Rafael Gutiérrez Girardot y España, 1950-1953. Juan Guillermo Gómez García
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El propósito de esa biografía es, en una palabra, deslumbrar, y Lacouture lo consigue de sobra con los recursos que solo un maestro del género puede alcanzar. Pero estos recursos combinan la audacia expresiva, la artesanía narrativa y una cultura literaria vasta que subyuga y deja al lector como hipnotizado en la vida del héroe Malraux. El mismo Malraux queda velado en sus profundas contradicciones, de las cuales sale impune, como amparado por una condescendiente hada madrina: esta siempre justifica los caprichos de su predilecto, por virtud del genio literario y la valentía personal, y este se salva de cualquier reproche o juzgamiento serio de sus acciones públicas e inconsecuencias. Las virtudes expresivas y la documentación profusa asfixian el examen crítico, no propiamente de la calidad de la obra, sino de las actuaciones indudablemente condenables, como el robo fallido de las esculturas del templo budista Banteay Srei en Camboya, un verdadero intento de expoliación cultural de la antigua colonia francesa.
Malraux, en esta biografía relumbrante, se justifica como héroe de la cultura literaria francesa por su exquisita cultura, por su dandismo atrevido, por su sentido de aventura extrema (un D’Annunzio, un Lawrence, un Jünger) en torno de un yo arrogante que tira de los hilos de la existencia y en torno del cual parece bailar, como danzantes fantasmagóricos, sus contemporáneos ilustres y su tiempo. Todo contado como ocasión de ese ser inconfundible. Exceptuado Lacouture de cualquier reflexión histórico-sociológica, pese a que era demandada de suyo por presentar a Malraux como un autor lleno de conciencia histórica, el yo malrauxiano es alfa y omega de una constelación privilegiada. Todo parece menor o subalterno al lado de Malraux, no solo escritores como Gide, sino el mismo Trotski, Göring, Largo Caballero, De Gaulle (bueno, con este último, no tanto, para gloria de Francia). Es la autoproyección del héroe hiperbólico de Malraux, que en Hong Kong se alza como revolucionario y once años después lo repite en España en contra del pronunciamiento de Franco: desde su escuadra aérea lanzaba bombas a las tropas franquistas, en calidad de “coronel” Malraux, mientras en las tardes se reunía en un elegante hotel madrileño para departir con Ehrenburg, Neruda, Dos Passos y Alberti. El episodio de su salvamento de las garras de la Gestapo en Toulouse parece arrancado del guion de Indiana Jones.
El clímax de la vida de Malraux no fue, en la biografía de Lacouture, la publicación de La condición humana o La esperanza, sino el nombramiento de ministro de Información por el triunfador sobre Hitler, De Gaulle, quien había dicho adiós a las veleidades francesas de revolución. Ante él Malraux justificó su existencia plena: era la hora de la fusión de hombre de letras y de poder, de modo que De Gaulle era el Malraux del poder y Malraux el De Gaulle de las letras (¡Cómo añoraría Ortega y Gasset haber tenido este rol en la España de Franco! Pero este no era el caso, pues Franco entraba a la Guerra Fría por una vergonzosa puerta trasera y Ortega debía ocupar un muy discreto lugar en la dictadura franquista posbélica, como veremos). Malraux se erigió tras la Segunda Guerra Mundial, por amor patriótico, en el anticomunista estratégico, en el anti-Sartre de Les temps modernes.
¡Toda una leyenda viva del siglo! Es demasiada la prosa que se precisa para hacer inflar el globo de la gloria literaria de Malraux, para confundir en la mente del lector el mito fabuloso del escritor con el personaje biografiado. Biografiado, biógrafo y lector participan en el encanto entretenido de esa aventura sin fin. Malraux lleva así una vida excepcional y fabulosa, es la conclusión poco difícil de extraer del Malraux de Lacouture, pero no considero este atributo la función más aguda de una biografía intelectual.
