No lo sé, no recuerdo, no me consta. Alfonso Pérez Medina
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Para Simancas, lo que propició aquel episodio negro fue el enriquecimiento desbocado de la burbuja inmobiliaria: «Estábamos en los tiempos en los que la legislación de Aznar liberalizaba el suelo, y algunos entendían que las recalificaciones urbanísticas eran el gran maná. De pronto, aparece un candidato que habla de someter el suelo a una mayor regulación; de hacer un plan de estrategia territorial en el que iban a participar las universidades y en el que los ayuntamientos, de uno y otro color, no iban a tener vía libre para transformar suelo rústico o dotacional en suelo residencial». Mientras mueve las manos con vehemencia, añade: «¡Unos cuantos decidieron que mejor no!, ¡que quiénes eran los madrileños para elegir a su presidente!, ¡que para eso estaban ellos!». Simancas sostiene que el «Tamayazo» abrió la puerta de la corrupción en Madrid: «Fue el principio de toda esta escalada de corruptelas que han protagonizado los Gobiernos del Partido Popular. Allí, en buena medida, empezó todo; significó la barra libre. Si podían comprar un Gobierno y salir impunes, recalificar un par de parcelas y repartirse los beneficios, o ejercer de comisionistas y poner la mano ante los contratistas en la Administración, eso eran asuntos menores. Si habían podido hacer lo mayor, ¿por qué no iban a hacer, con total impunidad, lo menor?».
CAPÍTULO 2
EL GOBIERNO DE LOS MEJORES...
ABOGADOS
De aquella bochornosa comisión de investigación del «Tamayazo», en la que solo salieron a la luz las miserias políticas de los socialistas madrileños y en la que la política quedó enfangada en lo que se llamó la «táctica del calamar» —echar la tinta sobre el oponente, por decirlo finamente—, emergió un político simpático y campechano, encargado de presidir la mesa que controlaba los interrogatorios. Lo hizo con mesura y sentido común, y fue elogiado a izquierda y derecha por la sensatez con la que había manejado una situación institucional tan delicada. Su ascenso en el partido, paralelo a los negocios que años después fue desvelando el sumario del caso Púnica, resultó meteórico.
Francisco Granados Lerena llegó a la Asamblea de Madrid como el alcalde de moda en el PP, pues había conseguido romper el cinturón rojo de la izquierda en Valdemoro y encadenar un par de mayorías absolutas consecutivas. Su flechazo con una parte de la prensa fue inmediato, hasta el punto de que, al término de la comisión de investigación, celebró el final de las sesiones con una cena en un restaurante oriental a la que asistieron varios informadores. No estuve en ese encuentro, pero no por un don para detectar a políticos relacionados con asuntos turbios, sino porque estaba fuera de Madrid de vacaciones.
En las elecciones repetidas en octubre de 2003, que se desarrollaron en un clima de apatía y desmovilización de la izquierda, con casi siete puntos menos de participación, Aguirre recuperó la mayoría absoluta por 28.000 votos y le arrebató al PSOE los dos escaños que necesitaba para gobernar en solitario. IU subió en porcentaje de voto casi un punto, pero el crecimiento no bastó para aumentar sus nueve diputados. Nuevo Socialismo, el partido que lideró Tamayo para «centrar» a los descolgados del PSOE madrileño, consiguió 6.176 votos, un 0,22 % del electorado. Durante la campaña, visité su sede en una pequeña oficina de uno de los edificios más cochambrosos de la plaza de Castilla. Al cabo de unos meses, no quedaba ni rastro de ella.
El sábado 22 de noviembre de 2003, en la Real Casa de Correos, Esperanza Aguirre tomó posesión de su cargo con un mensaje a los madrileños: podían estar «tranquilos» porque tenía «el mejor equipo» de gestión de la «historia del Estado autonómico de España». Eran nueve hombres y dos mujeres, y a dos de ellos se les veía especialmente radiantes: Ignacio González, quien, tras su paso por el Ministerio del Interior, fue nombrado vicepresidente regional y consejero de Presidencia con amplios poderes; y Francisco Granados, al que Aguirre le entregó la Consejería de Obras Públicas, desde la cual iba a acometer la mayor ampliación del Metro de Madrid de su historia.
