No quiero ser sacerdote. María Cristina Inogés Sanz

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planes concretos de acción y evangelización, para hacer real la comunión de vida, bienes y acción, y vivir esa comunión con los empobrecidos; para acompañar y animar el compromiso bautismal de los militantes en sus realidades y la misión evangelizadora que la Iglesia encomienda al movimiento ya están los laicos. A mí me toca cuidar que todo eso se viva como acción de gracias, posibilitando la acción y la acogida de la gracia, suscitando la experiencia de fe en cada momento y lugar, cuidando la comunión eclesial y animando el cultivo de la espiritualidad en la oración y la celebración de los sacramentos, desde la lectura creyente de la vida. A mí me toca acompañar con el testimonio de mi vida sacerdotal y dejarme acompañar e interpelar por el testimonio de su vida laical. Me toca posibilitar que los hombres y mujeres de la HOAC sean cristianos. Nada más, pero tampoco nada menos.

      Esta experiencia, tan propia de los movimientos especializados de Acción Católica, es la manera eclesial de vivir que aportamos a la Iglesia como concreción de lo que la misma Iglesia es; con el convencimiento de que es la forma eclesial propia en que la Iglesia ha de vivir lo que es. Y, personalmente, poder hacer mi recorrido vital, desde siempre, acompañado por laicos –hombres y mujeres– es una gracia inestimable.

      Aunque se pueden contar en la Iglesia española con pocos dedos de una mano, habría que saber valorar las experiencias que se van dando desde hace años en algunas diócesis en la dirección de asignar responsabilidades eclesiales, con capacidad decisoria y no solo consultiva, a laicos a los que se ha formado y acompañado para su capacitación en el desempeño de diversas tareas eclesiales, tanto pastorales como teológicas, litúrgicas, diaconales, así como de organización o administración... tras el discernimiento necesario a favor de la comunión de sus dones y capacidades al servicio de todos. Son un referente que hay que tener en cuenta.

      Tenemos que reconocer que parece que termina una forma histórica de vivir la fe y de ser Iglesia, y tenemos que atrevernos a pensar y sentir que es bueno que sea así. Tenemos que reconocer y aprender a leer los signos de los tiempos y descubrir en ellos la acción del Espíritu, que nos llevará, a buen seguro, a donde no imaginamos, por caminos que no sospechamos, aunque se puedan ir intuyendo en la distancia. Y tendremos que ser capaces de fiarnos del amor de Dios, que es el verdadero artista en esto de soñar y obrar resurrecciones y cumplir esperanzas para sus amados. Nuestro Dios es el Dios de las sorpresas.

      Dice un refrán que «siempre que llueve escampa», y un amigo suele completarlo diciendo que, de todos modos, mientras llueve, no está de más tener a mano un paraguas. El paraguas que necesitamos es el de ir ensayando caminos de comunión y corresponsabilidad, caminos de encuentro y fraternidad, lugares de participación que hay que reclamar y construir, espacios sanadores de sinodalidad. Caminos que hemos de recorrer y lugares que hemos de construir mujeres y hombres por igual. Lo nuestro no es el género, sino la filiación, cuyo fruto es la fraternidad-sororidad, que desdibuja hasta borrar por completo cualquier pretendida diferencia de dignidad. Ya no hay distinción entre hombre y mujer, dice san Pablo (Gál 3,28), pero, hasta que eso sea lo cotidiano, mejor que haya mujeres y hombres, y que aprendamos unos de otros lo que el Señor va haciendo con nosotros, cuando le dejamos.

      Aunque crecí en un matriarcado, pues, al morir mi padre cuando yo tenía diez años, mi abuela y mi madre fueron con más razón los referentes de los cuatro hermanos varones, mis capacidades cuidadoras aún son manifiestamente mejorables. Tengo que reconocer que no se me da bien la costura (otras tareas de cuidados se me dan algo mejor, aunque sea para la propia subsistencia y para compartir muy de vez en cuando con los amigos), pero, a lo mejor, si aprendemos a tejer bufandas de color lavanda como la de Cristina, y de otros colores, como las que yo tengo, con estolas de cualquier color, podemos reforzar ese orillo imprescindible para que el tejido siga sirviendo mucho más tiempo sin perder su consistencia.

