No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina
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—Dinero negro, ¿no?
—Sí, dinero en efectivo que supongo que venía de actividades distintas. Había actividades que eran más proclives a no declarar: los bares, los taxistas, un montón de oficios, fontaneros, electricistas. Muchos «poquitos», que a la hora de darte 15.000 o 20.000 en efectivo, para ellos era cómodo. No lo teníamos ni que pedir, te lo ofrecían. Era habitual, porque suponía menos gastos de escrituración o de notario. Hoy eso ya ha cambiado completamente, ahora el efectivo prácticamente no existe.
—¿Eso ha cambiado por la legislación o porque la gente se ha concienciado de que hay que pagar impuestos?
—Mitad y mitad. Una parte significa meterte en el camino y acorralarte. Si a las empresas no les dejan pagar ni cobrar más de 2.500 euros, ya tienes una limitación. Y otra parte se debe a que la gente se está mentalizando de este tipo de cosas, pero esa es la razón menor. Si te van a arreglar una gotera o la bañera a tu casa, nadie pide el IVA. No digo «nadie» totalmente, porque generalizar tampoco es bueno, pero muy poca gente hace eso. Hoy todavía cuesta, la gente no está mentalizada para eso.
En la época de Púnica, las reglas del juego entre la Administración y los empresarios estaban claras: si querían optar a un contrato, antes debían pasar por caja. «Yo te recalifico y yo construyo», le llegó a decir Granados a Marjaliza, según el testimonio del promotor10. En esa mecánica perversa, según su relato, participaban todos los partidos. El empresario entregó al juez Manuel García-Castellón una carpeta repleta de documentos sobre la contabilidad en negro de sus empresas, que supuestamente refleja pagos y regalos por valor de 970.290 euros para altos cargos del PSOE, más 105.489 euros para dirigentes municipales del PP y 15.025 para representantes de IU. Cuando la tarta se repartía, todos cogían un trozo. Marjaliza me reconoce que pagó mordidas a electos de las tres organizaciones políticas con representación en Madrid. «En muchos ayuntamientos se ponían de acuerdo. Se repartían las tartas proporcionalmente a los concejales que tenían», asegura. La componenda era tal que algunos partidos se abstenían en determinadas adjudicaciones urbanísticas para disimular: «Si había cuatro parcelas, el partido que gobernaba se llevaba dos y los de la oposición, una cada uno». Y todos contentos.
Marjaliza lleva años contando a los distintos jueces instructores del caso Púnica cómo compraba voluntades con mordidas y regalos. Le pregunto cómo fue ese momento en el que decidió cambiar radicalmente el destino de su vida y empezar a contar la verdad, y lo atribuye a una iniciativa de su abogado, José Antonio Choclán: «Esto es como un médico: te tienes que fiar. Él me transmitió mucha confianza». En todo caso, asegura que la decisión no fue fácil: «Llevaba cuatro o cinco meses en la cárcel y me explicó que podía enfrentarme a muchos años de prisión. Le dije que iba a hablar con la familia y le trasladé que yo no valía para medias tintas. O decía toda la verdad o decía toda la mentira. No iba a hacer una colaboración intermedia mintiendo, porque a mí eso se me nota y me iban a pillar rápidamente. Hablé con mi familia y tomé la decisión de contar todo. Mi hijo tenía en aquella época seis años y me planteaba no verle crecer nunca».
El sumario del caso Púnica es un ir y venir de relojes de marca, cestas de navidad, televisiones de plasma, escopetas, cacerías, viajes o paseos en yate. A Eduardo Larraz, ex consejero delegado de la empresa pública Arpegio, centro neurálgico de la corrupción tejida en torno a Granados, le localizaron 146 lingotes de oro en un banco en Suiza. Antes de que Marjaliza empezara a contar lo que sabía, la Audiencia Nacional le decomisó al empresario cuatro coches, entre ellos un Mercedes Clase A-180 de color dorado, y localizó un zulo en su casa destinado a ocultar su patrimonio, que el juez Eloy Velasco cifró en más de 33 millones de euros. Su sobrina, con apenas dieciocho años, tenía a su nombre catorce inmuebles, valorados catastralmente en 589.600,24 euros. Le pregunto si aquel ritmo de vida tan exagerado y tan corrupto nunca le ocasionó dilemas morales:
—En aquel momento, en el que estaban en la cresta de la ola, ¿nunca se plantearon lo que estaban haciendo? ¿Alguna vez pensó en eso?
