Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953. Juan Guillermo Gómez García
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La revista Quimera de Barcelona, en su número 262 de octubre de 2005, también abrió sus páginas para despedirse del ensayista colombiano. “El legado intelectual de Rafael Gutiérrez Girardot” por Álvaro Salvador, profesor de hispanística de la Universidad de Granada, brinda al lector español una breve crítica de las virtudes de uno de los últimos representantes de la tradición humanística en América Latina, “al lado de figuras de la talla de José Luis Romero, Ángel Rama, Antonio Cornejo Polar, Antônio Cândido, Noé Jitrik, Ana Pizarro o Ana María Barrenechea”. Discípulo de los maestros de la crítica literaria, como el mexicano Alfonso Reyes o el dominicano Pedro Henríquez Ureña, desde sus primeros años Gutiérrez Girardot buscó sentar los fundamentos de su obra en “una cultura hispanoamericana fuertemente enraizada en la tradición romántica de la lengua, y en el pozo ideológico heredado de la cultura grecolatina europea”. Discípulo también de filósofos como Xavier Zubiri, en sus años en Madrid, y de Heidegger, en sus años en Friburgo, amplió y consolidó sus indagaciones para “la elaboración final de su teoría literaria: la historia (social) de la literatura que se fundamenta en una filosofía de la historia y una filosofía de las ideas estético-filosóficas”.8
Gutiérrez Girardot sentó las bases de su visión crítica de la historia de la literatura latinoamericana, para Álvaro Salvador, al adentrase en la obra de Alfonso Reyes y luego en la de Jorge Luis Borges, pero muy particularmente al emprender su “caracterización general de la estética modernista”, trabajo cuya mayor difusión hizo bajo el nombre de Modernismo. Supuestos históricos y culturales de 1983. Aquí entendió el modernismo, prosigue Salvador, como “la crisis finisecular universal producida por la desaparición definitiva del antiguo régimen poscolonial y la instauración del nuevo orden burgués con sus aportes y contradicciones”, concepción posible por sus profundos conocimientos e insistencias en “la historia, la historia social, la ideología cultural y la filosofía de las formaciones culturales hispanoamericanas”. Solo a partir de esa comprensión del decurso de la peculiar vida literaria y sociocultural del continente se pueden explicar sus, “aparentemente, extravagantes y provocadores ataques a las vacas sagradas”, “a los santones del pensamiento hispánico, como Ortega y Gasset, Octavio Paz o Gabriel García Márquez”. “La obra, la trayectoria de Gutiérrez Girardot se ha cerrado circular y coherentemente, como la de los grandes maestros que él mismo estudió”. Y concluye el colega español:
El homenaje que el joven intelectual colombiano hizo a su maestro mexicano al elegirlo como punto de partida de su trayectoria, se trasformó al final de la misma en el homenaje que la memoria del maestro mejicano y su legado hicieron a Gutiérrez Girardot al concederle el premio Alfonso Reyes en el 2002. Uno y otro, abren y cierran un siglo: la tradición más brillante y fructífera del humanismo latinoamericano contemporáneo.
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En “Despedida de un esprit fort latinoamericano. En ocasión del fallecimiento de Rafael Gutiérrez Girardot”, el romanista alemán André Stoll, profesor de la Universidad de Bielefeld, expresó también su más sentida impresión por la partida de su colega. “En Bonn, su residencia por largos años”, inicia la noticia fúnebre, “falleció hace pocos días a la edad de 78 años el hispanista, crítico literario y filósofo Rafael Gutiérrez Girardot, conocedor extraordinario de la cultura de la modernidad latinoamericana en sus múltiples interdependencias con la creatividad literaria y el pensamiento crítico-filosófico de la Europa contemporánea”.9
Su formación en Bogotá y en Madrid, que completó con “las subversivas exploraciones epistemológicas” con Heidegger, y en combinación con “el arte de la paradoja polémica de Quevedo”, creó una voz innovadora que afiló “el bisturí de su lucidez penetrante”. Estos primeros pasos formativos tuvieron su coronación con su tesis doctoral, bajo la dirección del ilustre romanista Hugo Friedrich, y su contacto en Alemania en torno al famoso Grupo del 47.
