No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina

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No lo sé, no recuerdo, no me consta - Alfonso Pérez Medina

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de una tarjeta black a efectos fiscales, es decir, que no tributaba a Hacienda, tarjeta que utilizaban para gastos personales de los que no tenían que dar cuenta a los órganos de dirección. Recuerdo cómo muchos dirigentes socialistas me decían: «Pregúntale a Antoñito por la tarjeta esa que le dan». Al ser solo rumores sin mayor soporte documental, nada se podía publicar, pero la existencia de las tarjetas black era conocida por todos. Antoñito era Antonio Romero Lázaro, secretario de Organización y número dos de la FSM, y la famosa tarjeta era la misma con la que, según los extractos validados por el Tribunal Supremo, se gastó 900 euros en una agencia de viajes el día que a Simancas le birlaron la presidencia regional. El día que se jodió Madrid.

      En mi entrevista con Simancas, le recuerdo esa presencia de los socialistas madrileños en el Consejo de Administración de Caja Madrid. Se produce el pasaje más tenso de la conversación justo cuando le pregunto lo siguiente:

      —Allí todo el mundo estaba metido: representantes de los partidos políticos, de los empresarios, de los sindicatos… Y todos han sido condenados. ¿Había un pacto de silencio en torno a Caja Madrid?

      —Distingamos la financiación de operaciones urbanísticas y de otras empresas extrañas e irregulares en las que entró Caja Madrid del caso de las tarjetas black, en el que hay involucrados, procesados e incluso condenados de varias formaciones políticas y sindicales, incluida la mía. En lo primero no estaban todos, estaba el PP. En lo de las tarjetas, sí.

      —Me refiero a Caja Madrid. Estaban todos los partidos, todos y, de hecho, había peleas grandes por tener un sillón. Lo sabes y lo sé.

      —Sí, sí, pero las grandes operaciones las manejaban quienes las manejaban: los que mandaban en Caja Madrid. La representación de algunos partidos políticos, a través de la Asamblea de Madrid o de los ayuntamientos, eran puestos en la Asamblea General de la Caja, que se reunía dos veces al año en Ifema, acuérdate.

      —Y en el Consejo de Administración también.

      —Sí, sí, es que no me has dejado terminar. Y en el Consejo de Administración. Pero, vamos, que mandaban y se enteraban de lo que se enteraban. El equipo directivo era el que mandaba. No quiero eludir responsabilidades, es evidente que ahí había una responsabilidad compartida en algunas cosas. Las decisiones importantes las adoptaba el equipo directivo que encabezaba Blesa, que era el amigo de Aznar. No obstante, el papel del Consejo de Administración en ese entramado no fue, por lo que yo sé, muy protagonista.

      —Pero todos los miembros del Consejo de Administración tenían una tarjeta black que iba a la cuenta de quebrantos y que utilizaban para gastos personales.

      –Sí. Eso se investigó, se enjuició, se procesó a los culpables y han estado en la cárcel, efectivamente.

      —Y como líder del PSM, ¿no cabría asumir algún tipo de responsabilidad también por eso?

      —En cuanto supimos lo que ocurrió, lo que hicimos fue separar a esas personas inmediatamente del partido. En algunos ayuntamientos hubo corruptelas. ¡Yo eché a seis alcaldes en ejercicio, eso no lo ha hecho nadie en este país!

      El banquillo de las tarjetas juntó a dos protagonistas del «Tamayazo» en una imagen icónica de una época: Antonio Romero, número dos de Simancas en la FSM, y Ricardo Romero de Tejada, el ex secretario general del PP madrileño que se enteró por la prensa de que iba a dimitir de su cargo, y también el mismo dirigente que había recibido al empresario que pagó el hotel en el que se alojaron Tamayo y Sáez. Sentados delante del tribunal, olvidadas las rencillas que les habían hecho enfrentarse a cara de perro, Romero y Romero de Tejada compartieron —además de apellido— el argumento de que sus dispendios con las tarjetas eran perfectamente legales. «Los gastos eran adecuados todos», dijo Romero de Tejada para justificar que empleara el dinero en puros, armas o lotería. O para explicar por qué el día más luctuoso de la historia reciente de España, el 11 de marzo de 2004, en el que murieron casi doscientas personas por los atentados terroristas en los trenes de Atocha, pagó 347 euros en lotería3. Por su parte, el socialista Antonio Romero defendió que, «si tenía cargos en días festivos y fines de semana, era porque tenía actividades».