      Yo quisiera aprender ese arte de la costura vital, de tejidos humanos y comunitarios, en los que las mujeres nos dais mil vueltas y que la Iglesia necesita. Guardo la caja de costura de mi madre desde que falleció, y Cristina nos ofrece en las páginas que siguen aguja e hilo, y algún patrón, para acompañar el aprendizaje. Será cuestión de ponerse, aunque al principio nos llevemos algún pinchazo en los dedos.

      Ya es sábado. Hoy es día de silencio expectante. Sigue nublado, aunque va dejando de llover y a ratos el sol va ocupando su espacio. Se anuncia una esplendorosa mañana de Pascua de Resurrección. A fin de cuentas, Galilea no es mal sitio para el amanecer.

      FERNANDO C. DÍAZ ABAJO,

      consiliario general de la HOAC.

      En el monasterio de Santa María del Paular,

      de Jueves a Sábado Santo de 2019,

      mientras llueve (gracias a Dios),

      esperando la resurrección cierta

      Algunas

      consideraciones previas

      a modo de introducción

      Los hombres tienen miedo de las mujeres. Es un miedo que les viene de tan lejos como sus vidas. Es un miedo del primer día que no es solo un miedo del cuerpo, del rostro o del corazón de la mujer, que es también miedo de la vida, miedo de Dios. Porque los tres se mantienen muy cerca –la mujer, la vida y Dios–. ¿Qué es una mujer? Nadie sabe responder a esa pregunta, ni siquiera Dios, que, sin embargo, las conoce por haber sido engendrado por ellas, alimentado por ellas, mecido por ellas, velado y consolado por ellas. Las mujeres no son por completo 1 Dios. Les falta muy poco para serlo. Les falta mucho menos que al hombre. Las mujeres son la vida en tanto que la vida es lo más cercano a la risa de Dios. Las mujeres tienen la vida a su cuidado durante la ausencia de Dios, tienen a su cargo el sentimiento límpido de la vida efímera, la sensación básica de la vida eterna. Y los hombres, no pudiendo superar el miedo a las mujeres, creen superarlo en la seducción, en las guerras o en el trabajo, pero no lo superan nunca realmente; los hombres, al tener un eterno miedo a las mujeres, se condenan eternamente a no conocer casi nada de ellas, a no probar casi nada de la vida y de Dios. Porque son los hombres los que hacen las Iglesias, es inevitable que las Iglesias desconfíen de las mujeres, como desconfían de Dios, procurando dominarlas a ellas y a él, tratando de contener el fluir de la vida en el prudente lecho de los preceptos y de los ritos. La Iglesia de Roma, sobre este punto, se parece a todas las demás 2.

      Este bello fragmento de El Bajísimo, de Christian Bobin, centra muy bien el tema de fondo de este libro: el miedo. El miedo de los hombres –en este caso, de Iglesia– a las mujeres por tres cuestiones: 1) miedo a lo desconocido; 2) miedo a las propias reacciones; 3) miedo a compartir espacios y lugares (que no es lo mismo). No todos los hombres de Iglesia tienen miedo, pero sí una gran mayoría.

      Creer que se conoce a las mujeres porque tienes madre o hermanas y hasta primas es un error. Esa relación es muy concreta y marcada por el ámbito familiar, pero no es la relación que puedes tener con otras mujeres en otros ambientes y situaciones, y así no se conoce a las mujeres. Es necesario recordar que solo se ama aquello que se conoce. El miedo a las propias reacciones viene, precisamente, por ese desconocimiento que lleva a no saber qué hacer –o no hacer– ante las mujeres. Esa falta de naturalidad fuerza situaciones ridículas –cuando no indeseables a todas luces– en las que prevalece la idea de superioridad de quienes ostentan el ministerio sacerdotal sobre quienes consideran personas necesitadas de cierta tutela, y de las que no hay nada que aprender y nada en lo que su colaboración sea importante. Aunque, eso sí, rápidamente descubren la facilidad para hacer del servicio un valor femenino sencillamente explotable, y no me refiero solamente a las religiosas. Esto, que realmente muestra un comportamiento perverso –por la retorcida interpretación del servicio–, también pone de manifiesto la vulnerabilidad a la que se expone ese servicio –caridad, amor, entrega– frente a la atalaya del poder eclesiástico tan mal entendido.

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