El acto de aquella toma de posesión de los cargos públicos no lo organizó la trama Gürtel, a la que la Comunidad de Madrid adjudicó a dedo más de seis millones de euros de contratos durante los años siguientes1, no organizó el acto de aquella toma de posesión, pero sí muchos de los que vinieron después, como el homenaje a las víctimas del 11M, que se troceó en más de diez facturas diferentes para que ninguna superara el límite de 12.000 euros que obligaba a publicitar el concurso. En aquel momento, nada auguraba algo así, pero la «doble G» del Gobierno de Aguirre, Granados y González, los enemigos íntimos que ordenaban espiarse y que se cruzaban dosieres sobre sus negocios, acabaron su trayectoria política sentados en el banquillo de los acusados por gravísimos delitos de corrupción. Los dos, señalados como presuntos líderes de sendas organizaciones criminales cuyos entramados desentrañaron las investigaciones judiciales de las operaciones Púnica —Granados— y Lezo —González—. El juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco abrió dos macrosumarios en 2014 y 2016, respectivamente, que investigaron decenas de amaños de contratos públicos a cambio de mordidas, así como el saqueo de instituciones públicas como el Canal de Isabel II o la empresa Áreas de Promoción Empresarial con Gestión Industrial Organizada, S. A. (Arpegio). El «Gobierno de los mejores» acabó siendo el de los mejores abogados de Madrid, que asumieron la defensa en los tribunales de los políticos implicados a cambio de elevadas minutas.
Durante aquellos años de contratos insólitos, el sospechoso enriquecimiento personal de Ignacio González se convirtió en un secreto a voces en Madrid. Hasta el punto de que, durante una de las cenas de Navidad que el Gobierno regional organizaba en su sede —a todo trapo—, Esperanza Aguirre, siempre socarrona, llegó a pasearse de mesa en mesa preguntando a los periodistas si su número dos era «tan corrupto como se decía». Atónitos, mis compañeros y yo nos limitábamos a sonreír, cuando lo que deberíamos haber hecho es dedicar más tiempo a investigarle. Algunos diputados incluso nos recomendaban tomar fotografías de los valiosos relojes que González exhibía cada semana en las ruedas de prensa posteriores a los consejos de gobierno, porque, según insistían, «algún día serán noticia». Tan notorios eran los desmanes que al gerente del Canal de Isabel II, Ildefonso de Miguel, se le conocía jocosamente como el Egipcio por su manera —decían— de colocar la mano para cobrar comisiones. Al cabo de los años, el juez abrió una investigación para determinar si la construcción de los Teatros del Canal, que acumuló más de veinticinco millones de euros en sobrecostes, incluyó mordidas.
Tras aquellas multitudinarias cenas de Navidad con la prensa, los invitados a la Real Casa de Correos cruzaban al edificio de enfrente, hasta la Consejería de Presidencia, que dirigía el siempre divertido Granados, para disfrutar de la barra libre que organizaba su amigo Pepe, «el inventor de la discoteca móvil». Pepe era José Luis Huertas, dueño de Waiter Music, otra de las empresas investigadas en la operación Púnica por hinchar contratos a cambio de favores personales al político de Valdemoro. ¿Qué periodista no se tomó en aquella época un cubata con Granados, entre risas y chascarrillos? ¿Quién podía sospechar que era un presunto corrupto? No seré yo quien levante la mano. En aquella primera legislatura de Aguirre, los viajes de prensa empezaron a multiplicarse, la mayoría sin sentido. Cubrí uno de cinco días en Israel, con visitas a Tel Aviv, Jerusalén y los Santos Lugares, cuyo único interés informativo consistió en una reunión de los técnicos del Canal con expertos israelíes en gestión del agua. Forzando las naderías que nos habían contado, titulé el teletipo que envié a la agencia apuntando que el Gobierno de Madrid estudiaba «bombardear las nubes con yoduro de plata para incrementar las lluvias en el embalse de El Atazar»2. Algo que, por supuesto, nunca sucedió.