No quiero ser sacerdote. María Cristina Inogés Sanz

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No quiero ser sacerdote - María Cristina Inogés Sanz Fuera de Colección

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un sitio junto al río, donde pensábamos que había un lugar de oración; nos sentamos y trabamos conversación con las mujeres que habían acudido. Una de ellas, que se llamaba Lidia, natural de Tiatira, vendedora de púrpura, que adoraba al verdadero Dios, estaba escuchando; y el Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo. Se bautizó con toda su familia y nos invitó: “Si estáis convencidos de que creo en el Señor, venid a hospedaros en mi casa”. Y nos obligó a aceptar» (Hch 16,13-15). Todas ellas fueron mujeres que unieron la cotidianidad de la vida con la teología, entendiendo por teología la capacidad de escucha de la voz de Dios.

      Lidia no teje, sino que vende uno de los elementos más caros para manufacturar el tejido como es la púrpura 4. Sin embargo, Lidia, con su búsqueda, con la aceptación de la enseñanza de Pablo, con su invitación a que se quedaran en su casa, empieza a tejer –desde el borde de la ciudad– una comunidad doméstica, la comunidad de Filipos –la primera ekklêsía de Europa–, y lo hace sin estola.

      Lidia no necesita de estola para constituirse en mujer con autoridad –no poder– en la Iglesia de Filipos. En la época de esta mujer no se utilizaba la estola como elemento litúrgico, porque, evidentemente, no existía la liturgia como la conocemos hoy. En todo caso, ¿en qué habría variado la actitud y disponibilidad de Lidia si hubiera llevado una?

      Siempre me resulta curiosa la importancia que tienen para algunas personas las diferentes prendas de las vestiduras litúrgicas. Digo que me resulta curiosa porque:

      Estaban cenando; ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido (Jn 13,2-5).

      En el momento en el que Jesús explica de forma gráfica y práctica el verdadero significado de compartir el pan y el vino, que no puede reducirse a la celebración cultual, sino que debe continuar en la vida cotidiana –de ahí lavar los pies, que era lo más bajo que hacía un esclavo en una casa–, se despoja del manto, de la túnica, lo que implica quedarse en ropa interior, que no cabe desprenderse de más –salvo en la cruz, donde estará desnudo–, y en nuestra liturgia hemos hecho lo contrario a lo largo de los siglos.

      Fuimos añadiendo gran cantidad de elementos que, aunque en su origen nacieron con un propósito, luego terminaron fuera de contexto, inservibles, pero presentes. Sirva de ejemplo el manípulo –paño de lino o algodón– que surgió ante la necesidad de que el celebrante pudiera secarse el sudor y para lo que se colocaba sujeto al final del brazo. Pues bien, a fuerza de añadirle adornos y bordados se le hizo imposible cumplir su función, pero se seguía poniendo en el brazo. Afortunadamente, ya nos hemos ido desprendiendo de muchos de esos elementos; sin embargo, ¡cuánto nos queda por aprender de la sencillez de Jesús! Supongo que algún día podremos recuperar mucho de lo que se perdió... Recuperar desprendiéndonos, que no deja de ser una paradoja. Una bella paradoja.

      Dice Serafín Béjar 5 en uno de sus maravillosos tuits: «¿Qué pasa cuando un “grupo” está constituido no para sí mismo, sino para el servicio a los demás? Que nadie que no pertenezca a ese grupo puede ser considerado como extraño. La Iglesia es el grupo que tiene como centro lo otro de sí; es decir, los “nuestros” son “todos”» 6. Si hacemos un pequeño cambio y, en lugar de poner «grupo constituido» ponemos «grupo tejido», vemos que todos somos hilos del tejido eclesial entrelazados para el bien común, el bien de todos. Los de dentro y los de fuera.

      Que a unos les guste más ser «alta costura» resulta una opción personal y, como tal, debe ser respetada, aunque no se entienda mucho ahora. Si otras y, haciendo honor a la verdad, otros, somos orillo del tejido... ¿pasa algo? Por un lado, nada, porque nos sentimos parte del tejido eclesial; de hecho, en nuestro orillo, el «Fabricante» añadió una inscripción que dice: «Parte del tejido eclesial en virtud de su bautismo». Que sí, que en virtud de nuestro bautismo y de nuestra vocación concreta participamos por igual varones y mujeres en la dimensión sacerdotal, profética y real de Cristo. En consecuencia, actuamos como tal y, aunque el orillo se ondule con el tiempo, ni pierde fuerza ni deja de cumplir su función, pero... ¡cuidado! Porque, si se corta el orillo, si desaparece de un tejido, por mucho cuidado que se tenga, este se deshilachará a toda velocidad y no de la misma forma a lo largo del mismo; un tramo deshilachado estará más próximo a la zona del orillo y otro más alejado, lo que en buena parte dejará al conjunto del tejido muy dañado, tirante, incluso retorcido, y, por supuesto, dejará de ser tenido por tejido.

      Así que los de la «alta costura», por un motivo que dejo a su reflexión, y, los que somos prêt-à-porter y estamos en el orillo –borde de la Iglesia–, por otro, tenemos que ser responsables de lo que debemos hacer, porque, repito una vez más, todos somos tejido eclesial y todos tenemos una responsabilidad similar, aunque a algunos les cueste entenderlo y den por hecho que unos pueden disponer de su poder –como norma– y otros deben obedecer sumisamente –también como norma–. Por si alguien tiene duda, estoy hablando de corresponsabilidad, sinodalidad –que debería extenderse hacia una relación más fraterna entre jerarquía y laicos– y, por supuesto, comunión.

      ¡Qué tiempos los de la bufanda y la estola! Bufandas tengo varias, y estolas... ¡tengo una! En SEUT, cuando terminas los estudios de teología, te imponen la estola a fin de tener un cierto signo de autoridad –que no poder– de la Palabra. ¿De qué sirvió aquel poco atinado comentario con el que abría este capítulo? De nada, salvo para intuir otros obstáculos del camino... Al final, y sin habérmelo propuesto, tengo una estola y la puedo utilizar si quiero. Bien es verdad que en la familia protestante y no en la católica, aunque, también es verdad, no tengo ninguna prisa por hacerlo en ninguna de las dos. Porque yo no quiero ser sacerdote. Sin embargo...

      Le he tejido a la luna una bufanda,

      unos guantes y un gorro bien modernos,

      para hacerle más dulces los inviernos.

      Son de un suave color lavanda.

      Ser orillo –borde de la Iglesia–, prêt-à-porter, es permitir que el tejido muestre su calidad, de ahí que sea suavemente fuerte, porque tiene que sujetarlo sin tirar de él en ninguna dirección. Al final es el que mantiene el tejido, que, para existir, depende de él; ¿se entiende la metáfora? De modo que, de un suave color lavanda o de cualquier otro color, no estaría mal, además de la estola, tejer una bufanda que hiciera más dulce el invierno. Para los que lo estén pasando ahora y también para los que no. Que nunca se sabe cuándo llegará el frío para todos.

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