Los papeles de Aspern. Henry James

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Los papeles de Aspern - Henry James

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tuve la sorpresa de oírle decir:

      —¡Ah, vaya, me alegro tanto de que haya venido!

      Ella y su tía tenían la propiedad común de los discursos inesperados. Salió del cenador casi como si se fuera a arrojar en mis brazos.

      Me apresuro a añadir que no hizo nada por el estilo; ni siquiera me dio la mano. Era una satisfacción para ella el verme, y al fin me dijo por qué, porque se ponía tan nerviosa cuando estaba al aire libre de noche y sola. Las plantas y las matas parecían tan extrañas en la oscuridad —no sabía decir qué eran— como los ruidos de animales. Se quedó parada junto a mí, mirando alrededor con aire de mayor seguridad pero sin mostrar interesarse por mí como individuo. Entonces adiviné que no tenía ninguna costumbre de asomadas nocturnas, y también me acordé (me había impresionado ese detalle hablando con ella antes de tomar posesión) de que era imposible exagerar su simplicidad.

      —Habla usted como si estuviera perdida en los bosques salvajes —dije, riendo—. Cómo se las arregla usted para mantenerse apartada de este encantador lugar cuando sólo tiene que dar tres pasos para entrar en él, es algo que todavía no he podido descubrir. Se esconde usted muy bien mientras yo estoy en la casa, ya lo sé; pero tenía esperanzas de que se asomara un poco otros momentos. Usted y su pobre tía están peor que las monjas carmelitas en sus celdas. ¿Le importaría decirme cómo viven sin aire, sin ejercicio, sin ninguna clase de contacto humano? No veo cómo llevan adelante los asuntos comunes de la vida.

      Me miró como si yo hablara alguna lengua extranjera, y su respuesta fue tan poco respuesta que me irrité mucho.

      —Nos acostamos muy pronto; antes de lo que usted creería.

      Yo estaba a punto de decir que eso no hacía más que ahondar el misterio, cuando me dio algún alivio añadiendo:

      —Antes de que viniera usted, no estábamos tan retiradas. Pero yo nunca he salido de noche.

      —¿Nunca por estos fragantes senderos, que florecen aquí delante de sus narices?

      —Ah —dijo la señorita Tita—, ¡nunca habían estado bonitos hasta ahora!

      Había en ello una referencia inconfundible y una comparación halagadora, de modo que me pareció haber ganado una pequeña ventaja. Como me convendría explotarla para establecer una especie de agravio, le pregunté por qué, puesto que consideraba bonito mi jardín, nunca me había dado las gracias por las flores que les había estado mandando en tales cantidades desde hacía tres semanas. No me había desanimado eso; como habría observado, había una brazada diaria; pero yo me había educado en las formas corrientes, y alguna palabra de reconocimiento de vez en cuando me habría tocado donde debía.

      —¡Bueno, no sabía que eran para mí!

      —Eran para ustedes dos. ¿Por qué iba a hacer diferencias?

      La señorita Tita reflexionó como si pensara una razón para ello, pero no consiguió obtenerla. En cambio, preguntó de repente:

      —¿Por qué razón quiere usted conocernos?

      —Después de todo, debería no ser lo mismo —contesté—. Esa pregunta es de su tía; no es de usted, usted no la haría si no la hubieran llevado a hacerla.

      —Ella no me dijo que le preguntara a usted —contestó la señorita Tita: era la más rara mezcla de lo elusivo y lo directo.

      —Bueno, muchas veces se lo ha preguntado ella misma y le ha expresado a usted su asombro. Ha insistido en ello, de manera que le ha metido en la cabeza la idea de que yo soy inaguantablemente entrometido. Palabra que creo haber sido muy discreto. ¡Y que completamente debe haber perdido su tía toda tradición de sociabilidad para ver algo extraño en la idea de que gente respetable e inteligente, viviendo como vivimos bajo el mismo techo, intercambien ocasionalmente alguna observación! ¿Qué podría ser más natural? Somos del mismo país y tenemos por lo menos algo de los mismos gustos, puesto que, como a ustedes, me gusta mucho Venecia.

