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—Ah, debería usted haber venido hace veinte años; entonces ella todavía hablaba de él.
—¿Y qué decía? —pregunté, ávido.
—No sé... que él la quería inmensamente.
—Y ella... ¿no le quería?
—Ella decía que era un dios.
La señorita Tita me dio esa información sin color, sin expresión; su tono podría haberla convertido en trivial cotilleo. Pero me agitó profundamente al dejarlo caer en la noche de verano; parecía un testimonio tan directo.
—¡Imagínese, imagínese! —murmuré. Y luego—: Dígame esto, por favor: ¿tiene ella algún retrato de él? Son lamentablemente raros.
—¿Un retrato? No sé —dijo la señorita Tita; y entonces hubo en su cara algún desconcierto—. ¡Buenas noches! —añadió, y se metió en la casa.
La acompañé hasta entrar en el ancho pasillo, sombrío y pavimentado de piedra, que, en el piso de abajo, correspondía a nuestra grandiosa sala. Se abría por un extremo al jardín, y al otro al canal, y ahora lo alumbraba sólo la lamparilla que me dejaban para subirla cuando me iba a acostar. A su lado, en la misma mesa, había una vela apagada, al parecer bajada por la señorita Tita.
—¡Buenas noches, buenas noches! —contesté, manteniéndome a su lado mientras ella iba a buscar su luz—. ¿Seguro que usted sabría, verdad, si ella tiene alguno?
—¿Si tiene qué? —preguntó la pobre, mirándome extrañamente sobre la llama de su vela.
—Un retrato del dios. No sé qué daría por verlo.
—No sé qué es lo que tiene. Guarda sus cosas bajo llave.
Y la señorita Tita se marchó hacia la escalera, evidentemente con la sensación de que había dicho demasiado.
La dejé marchar —no deseaba asustarla— y me contenté con indicar que la señorita Bordereau no habría guardado bajo llave una propiedad tan gloriosa como ésa: algo de que cualquiera estaría orgulloso, y que colgaría en lugar destacado de la pared de la sala. Por tanto, desde luego, no tenía ningún retrato. La señorita Tita no respondió directamente a eso, y, vela en mano de espaldas a mí, subió dos o tres escalones. Luego se detuvo de pronto y se volvió a mirarme a través del sombrío espacio.
—¿Usted escribe... usted escribe?
Había un temblor en su voz; apenas podía echar fuera lo que quería preguntar.
—¿Que si escribo? ¡Ah, no hable de lo que escribo yo el mismo día que de lo que escribió Aspern!
—¿Escribe usted sobre él... explora en su vida?
—Ah, esa pregunta es de su tía, ¡no puede ser de usted! —dije yo en tono de sensibilidad ligeramente herida.
—Más razón entonces para que la responda. ¿Escribe, por favor?
Creí que me había preparado para las falsedades que tuviera que decir, pero al llegar al punto encontré que de hecho no. Además, ahora que tenía una introducción, había una especie de alivio en ser franco. En último lugar (quizá eso era una fantasía, incluso una presunción) supuse que la señorita Tita personalmente, no sería menos amiga mía por ello, en última instancia. Así que, después de vacilar un momento, respondí: —Sí, he escrito sobre él y busco más material. Por lo más sagrado, ¿tiene usted algo?
—Santo Dio! —exclamó ella, sin atender a mi pregunta, y subió las escaleras de prisa hasta perderse de vista. Podría contar con ella en última instancia, pero, por el momento estaba visiblemente alarmada. La prueba de eso es que empezó a esconderse otra vez, de modo que en una quincena no la observé nunca. Encontré que mi paciencia disminuía y al cabo de cuatro o cinco días dije al jardinero que dejara de mandar flores.
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