—No, yo estaba en una vorágine con muchísimos empleados y muchísimos trabajadores. La empresa crecía y las necesidades financieras me obligaban a tener una máquina y una producción como si fuera una fábrica. Si una fábrica tiene que producir mil coches al día, yo tenía que producir cien viviendas al año, o doscientas o trescientas. Tenía una maquinaria a la que dar de comer. No te planteabas echar a nadie a la calle, quedarte los cuartos y vivir bien. No, nosotros somos empresarios. En mi caso, me considero empresario. Yo no soy un comisionista como en la Gürtel, que montabas una visita del papa, costaba un millón, cobrabas dos y te llevabas uno. Yo no he hecho eso nunca. Yo he hecho viviendas, he hecho locales, he hecho colegios, residencias. Yo no comisionaba, yo hacía producción.
—Me imagino que el regalo, el viaje, el cohecho con el político de turno era parte de la producción, un gasto que tenía presupuestado.
—Claro, era un gasto que se presupuestaba como «exceso de suelo». Lo poníamos en los planes financieros. La comisión era un exceso en el precio del suelo.
—Este eufemismo me recuerda a la «cuenta de quebrantos» de las tarjetas black, que cubría los supuestos robos.
—Algo parecido. Tú ponías que un suelo valía 300.000. Y ahí iba todo: la comisión que le ponías al político, o si tenías que hacer tres regalos, si quería que le regalaras un reloj a su mujer, o un viaje o que le invitaras a no sé dónde. Todas esas cosas iban en ese «exceso de suelo».
—¿Alguna vez los sobornados intentaban cambiar algún regalo?
—Eso me ha pasado muchas veces. Hacer un regalo y tener que cambiarlo porque a lo mejor no les gustaba el reloj que había mandado.
Marjaliza poseía una colección de plumas tan valiosa que la Fundación Montblanc le llegó a pedir prestados varios ejemplares para organizar una exhibición en una sala de exposiciones del barrio de Salamanca. Una de las plumas, de la marca Van Cleef & Arpels, fue tasada en 700.000 euros, según contó el joyero del empresario, quien le vendió relojes de la marca Versace, Rolex y Cartier. El joyero acabó su declaración ante el juez Velasco llorando y pidiendo que le desbloquearan las cuentas, pero reconoció que, mientras el dinero iba entrando, nunca se preocupó por su origen. «Me limitaba a hacer mi labor comercial», dijo, provocando la siguiente pregunta del magistrado: «¿Y tenía usted muchos clientes como Marjaliza?». En pleno trago por declarar en la Audiencia Nacional, pero sin acabar de renegar de aquellos días en los que los billetes entraban a mansalva en su caja registradora, contestó: «Por suerte o por desgracia, ya no sé qué decirle estando aquí, no». Y así se ganó la reprimenda del juez: «Cuando es un cliente serial, uno se tiene que preguntar más que cuando es algo puntual. Alguien puede hacer un esfuerzo en una boda o una comunión, pero un cliente serial…».
La impunidad con la que se desenvolvían políticos y empresarios era absoluta. En las Navidades de 2006 y 2007, Granados cargó a la sociedad pública Arpegio, que él mismo presidía, gastos que superaban los 100.000 euros para regalar cestas de navidad a familiares, compañeros de trabajo y amigos. Entre los beneficiados estaban un primo y una hermana de su mujer, los compañeros de trabajo de esta, la dermatóloga del matrimonio e incluso el médico que operó a su suegra. Todo, por supuesto, con cargo al erario público11. El constructor Ramiro Cid, uno de los más favorecidos por la política municipal en Valdemoro, también repartía cestas de navidad de hasta seiscientos euros entre los amigos de Granados. Las cajas de viandas eran tan horteras que tenían nombres como Afrodita, Diana o Cleo.