No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina
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Varios ejemplos demuestran que en los años locos del «aguirrismo» que siguieron al «Tamayazo» nada se hacía sin el visto bueno de la Jefa, como la llamaban sus colaboradores. Romero de Tejada, el secretario general al que se vinculó con la deserción de Tamayo, se enteró de que no iba a seguir en su puesto por un titular de prensa que fue portada del diario El Mundo y que probablemente es uno de los más antológicos que he leído en toda mi carrera: «Romero de Tejada va a dimitir tras el 26-O, pero aún no lo sabe»4. Enterarse por la prensa de un nombramiento o una destitución es un clásico de la política, esa entrañable disciplina en la que existen «adversarios, enemigos y compañeros de partido», según la cita que —con pequeñas modificaciones y matices— se suele atribuir a Giulio Andreotti, Konrad Adenauer y, cómo no, a Winston Churchill.
«Aguirre lo controlaba todo, si había una rotonda que no le gustaba, nos decía que la cambiáramos», asegura el exalcade de Boadilla del Monte Arturo González Panero, quien ha aportado a la operación Púnica un valioso testimonio sobre la omnipresencia de la política madrileña en sus años de mandato. El periodista de La Sexta Rubén Regalado también da fe de esa realidad: «Una vez fui a visitar un colegio público recién estrenado y dijo que no le gustaba el color de las puertas. Al día siguiente las habían pintado todas de otro color». El control absoluto de Aguirre —que después negó ante los tribunales alegando que solo dos cargos públicos, Francisco Granados y Alberto López Viejo, le salieron «rana»— lo ejemplifica otra anécdota que me trasladaron los compañeros que la seguían a diario: en una ocasión, a la presidenta le disgustó el belén que habían instalado en la sede de la Comunidad con motivo de las fiestas navideñas porque no tenía «lavandera». En aquella época, el entonces líder de Esquerra Republicana de Catalunya, Josep-Lluís Carod-Rovira, era considerado como el enemigo público número uno en Chamberí. Así que, tras escuchar la observación de Aguirre, uno de sus colaboradores fue a una tienda de souvenirs y compró una bandera nacional, que colocó con mimo en los faldones del belén, dando al conjunto un aspecto verdaderamente pintoresco. Cuando «la Jefa» advirtió el cambio, en lugar de la esperada felicitación, se rio y espetó: «¡Pero, hombre, yo decía lavandera de lavar!». Hasta el belén de la Puerta del Sol controlaba Aguirre.
CAPÍTULO 3
EL LEGADO DE AGUIRRE:
LA LEZO Y LA PÚNICA
Al principio de los años dos mil, la burbuja inmobiliaria seguía creciendo en Madrid. Lo sabemos bien quienes nos independizamos de casa de nuestros padres en esa época y, alentados por las desgravaciones fiscales y la trampa de las cuentas de ahorro para la vivienda, cometimos el error de comprar un piso en la capital, que en mi caso estaré pagando hasta el simpático año 2032 —si la cosa no se tuerce, y las series de ficción que anuncian el colapso del sistema y el apocalipsis planetario no se hacen realidad—. «¿Qué puede salir mal adquiriendo una hipoteca joven que viene avalada por la Comunidad de Madrid?». «Esto de la cláusula suelo es muy difícil que pase, ¿no?». Ambas eran preguntas que cualquier joven pareja lanzaba al amable director de la sucursal del barrio. El director contestaba —siempre con una amplia sonrisa— con el mismo mensaje de seguridad y confianza en el futuro que minutos más tarde trasladaba a la anciana a la que convencía para que metiera los ahorros de toda su vida en un nuevo producto financiero que ofrecía más rentabilidad que los depósitos: «Se llaman preferentes». Por alguna razón, cuando la crisis empezó a asomar, aquel director de banco, con el que había que reprimirse para no abrazarle de agradecimiento, pidió el cambio de sucursal y se dio el piro. Y si te he visto, no me acuerdo.