Su tarea como profesor de hispanística en Bonn fue una extraordinaria ocasión para entablar puentes entre el entorno académico alemán y el continente literario latinoamericano, a los que buscó “liberar de los prejuicios colonizadores y eurocentristas” que hasta entonces ensombrecían esas relaciones interculturales. Este “temido francotirador” se valió de las armas de perturbadoras disciplinas, como la filosofía y la sociología (de Nietzsche, Benjamin, Adorno, Kafka), para derribar prejuicios sobre el continente literario latinoamericano, no sin rápidamente despertar en su entorno “el odio y la envidia de determinados colegas por su incansable acción innovadora”. El llamado boom novelístico, más los llamados indigenismos de diverso pelaje, contribuyeron a opacar esta tarea crítica innovadora y audaz. No bastó para acallarlo este rencor: su cátedra de hispanística fue escenario privilegiado de encuentro de la repubblica delle lettere, de un escogido y amplio número de colegas de todo el continente, en aciagos momentos de las dictaduras militares. Tampoco esa resistencia pudo desvirtuar la importancia del Premio Alfonso Reyes en 2002, que anteriormente habían obtenido Borges, Carpentier, Paz, entre otros.
Nunca como ahora precisamos de un esprit fort como él para la universidad alemana, dice el romanista Stoll, universidad que ve amenazados sus generosos fundamentos humboldtianos en virtud de la reforma de Bolonia que ha burocratizado la investigación y la enseñanza, que ha atrapado la vida universitaria en la trampa de los rankings internacionales de la “excelencia”, que no es más que eficacia para un mercado sin freno. “En vista de esta evolución, no puede parecer extraño que el periodismo alemán para honrar al difunto no haya encontrado otro comentario que el silencio sin calificativos. Una despedida, pues, de profunda melancolía”.10
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“Heroísmo y dandismo se repelen”, escribió Gutiérrez Girardot sobre Mariano José de Larra.11 El modelo intelectual más afín al dandi Gutiérrez Girardot, al menos en algunas de sus características, fue el elegante sabio dominicano Pedro Henríquez Ureña. Del crítico dominicano poetizó su propia madre: “Mi Pedro no es soldado; no ambiciona / de César ni Alejandro los laureles; / si a sus sienes aguarda una corona, / la hallará del estudio en los vergeles”. A tal carácter personal tan estilo expresivo.12
Fue Gutiérrez Girardot amigo de sus amigos y furibundo contradictor de sus contradictores. Se batía como un león en las polémicas y, como Voltaire, hacía de la exageración una válida arma literaria. Tuvo una devoción indeclinable por sus maestros, por Zubiri, Reyes y Heidegger, y una admiración incondicional a Borges, Vallejo, Friedrich. No era siempre fácil ni cómodo tratar con él y rebatirle sus insistencias.
Nada, pues, de aventuras intrépidas y legendarias que narrar. No fue un Bolívar, un Zapata ni un Che. Fue Gutiérrez Girardot, por el contrario, un sedentario hombre de escritorio: fue un provocador y un francotirador en la república de las letras, que desafió y fue correspondido, como lo recuerda su colega André Stoll (otro difícil), pero no frecuentemente con las armas de la franca polémica y el abierto debate, sino más bien con el “castigo callado”, como solía decir. El campo literario fue concebido, para el a-heroico ensayista colombiano, como campo de lucha de conceptos. En la Colombia de la década de 1950, como lo recordó en un homenaje póstumo que le hizo la Fundación Santillana, que fue algo como un antihomenaje, se le llamaba “Barbulita” porque estallaba con facilidad, como un barril de pólvora. Había algo, empero, muy digno en esa postura indeclinable, “una característica interesante”.