      Mi interlocutora parecía incapaz de captar más de una sola oración en cualquier discurso, y declaró rápidamente, ávidamente, como si respondiera a todo mi discurso:

      —¡A mí no me gusta Venecia en lo más mínimo! ¡Me gustaría marcharme muy lejos!

      —¿Y ella siempre la ha retenido así? —seguí, para mostrarle que yo podía ser tan frívolo como ella.

      —Ella me ha dicho que saliera esta noche; me lo ha dicho muchas veces —dijo la señorita Tita—. Soy yo la que no quería salir. No me gusta dejarla.

      —¿Está demasiado débil, está agotándose? —pregunté, con más emoción, creo, de la que deseaba mostrar. Lo juzgué así por el modo como sus ojos se posaron en mí en la sombra. Eso me dejó un poco cohibido, y, para desviar la cuestión, continué jovialmente—: Sentémonos juntos cómodamente en algún sitio y cuénteme de ella.

      La señorita Tita no se resistió a ello. Encontramos un banco menos aislado, menos confidencial, como quien dice, que el del cenador, y todavía estábamos sentados allí cuando oí dar la medianoche en esas claras campanas de Venecia que vibran con una solemnidad única sobre la laguna y se demoran en el aire mucho más que los sones de otros lugares. Estuvimos juntos más de una hora y nuestra entrevista, a mi parecer, dio un gran avance a mi pretensión. La señorita Tita aceptó la situación sin protesta; llevaba tres meses evitándome pero ahora me trataba casi como si esos tres meses me hubieran hecho un viejo amigo. Si yo hubiera deseado, podría haber inferido de eso que, aunque me había evitado, lo había hecho con mucha consideración. Ella no prestó atención a la fuga del tiempo; no se preocupó porque yo la tuviera tanto tiempo lejos de su tía. Habló libremente, respondiendo a preguntas y no aprovechando siquiera ciertas pausas más bien largas, que inevitablemente surgían, para decir que más valía que entrara. Era casi como si estuviera esperando algo, algo que yo podría decirle, y pretendía darme mi oportunidad. Me impresionó eso más por decirme que su tía llevaba algunos días menos bien, y de un modo bastante nuevo. Estaba más débil; algunos momentos parecía no tener ninguna fuerza; pero más que nunca, deseaba que la dejaran tranquila. Por eso le había dicho que saliera; ni siquiera que se quedara en su propio cuarto, que estaba al lado, decía que su sobrina la irritaba, la ponía nerviosa. Se quedaba sentada inmóvil durante horas, como si durmiera; siempre lo había hecho así, meditando y dormitando; pero, en esos casos, antes daba de vez en cuando alguna pequeña señal de vida, deseando que su compañera se acercara con su labor. La señorita Tita me confió que ahora su tía estaba tan inmóvil que a veces temía que estuviera muerta; además, apenas comía; no se sabía de qué vivía. Lo importante era que casi todos los días seguía levantándose: el trabajo serio era vestirla, sacarla de su alcoba haciendo rodar su butaca. Se aferraba todo lo posible a sus viejos hábitos y siempre se empeñaba en sentarse en el salón, a pesar de lo poco que habían recibido desde hacía años.

      Apenas sabía yo qué pensar de todo eso; de la repentina conversión de la señorita Tita a la sociabilidad y de la extraña circunstancia de que cuanto más parecía la anciana declinar hacia su fin, menos deseara ser cuidada. La historia no estaba de acuerdo en sus partes, y aun me pregunté si no sería una trampa que me tendían, el resultado de un designio para hacerme quedar al descubierto. No podría decir por qué mis compañeras (como sólo se las podía llamar por cortesía) tendrían tal propósito; por qué iban a echar la zancadilla a un huésped tan lucrativo. En todo caso, seguí en guardia, de modo que la señorita Tita no volviera a tener ocasión de preguntarme si tenía algún arrière-pensée. Pobre mujer, antes de separarnos esa noche, mi ánimo quedó tranquilo en cuanto a su capacidad para atender a alguien.

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