Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953. Juan Guillermo Gómez García
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Después de mi traslado a Berlín, en octubre del 99, lo vi un par de veces. Una de ellas, cuando pasé por Bonn tras entregar los ejemplares de rigor de mi tesis en Bochum y recoger mi diploma de doctor, me hace pensar que seguía teniendo resistencia al vino. Me invitó a cenar, bebimos y bebimos —después fue amonestado por Bettina—. Esa noche lo noté bien, muy contento. Al final me dijo: “No se olvide de darme su tesis”. Le di un ejemplar que tenía reservado para él y que ahora debe estar en la Fundación Barcenillas. Una vez estuvo en Berlín, cuando le dieron el Premio Alfonso Reyes. Él, Marliese y Bettina almorzaron en mi casa. Después salimos a dar una vuelta por el Tiergarten y las bicicletas les producían pánico a los dos, fue lo único que noté de extraño.
También pasé un par de veces por Bonn y los vi, sentía que su afectuosidad había aumentado, lo que tal vez fuera una forma de debilidad. La última vez que hablé con él fue el día de su último cumpleaños, que lo llamé por teléfono. Tosía mucho, estaba un poco ahogado. Fue la primera vez que pensé que podía pasar algo pronto. Le dije también que entre un libro, no me acuerdo entre qué libro, había encontrado una carta de Hugo Friedrich a él y que se la iba a mandar de vuelta. Se la mandé. No era gran cosa, pero me hubiera gustado sacar copia, lo que imbécilmente no hice. Pocos días después Bettina llamó llorando: “Papá murió, no puedo hablar más”, me dijo y colgó.3
Bettina, quien lo atendió en la emergencia, narra las horas de angustia y horror de su último aliento. Ella llamó a los servicios de emergencia que tardaron en llegar, como es la impresión usual de quien ve agonizante a su familiar más cercano, y para quien cada instante es una eterna angustia. Hasta el último instante estuvo consciente y lúcido de las consecuencias irreparables de su estado, que pasó en la sala del hospital.
Entre las necrologías apuradamente redactadas, es difícil escoger alguna adecuada para despedir al profesor colombiano, muerto a orillas del Rin. En el mundo de la intelectualidad colombiana, en realidad bastante estrecho, solo pocos lamentaron de verdad su partida, casi nadie estaba dispuesto a acompañarlo a su última morada terrenal. A conciencia, él estaba lejos de pensar en una partida nutrida, no solo porque vivió en el autoexilio semivoluntario desde la década de 1950 (el mismo García Márquez también escogió como patria apropiada una fuera de Colombia), sino porque su nombre, solo conocido en ese mundillo de la selecta inteligencia criolla, no había sugerido o suscitado la identificación y el reconocimiento de su gran tarea. El cuasimutismo era, por tanto, no accidental, sino más bien predecible. El Tiempo, el diario de mayor circulación en Colombia, se limitó a informar en un recuadro superior de su primera página, con fotografía reciente: “MURIÓ GUTIÉRREZ GIRARDOT. Radicado en Alemania, fue considerado uno de los más destacados intelectuales de Colombia en el siglo XX”. Manifestarse con escrupulosidad intelectual sobre esa tarea parecía obra de la posteridad, a despecho de la mala conciencia que lo había recluido en el cuarto oscuro de la indiferencia generalizada, lo cual él llamó mordazmente “el castigo callado”.
Este “castigo callado” sepultaba el sentido mismo de la tarea filosófico-intelectual: la plaza pública. Por ella se contraviene el solipsismo estéril y llorón de quien se queja en solitario de sus desgracias personales, pues el intelectual tiene así, por condición inevitable de su tarea, cambiar el mundo circundante. No se trataba en el caso de Gutiérrez Girardot, como se suele decir, de un ego frustrado, falto de coronación universal, sino más bien de la universalidad de la verdad, la cual solo se consigue en la discusión pública. Pues intelectual también es sinónimo de actualidad visible de esa verdad transformadora. Por eso, es comprensible la queja e irritación de Gutiérrez Girardot en contra de sus contradictores solapados, quienes restringieron la mayor eficacia y difusión de sus discusiones, quienes socavaron la posibilidad mínima de una “relativa recepción”: “Digo relativa recepción porque es natural que un autor que no vive en el país propio, que no está presente allí, no puede por eso participar plenamente en la vida literaria, solo puede ser conocido reducidamente”, explicaba de paso el maestro, no sin alguna melancolía.4 No le fue posible, sin embargo, romper el cerco mezquino y ganar un mayor espacio de sociabilidad pública. Con ello su visibilidad estuvo permanentemente a prueba. Fue también la prueba permanente de su incómoda semimarginalidad.