      Por acción o por omisión, muy pocos se salvan de lo que se hizo en aquellos años, cuando los diputados del PP reconocían que el Parlamento regional era «un balneario» y «una bendición del cielo», y algunos de quienes se sentaban enfrente, en las filas de la izquierda, soltaban a modo de chiste que en la oposición se vivía mejor, porque en el Gobierno se trabajaba más. «Lo bueno de ser portavoz en la Asamblea y candidato a la Alcaldía a la vez es que, cuando no estás en la Asamblea, piensan que estás en el Ayuntamiento, y cuando no estás en el Ayuntamiento, piensan que estás en la Asamblea», solía decir un antiguo líder regional de IU.

      El 23 de febrero de 2017, la Audiencia Nacional condenó a sesenta y cinco antiguos dirigentes de Caja Madrid4, con sus expresidentes Blesa y Rato a la cabeza, a penas de entre tres meses y seis años de cárcel por la apropiación indebida continuada de más de quince millones de euros entre los años 2003 y 2012. Los gastos contabilizados entre 1999 y 2003 habían prescrito y quedaron sin castigo. Entre los condenados estaban dirigentes de IU como José Antonio Moral Santín, representantes de la patronal CEIM (Confederación Empresarial de Madrid-CEOE) y portavoces de los sindicatos CC.OO. y UGT5. La sentencia encarceló a Rato —que se encontró en 2010 con un «sistema perverso, lo mantuvo y lo trasladó a la Bankia»— y también al establishment de una época en la que se sembró la semilla que posteriormente condujo a las cajas de ahorro a la quiebra. La crisis derivada del estallido de la burbuja urbanística implicó un rescate bancario y provocó que miles de personas humildes, atrapadas en preferentes y productos bursátiles complejos, perdieran los ahorros de su vida.

      Salvo decorosas excepciones como la del ex consejero delegado de Bankia Francisco Verdú, que devolvió la tarjeta y llegó a advertir a Rato de que no la usara si no quería «salir en los papeles», la clase dirigente madrileña caída en desgracia se dedicó a negar la evidencia, a justificar los gastos como parte de su sueldo y a intentar defender que pensaban que «la Caja» —entendida como un ente abstracto— tributaba por ellos. Como si «la Caja» no fueran ellos. Los que admitieron su responsabilidad y reconocieron los errores fueron una minoría, pero reflejan una gota de realismo en un mar de soberbia y ceguera. Entre ellos se encontraba un exdiputado regional con el que trabé una buena amistad en la Asamblea de Madrid. Me lo encontré un día en una cafetería cercana a la Audiencia, a la espera de ingresar en prisión en cuanto la sentencia fuera confirmada por el Supremo, como así sucedió. La explicación que me dio cuando le pregunté si nunca se cuestionó lo que estaba haciendo resume toda una época: «La tarjeta nos la daba el presidente y nos decía que hiciésemos lo que quisiéramos con ella. ¿Cómo no la íbamos a coger?». A las pocas semanas, cruzó la puerta del módulo de accesos de la prisión de Soto del Real.

      De todos los botines saqueados en España en aquellos años no hay ninguno que sea tan vergonzoso como el de las tarjetas black de Caja Madrid y Bankia: un robo a manos llenas perpetrado por los exconsejeros y altos directivos de la entidad, conocido por la totalidad de la clase política, empresarial y sindical madrileña, y bendecido por las organizaciones que les aupaban a esos puestos. Los quince millones de euros dilapidados no se declaraban a Hacienda, se cargaban a la denominada cuenta de quebrantos, un fondo destinado a cubrir imprevistos de los clientes como los robos de tarjetas, y no tenían otro objetivo que satisfacer sus caprichos personales. El destino de los gastos era absolutamente pornográfico: el 33,2 % se correspondía con efectivo sacado de los cajeros automáticos, lo que hacía que su rastro se perdiera en el mismo momento en el que entraba en el bolsillo de los agraciados; el 14,8 % cubrió desplazamientos y viajes de los exconsejeros y sus familias; el 11 % sufragaba sus compras en grandes superficies; el 10 % se destinó a restaurantes; el 8,3 % a hoteles; el 5,8 % a ropa y complementos, y el 3,3 % a alimentación. El 13,4

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