercer partido del Parlamento, había comunistas. Tamayo también se quejaba de que Renovadores por la Base, su corriente dentro de la siempre convulsa Federación Socialista Madrileña, no había recibido suficiente parte del pastel. El líder de este grupo, José Luis Balbás, no atesoraba otro mérito que presumir en sus intervenciones de haber elegido el bando ganador en el doloroso Congreso del PSOE de 2000, al apoyar la candidatura de Zapatero a la Secretaría General frente a la de José Bono. Un mérito del que se enorgullecía paseándose por las tertulias de la cadena conservadora Intereconomía.

      Simancas se negó a pactar con Renovadores por la Base y luego pasó lo que pasó. Tras el «Tamayazo», se embarcó en la denuncia de una «trama inmobiliaria corrupta» vinculada al PP, que supuestamente había desbaratado el primer Gobierno progresista en Madrid desde los años ochenta para proteger los intereses de especuladores y grandes empresarios. Uno de los culpables a los que señalaba Simancas era Francisco Bravo, dueño de una empresa de autobuses y militante del PP, quien alquiló dos habitaciones y una sala de conferencias en las que se alojaron los tránsfugas justo después de su deserción1. Aquel 10 de junio, por la mañana, Bravo tenía una cita en la sede del PP de Madrid, en la calle Génova, con el entonces secretario general del partido, Ricardo Romero de Tejada, quien le recibió para tratar un asunto sobre el municipio de Sevilla la Nueva, según declaró después en la comisión de investigación parlamentaria que se organizó para esclarecer los hechos: «Hablé entre uno y tres minutos con él. Lo conocí hace un año más o menos y lo he visto en dos o tres ocasiones. No sabía que era promotor inmobiliario y tampoco que era afiliado al PP», añadió2.

      El segundo indicio que vinculaba a los desertores socialistas con el PP eran las llamadas que, el día antes del golpe de mano, se intercambiaron Romero de Tejada y el abogado José Esteban Verdes, también afiliado al PP, quien a su vez estaba en contacto con Tamayo. Ambas sospechas fueron recogidas en una denuncia escrita por el catedrático de Filosofía del Derecho Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución, que el PSOE presentó ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM). Y que tardó cinco minutos en ser archivada. Los magistrados argumentaron que los socialistas presentaban como pruebas meras «conjeturas inconexas y sujetas a interpretación múltiple», y que no existían indicios de que los diputados hubieran sido comprados y, por lo tanto, incurrido en un delito de cohecho.

      En 2003, la burbuja inmobiliaria crecía a un ritmo nada desdeñable, espoleada por la liberalización que permitió la reforma de la Ley del Suelo de 1998. Esta norma consideraba urbanizable todo el suelo que no fuera urbano ni protegido, bajo la sacrosanta convicción liberal de que, al poner en el mercado una gran cantidad de terreno disponible para construir, su precio bajaría. Los grandes proyectos urbanísticos encontraban financiación pública y privada sin demasiados problemas. En ese ambiente de efervescencia del ladrillo, Simancas comenzó a oficiar en aquellos días previos al «Tamayazo» como presidente in pectore. En una entrevista con el entonces periodista de la Cadena Ser Miguel Ángel Oliver, secretario de Estado de Comunicación del Gobierno de Pedro Sánchez, Simancas aseguró que tenía previsto trasladar la nueva mayoría progresista que existía en la Asamblea hasta el Consejo de Administración de Caja Madrid, en el que, bajo la presidencia de Miguel Blesa, ya circulaban alegremente las tarjetas black desde hacía varios años.

      El candidato socialista se presentó a la investidura y la perdió a causa de la abstención de los dos díscolos felones. Sin embargo, la crisis política e institucional posterior, la más grave en la historia de la Comunidad, se saldó con una comisión de investigación esperpéntica que perjudicó sobremanera a la FSM, pues salieron a relucir todos sus trapos sucios, los follones recurrentes por los que la dirección federal del PSOE consideraba a la federación madrileña «una jaula de grillos». El PP, desplegando una estrategia magistral que ha ido perfeccionando con los años, consiguió que calara en la opinión pública un relato que explicaba el transfuguismo no por la intervención de los populares, sino como consecuencia de la actuación de los propios protagonistas; en este caso, por las disputas urbanísticas entre Tamayo y Enrique Benedicto Mamblona, marido de la número dos de Simancas en la Asamblea, Ruth Porta, quien trabajó para una fundación que participaba en la construcción de viviendas protegidas.

      De aquel escándalo mayúsculo para la democracia, que nos tuvo todo el verano encerrados en un edificio inteligente —el de la Asamblea— en el que era posible morirse de frío en Madrid en pleno mes de agosto, me quedan básicamente dos recuerdos, y los dos son frívolos, lo que demuestra que la estrategia con la que el PP afrontó aquella comisión de investigación fue todo un éxito. El primero es el ciclópeo «embolicamiento» que la compañera de fuga de Tamayo, María Teresa Sáez, sufrió durante su comparecencia parlamentaria. Abrumada por las preguntas, perdió los nervios y acabó zanjando el asunto con un concluyente «No a todo». Lejos de beneficiar al PSOE, su nula capacidad argumentativa puso de manifiesto la falta de exigencia que el partido tenía a la hora de confeccionar sus listas, con candidatos y candidatas de escasa preparación hasta para hablar en público. El segundo recuerdo que guardo es el denominado «Rap de Tamayo», que Pablo Motos y Raquel Martos cantaron en la Cadena Ser para describir las decenas de llamadas que el tránsfuga se intercambió, el día antes de su deserción, con José Esteban Verdes —pareja de la viceconsejera de Presidencia de la Comunidad, Paloma García Romero, próxima a Ruiz-Gallardón— y con el número dos de los populares madrileños, Ricardo Romero de Tejada: «Vaya trasiego de llamadas. Tamayo llama a Verdes y Verdes a Tejada, Tejada a Verdes vuelve a llamar, van acumulando puntos Movistar»3, decía el rap. Nunca se supo con certeza de qué hablaron los tres en aquellas horas cruciales.

      Al cabo de los años, resulta tragicómico que el único condenado

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