Los papeles de Aspern. Henry James

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Los papeles de Aspern - Henry James

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la cabeza que evidentemente significaba que me podía ir. Salí del cuarto, reflexionando que no sería fácil engañarla. Al volver a encontrarme en la sala, vi que la señorita Tita me había seguido y supuse que, como su tía había descuidado sugerir que debería echar un vistazo a mis habitaciones, ella tenía el propósito de reparar esa omisión. Pero no sugirió tal cosa: se quedó allí sólo con una sonrisa velada, aunque no lánguida, y con un aire de juventud irresponsable e incompetente que difería casi cómicamente de la ajada realidad de su persona. No estaba inválida, como su tía, pero me parecía aún más desvalida, porque su ineficacia era espiritual, lo que no era el caso con la señorita Bordereau. Esperé a ver si me ofrecía enseñarme el resto de la casa, pero no precipité la cuestión, ya que mi plan era desde ese momento pasar la mayor parte posible de mi tiempo en su sociedad. Sólo observé al cabo de un momento:

      —He tenido más suerte de lo que esperaba. Ha sido muy bondadoso por parte de ella verme. Quizá usted dijo a mi favor alguna buena palabra.

      —Fue la idea del dinero —dijo la señorita Tita.

      —¿Y usted lo sugirió?

      —Le dije que quizá usted daría mucho.

      —¿Qué le hizo a usted creer eso?

      —Le dije que creía que usted era rico.

      —¿Y qué le metió esa idea en la cabeza?

      —No sé: el modo como habló usted.

      —Vaya: ahora debo hablar de modo diferente —afirmé—. Lamento decir que no es ése el caso.

      —Bueno —dijo la señorita Tita—, creo que en Venecia los forestieri, en general, muchas veces dan mucho por algo que después de todo no es mucho.

      Parecía haber en esa observación intenciones consoladoras, deseando recordarme que, si había sido derrochador, no era en realidad tan locamente singular. Atravesamos juntos la sala, y al observar sus magníficas medidas, le dije que temía que no formaría parte de mi quartiere. ¿Estarían mis habitaciones por casualidad entre las que daban a ella?

      —No si usted va arriba, al segundo piso —respondió con un aire un poco sobresaltado, como si ella más bien hubiera dado por supuesto que yo sabría mi sitio adecuado.

      —Y deduzco que ahí es donde a su tía le gustaría que estuviera yo.

      —Dijo que sus habitaciones deberían ser muy diferentes.

      —Eso ciertamente sería lo mejor.

      Y escuché con respeto mientras me decía que arriba yo era libre de poner lo que quisiera; que había otra escalera, pero sólo desde el piso donde estábamos, y que para pasar de él al piso del jardín o subir a mi alojamiento, tendría de hecho que cruzar por la gran sala. Ese era un punto de inmensa ganancia: preví que constituiría todo mi punto de apoyo para mis relaciones con las dos señoras. Cuando pregunté a la señorita Tita cómo me las iba a arreglar para encontrar mi camino de subida, contestó, con un acceso de esa timidez sociable que señalaba constantemente sus maneras:

      —Quizá no pueda. No veo... a no ser que vaya yo con usted.

      Evidentemente no se le había ocurrido antes. Subimos al piso de arriba y visitamos una larga serie de cuartos vacíos. Los mejores de ellos daban al jardín; algunos de los otros tenían una vista de la azul laguna, encima de los techos de enfrente, de toscas tejas. Estaban todos polvorientos y aun un poco desfigurados por el largo descuido, pero vi que gastando unos pocos centenares de francos podría convertir tres o cuatro de ellos en una cómoda residencia. Mi experimento me resultaba caro, pero ahora que prácticamente había tomado posesión, dejé de consentir que eso me inquietara. Le dije a mi acompañante unas pocas de las cosas que iba a traer, pero ella contestó, con bastante más precipitación que de costumbre, que podía hacer exactamente lo que quisiera; parecía desear notificarme que las señoritas Bordereau no se tomarían interés visible en mis actividades. Adiviné que su tía la había instruido para que adoptara ese tono, y ahora puedo decir que luego llegué a distinguir perfectamente (según creía) entre los discursos que ella hacía por su propia responsabilidad y los que le imponía la anciana. Ella no se fijó en la situación de los cuartos sin barrer ni se entregó a explicaciones ni excusas. Me dije que era señal de que Juliana y su sobrina (¡idea decepcionante!) eran personas poco limpias, según una baja norma a la italiana; pero luego reconocí que un residente que había forzado su entrada no tenía locus standi como crítico. Nos asomamos a muchas ventanas, pues no había en los cuartos nada que mirar, y sin embargo yo quería demorarme. Le pregunté qué podían ser varias cosas en la perspectiva, pero en ningún caso pareció saberlo. Evidentemente no le resultaba familiar la vista —era como si hiciera años que no miraba y al fin vi que estaba demasiado preocupada con otra cosa para fingir que le importaba. De repente dijo, sin que la observación le fuera sugerida:

      —No sé si para usted eso significa ninguna diferencia, pero el dinero es para mí.

      —¿El dinero?

      —El dinero que va a traer.

      —Bueno, me hará desear quedarme aquí dos o tres años.

      Hablé con la mayor benevolencia posible, aunque había empezado a ponerme nervioso que con esas mujeres tan asociadas a Aspern volviéramos constantemente a la cuestión monetaria.

      —Sería muy bueno para mí —contestó, sonriendo.

      —¡Me hace mucho honor!

      Pareció no ser capaz de entenderlo, pero siguió:

      —Ella quiere que yo tenga más. Cree que se va a morir.

      —¡Ah, no pronto, espero! —exclamé, con sentimientos sinceros. Había considerado perfectamente la posibilidad de que destruyera sus papeles el día que sintiera que se acercaba realmente su fin. Creía que se aferraría a ellos hasta entonces y pienso que imaginé que leía las cartas de Aspern todas las noches, o por lo menos las apretaba contra sus labios marchitos. Habría dado mucho por tener un atisbo de este espectáculo. Pregunté a la señorita Tita si la anciana estaba muy enferma y contestó que estaba sólo muy cansada —que había vivido tanto, tanto tiempo—. Eso era lo que decía ella misma; que quería morir para cambiar. Además, todas sus amistades habían muerto hace mucho; o ellos deberían haberse quedado o ella debería haberse ido. Esa era otra cosa que su tía decía muchas veces: que no estaba nada contenta.

      —Pero la gente no se muere cuando quiere, ¿verdad? —preguntó la señorita Tita. Me tomé la libertad de preguntarle por qué, si de hecho había bastante dinero para mantener a las dos, no iba a haber más que suficiente en caso de que ella se quedara sola. Ella consideró un momento ese difícil problema y luego dijo:

      —Ah, bueno, ya sabe, ella se cuida de mí. Cree que cuando yo esté sola haré mucho el tonto y no sabré arreglármelas.

      —Más bien habría supuesto que usted cuida de ella. Me temo que es muy orgullosa.

      —¿Cómo, lo ha descubierto eso ya? —exclamó la señorita Tita, con el fulgor de una iluminación en la cara.

      —Estuve encerrado con ella ahí durante un tiempo considerable, y me impresionó, me interesó extremadamente. No tardé mucho en hacer ese descubrimiento. No tendrá mucho que decirme mientras esté aquí.

      —No, creo que no —reconoció mi acompañante.

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