Los papeles de Aspern. Henry James
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La sobrina, según la señora Prest, no era tan vieja, y ella arriesgó la conjetura de que fuera sólo una sobrinanieta. Eso era posible; yo sólo tenía mi participación en el muy limitado conocimiento de mi compañero inglés de adoración, John Cumnor, que nunca había visto a la pareja. El mundo, como digo, había reconocido a Jeffrey Aspern, pero Cumnor y yo éramos quienes le habíamos reconocido más. La multitud, hoy, acudía en rebaños a su templo, pero él y yo nos considerábamos los ministros de ese templo. Considerábamos justamente, según creo, que habíamos hecho por su memoria más que nadie, y lo habíamos hecho ofreciendo luces sobre su vida. El no tenía nada que temer de nosotros, porque no tenía nada que temer de la verdad, que era lo único que, a tal distancia en el tiempo, podíamos estar interesados en establecer. Su temprana muerte había sido el único punto oscuro en su vida, a no ser que los papeles en manos de la señorita Bordereau produjeran perversamente otros. Hacia 1825 se había tenido la impresión de que él «la había tratado mal», así como había la impresión de que había «servido», como dice el pueblo londinense, a varias otras damas de la misma manera. Cumnor y yo habíamos sido capaces de investigar cada uno de esos casos, y nunca habíamos dejado de declararle conscientemente inocente de toda conducta desordenada. Yo quizá le juzgaba con más indulgencia que mi amigo; ciertamente en todo caso, me parecía que ningún hombre podía haber andado derecho en esas circunstancias dadas. Casi siempre eran difíciles. La mitad de las mujeres de su época, para hablar liberalmente, se le habían echado al cuello, y no habían dejado de producirse muchas complicaciones, algunas de ellas graves, por esa perniciosa moda. El no era un poeta de la mujer, como yo había dicho a la señora Prest, en la fase moderna de su reputación, pero la situación había sido diferente cuando la propia voz de ese hombre se mezclaba con su canto. Esa voz, según todos los testimonios, era una de las más dulces que se habían oído nunca. «¡Orfeo y las Ménades!», fue la exclamación que subió a mis labios la primera vez que hojeé su correspondencia. Casi todas las Ménades eran poco razonables y muchas de ellas insoportables; en resumen, me dio la impresión de que él era más bondadoso, más considerado de lo que yo habría sido en su lugar (¡si podía imaginarme en tal lugar!).
Ciertamente era extraño sobre toda extrañeza, y no ocuparé espacio intentando explicarlo, que mientras en todas las demás líneas de investigación teníamos que habérnoslas con fantasmas y polvo, meros ecos de ecos, no hubiéramos prestado atención a la única fuente viva de información que se había demorado hasta nuestro tiempo. Todas las contemporáneas de Aspern habían fallecido, según nuestro cálculo; no habíamos sido capaces de mirar unos ojos que hubieran mirado los suyos ni sentir un contacto transmitido por ninguna mano anciana que la suya hubiera tocado. La pobre señorita Bordereau parecía la más muerta de todas, y sin embargo ella sola había sobrevivido. Agotamos a lo largo de meses nuestro asombro por no haberla encontrado antes y la sustancia de nuestra explicación fue que ella se había estado tan callada. La pobre señora, en conjunto había tenido razón para hacerlo así. Pero fue una revelación para nosotros que fuera posible quedarse tan callada como todo eso en la segunda mitad del siglo diecinueve —la época de los periódicos y los telegramas y los entrevistadores—. Y ella tampoco se había molestado mucho para eso: no se había escondido en ningún agujero inencontrable sino que se había instalado atrevidamente en una ciudad de exhibición. El único secreto que podíamos percibir era que Venecia contenía tantas curiosidades mayores que ella. Y además la casualidad la había favorecido, como se veía por ejemplo en el hecho de que la señora Prest nunca me la hubiera mencionado por casualidad, aunque yo había pasado tres semanas en Venecia —ante sus narices, como quien dice— hacía cinco años. La señora Prest no le había dicho a nadie ni eso: parecía casi haber olvidado que ella estaba ahí. Claro que ella no tenía las responsabilidades de quien prepara la edición de un texto. El hecho de que se nos hubiera escapado esa mujer no se explicaba con decir que vivía en el extranjero, pues nuestras investigaciones nos habían llevado repetidas veces (no sólo por correspondencia, sino en averiguaciones personales) a Francia, a Alemania, a Italia, países donde, sin contar su importante estancia en Inglaterra, había pasado Aspern tantos de los pocos años de su carrera. Nos alegraba pensar por lo menos que en todas nuestras publicaciones (algunas personas creo que consideran que hemos exagerado) sólo habíamos tocado de pasada y del modo más discreto su relación con la señorita Bordereau. Extrañamente, aunque hubiéramos tenido el material (y muchas veces nos habíamos preguntado qué habría sido de él), ése habría sido el episodio más difícil de tratar.