En las antípodas metodológicas de esta rutilante biografía, no es una gran dificultad, pues, poner los ensayos sobre Racine de Barthes.3 En este prisma, no es el yo andante, sino la estructura abstracta lo que hace del autor un cuasicero a la izquierda. El gesto estructuralista también es heroico, una lucha contra lo convencional y la cómoda coincidencia cómplice de proyección tras lo absoluto humano, como un insecto biológicamente condicionado por el candil de la llama. La seducción por la “personalidad total”, la cual tuvo el mismo Malraux por el general De Gaulle en la primera entrevista, era la cabeza de turco de la modernidad que había que conducir a la guillotina del examen estructuralista. Nada como la estructura trágica de los héroes de Racine para el experimento de Barthes. Aquí campea un análisis interno exhaustivo de la estructura dramática y, a manera de complemento, un examen de obras dramáticas particulares: la Tebaida, Alejandro, Berenice, Fedra, etc. El acápite “La estructura” es clásico a este respecto, pues, en realidad, abstrae los elementos histórico-sociales para internarse en el corazón desnudo de la tragedia raciniana. Racine prácticamente es un pretexto de este examen barthesiano; es el extremo a-biográfico del “arte de la biografía”, para decirlo con Dosse.
¿Qué es la estructura de la tragedia raciniana? O ¿cómo Barthes nos presenta esa estructura? El apartado “La estructura” contiene una aguda pero también abstracta caracterización de los dramas de Racine, dividida así: “La cámara”; “Los tres espacios exteriores: la muerte, la huida, el acontecimiento”; “La horda”; “Los dos eros”; “La turbación”; “La ‘escena’ erótica”; “Lo tenebroso raciniano”; “La relación fundamental”, “Técnicas de agresión”; “Se”; “La división”; “El padre”; “El cambio brusco”; “La falta”; “El ‘dogmatismo’ del héroe raciniano”; “Esbozos de solución”; “El confidente”; “El miedo a los signos”, y “Logos y praxis”. La primera impresión, solo al leer los componentes de la estructura dramática, es simple: rompe con la convencional manera de describir la estructura de la obra literaria, obra que enriquece y modifica de modo innovador. La segunda impresión es que Barthes opera con gran sagacidad, no carente de un espíritu de aventura, que a veces roza con la carencia de escrúpulos; es decir, se aventura a abstracciones y generalizaciones audaces y no siempre con piso en la misma obra. La tercera es que el nivel de exigencia terminológica, sin llegar a la manía críptica de un Adorno, compite con ella. No cabe aquí aludir a cada una de las partes de este exigente capítulo, quizá de una manera modélica de esta forma de diseccionar la obra literaria, en la que el ingenio del intérprete asfixia la creación literaria y deja al margen de toda discusión de fondo al autor creativo.
El aparataje estructural podría ser válido para toda obra, en cualquier espacio y lugar, abusando de una a-historicidad ejemplar; dicho de otro modo, por pugnar contra el historicismo vacío de los estudios literarios, Barthes se lanza a un abismo especulativo, sintomático y a medias aceptable. Miremos, casi al azar, un pasaje de “La falta”:
Es pues necesario que el hombre obtenga su falta como un bien precioso. ¿Y qué medio más seguro para ser culpable que hacerse responsable de lo que está fuera de él, ante él? Dios, la Sangre, el Padre, la Ley, en síntesis, la Anterioridad se hace acusadora por esencia. Esta forma de culpabilidad absoluta no deja de recordar lo que en la política totalitaria se llama la culpabilidad objetiva: el mundo es un tribunal, si el acusado es inocente, el juez es culpable; así pues, el acusado carga con la falta del juez.4
¿Qué sobresale de esta o similares consideraciones? Simplemente que ellas se pueden y se deben aplicar a todas las obras con gran indistinción, que son válidas como un deber ser pre-, a- o anti-histórico, que son, en una palabra, estructuras intemporales de la obra literaria per se.
En el apartado “III. ¿Historia o literatura?”, Barthes explicita sus polémicas intenciones metodológicas, las extrema y pregunta con soberbia si es posible una historia literaria o si hay un modo de articular historia y literatura. La pregunta no la hace con desgano, sino con la intención de despejar equívocos tras equívocos en los estudios literarios. Tras esa arrogancia se esconden notas de gran interés metodológico, si no para llegar a un definitivo acuerdo de quién es histórica y sociológicamente Racine, al menos sí para saber qué no se acepta de los juicios ligeros de los historiadores de la literatura sobre el gran dramaturgo, quienes no son historiadores. A diferencia de Lacouture, que no se plantea problemas de esta índole tan intrincada, pues su labor de biógrafo se contrae a engrandecer