En 2004, los atentados del 11M sacudieron la capital. Las mentiras con las que el Gobierno de Aznar intentó atribuir la matanza yihadista a la banda terrorista ETA llevaron al candidato socialista José Luis Rodríguez Zapatero a La Moncloa tras derrotar a Mariano Rajoy, el elegido por el dedazo de Aznar para pilotar su sucesión. Lejos de incomodarse con la nueva situación, Esperanza Aguirre vio una oportunidad para afianzar su poder y proyectarse como la líder nacional que la derecha necesitaba para «liberar» a España del socialismo. Era la nueva «lideresa», como ya se empezaba a decir. Y la Margaret Thatcher castiza estaba lanzada. Ese año consiguió el control total del PP madrileño tras vapulear en el congreso del partido a Manuel Cobo, mano derecha de Alberto Ruiz-Gallardón, al que nunca perdonó sus gestos con el PSOE con motivo del «Tamayazo». Aunque investido alcalde, Gallardón continuaba siendo presidente regional en funciones cuando Tamayo tomó la palabra en la investidura frustrada de Simancas1, momento en el que el del PP abandonó el hemiciclo de la Asamblea junto a los diputados de la izquierda. Aguirre se cobró la venganza en el congreso de 2004: Granados fue nombrado secretario general del PP y González, responsable del Comité Electoral. El «aguirrismo» tomaba el poder. Así se inició una alocada carrera entre la presidenta y el alcalde, haciéndose mutuamente la puñeta, con la vista en la posible caída del derrotado Rajoy, competición en la que involucraron a las dos administraciones encargadas de gestionar los asuntos más importantes de los madrileños. La tensión se mantuvo hasta 2011, cuando Gallardón fue propuesto para el Ministerio de Justicia —el último cargo que ocupó antes de desaparecer del mapa político—, y dejó la Alcaldía en manos de Ana Botella, esposa de Aznar.
Durante su gobierno, Aguirre despachaba a Simancas en la Asamblea de Madrid sin prestarle demasiada atención y centraba su verdadera labor política en hacer de oposición al Gobierno socialista de la nación, repitiendo machaconamente una idea que empezó a dominar todos los discursos, entrevistas y notas de prensa de la Administración autonómica: «Zapatero asfixia a Madrid». Cualquier carencia que sufría la región se debía a la falta de inversión del Gobierno central, que marginaba a los madrileños para beneficiar a otras regiones, especialmente a Cataluña. «Cero Zapatero para Madrid», reiteraban los dirigentes del PP. Si algún colegio no tenía calefacción, la culpa era de Zapatero. Si había peajes en las carreteras, los permitía el Ministerio de Fomento. Había nacido el nacionalismo madrileño liberal, del que Isabel Díaz Ayuso, quince años después, es digna heredera.
Por contra, el PP, en su funcionamiento interno, era una balsa de aceite que Aguirre controlaba con rotundidad. En 2005 se encontró con un pequeño problema en Majadahonda, motivado por un conflicto con la adjudicación de unas parcelas, que la presidenta solucionó con el relevo del alcalde, Guillermo Ortega, y con la expulsión de dos desconocidos concejales, Juan José Moreno y José Luis Peñas. Según el relato de Peñas, el presidente de Dico, una constructora con importantes intereses en Madrid, llamó al alcalde Ortega el mismo día en el que la Jefa del Gobierno regional iniciaba un viaje a China en compañía de la prensa, y le dijo: «Te tienes que ir. El candidato oficial de la presidenta de la Comunidad y de Génova es Narciso de Foxá. Vete mirando qué puesto quieres en la Comunidad». La expulsión de los dos concejales, marionetas en manos de un empresario con excelentes contactos con el PP llamado Francisco Correa, permitió a Aguirre presumir en la Asamblea de Madrid de no haber cedido a su chantaje con una frase que le persiguió durante años: «Yo destapé la trama Gürtel»2.