Cuatro retratos. Rubén Jaramillo Vélez, Álvaro Salvador, André Stoll y Gutiérrez Girardot
El filósofo Rubén Jaramillo Vélez, pocos meses después del entierro solemne en La Bordadita, escribió una semblanza para la Revista Aquelarre de la Universidad del Tolima. Desde las primeras líneas de “En la muerte de Rafael Gutiérrez Girardot” salta el dolor de la desaparición: “me resulta una ocasión muy triste, pues desde el día 28 de mayo, cuando me enteré del fallecimiento del gran maestro y amigo Rafael Gutiérrez Girardot, he estado tratando de elaborar el duelo, en vano”. La gran pérdida del maestro no solo es para Colombia, sino para el conjunto de naciones que Manuel Ugarte llamó “la Patria Grande”. Más aún, prosigue la sentida nota necrológica: “una pérdida para todo el ámbito de la cultura en lengua española”.5
Rafael Gutiérrez Girardot fue, en efecto, una de las figuras intelectuales más prominentes de este continente en la segunda mitad del siglo veinte, si se tiene en cuenta que su gestión cultural, tan seria, tan genuina, tan fundamentada, comenzó a perfilarse desde finales de los años cuarenta, cuando realizaba estudios de jurisprudencia, a través de sus primeros escritos —ensayos, artículos, reseñas críticas— publicados en la Revista de la Universidad del Rosario cuya dirección le fue encomendada por su rector de entonces, monseñor José Vicente Castro Silva, a quien él siempre recordará con singular afecto. Ya a lo largo de la década del cincuenta se dio a conocer ampliamente, en particular cuando se integró al grupo de intelectuales que se congregaron alrededor de esa gran revista que fue Mito.
Jaramillo Vélez rememora que hace veinte años un grupo de jóvenes, entre los cuales se encontraba José Hernán Castilla, encargado del homenaje póstumo en la Universidad del Tolima, empezó a leer a Gutiérrez Girardot y a divulgarlo en unas cuartillas fotocopiadas. También resalta que, si bien tuvo ocasión de conocerlo personalmente en Berlín en la década de 1970, solo más tarde, por virtud de la mediación de ese grupo de entusiastas lectores, entró en directo diálogo. Así, le publicó en su revista Argumentos en 1986 el ensayo “Universidad y sociedad”, quizá el único que ha tenido una gran acogida en nuestro medio, y entabló una amistad epistolar con él y un buen entendimiento con la esposa, doña Marliese, “la madre de sus dos hijas, una dama encantadora que mucho lo amaba y le acompañó solidariamente durante casi cincuenta años”.
Enseguida Jaramillo Vélez ofrece un breve repaso biográfico del que queremos aprovecharnos como punto de partida de nuestra tarea investigativa, por el tono de empatía afectuosa, serenidad transparente y amistad entrañable. Trascribiremos solo lo correspondiente hasta su ida a España:
Nació en el año de 1928 en Sogamoso, esa ciudad de Boyacá tan peculiar en el conjunto del departamento ya que por ser la puerta de entrada a los llanos orientales y por su clima, así como por ser una ciudad muy liberal, se diferencia del resto de las poblaciones del departamento. Precisamente, como me lo decía su compañero de infancia, mi amigo y muy estimado profesor Carlos Patiño Roselli, las pocas familias conservadoras de Sogamoso eran por entonces, en efecto, la de Gutiérrez y la del propio Patiño. Su padre se llamaba Rafael María Gutiérrez. Era un dirigente del