La góndola se detuvo, el viejo palacio estaba ahí; era una casa de esa clase que en Venecia lleva siempre un digno nombre aun en el más extremado destartalamiento.
—¡Qué encantador! ¡Es gris y rosa! —exclamó mi compañera, y ésa es su descripción más completa. No era especialmente antiguo, sólo dos o tres siglos; y tenía un aire no tanto de decadencia cuanto de callado pesimismo, como si hubiera equivocado su carrera. Pero su amplia fachada, con un balcón de piedra de extremo a extremo del piano nobile, el piso principal, era lo bastante arquitectónica, con ayuda de varias pilastras y arcos; y el estuco con que la habían adornado entre sus intervalos, estaba rosado en la tarde de abril. Dominaba un canal limpio, melancólico, poco frecuentado, que tenía una cómoda riva o acera en cada lado.
—No sé por qué —dijo la señora Prest— no hay altillos de ladrillo, pero éste rincón me ha parecido siempre más holandés que italiano, más como Amsterdam que como Venecia. Está perversamente limpio, por razones desconocidas, y aunque se puede pasar a pie, casi nadie piensa nunca en ello. Tiene el aire de un domingo protestante. Quizá la gente tenga miedo a las señoritas Bordereau. Estoy segura de que tienen fama de brujas.
No recuerdo qué respuesta di a eso; estaba absorto en otras dos reflexiones. La primera de ellas era que si la vieja dama vivía en una casa tan grande e imponente no podía estar en ninguna clase de miseria, y por tanto no se sentiría tentada por una ocasión de alquilar un par de habitaciones. Expresé esa idea a la señora Prest, quien me dio una respuesta muy lógica:
—Si no viviera en una casa grande, ¿cómo podría haber cuestión de que tuviera cuartos de sobra? Si no estuviera alojada ella misma con amplitud, a usted le faltaría motivo para abordarla. Además, una casa grande aquí y especialmente en este quartier perdu, no significa nada en absoluto: es perfectamente compatible con una situación de penuria. Los viejos palazzi destartalados, si usted se molesta en buscarlos, se consiguen por cinco chelines al año. Y en cuanto a la gente que vive en ellos... no, mientras no haya explorado Venecia socialmente tanto como yo, no puede hacerse idea de su desolación doméstica. Viven de nada, porque no tienen nada de que vivir.
La otra idea que se me había metido en la cabeza estaba relacionada con una alta tapia vacía que parecía rodear una extensión de terreno a un lado de la casa. La llamo vacía, pero estaba adornada con esas manchas que agradan a un pintor, brechas reparadas, desmoronamientos del revoque, salientes de ladrillo que se habían puesto rosados con el tiempo, y unos pocos árboles delgados, con los postes de ciertas desvencijadas espalderas, eran visibles por encima. El sitio era un jardín y al parecer pertenecía a la casa. Se me ocurrió de repente que si pertenecía a la casa yo tenía mi pretexto.
Me quedé sentado mirándolo todo con la señora Prest (estaba cubierto del dorado fulgor de Venecia) desde la sombra de nuestras felze, y ella me preguntó si quería entrar entonces, mientras ella me esperaba, o volver en otro momento. Al principio, no pude decidir; sin duda era una debilidad mía. Todavía quería pensar que podría encontrar un punto de apoyo, y tenía miedo a encontrar un fracaso, pues eso me dejaría, como hice notar a mi compañera, sin otra flecha para mi arco.
—¿Por qué otra no? —preguntó, mientras yo seguía allí vacilando y pensándolo; y deseó saber por qué ahora mismo y antes de tomarme la molestia de convertirme en un huésped (lo que podría ser lamentablemente incómodo, después de todo, aunque tuviera éxito), no tenía el recurso