Los papeles de Aspern. Henry James
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los papeles de Aspern - Henry James страница 6
—¡Tiene muy buenas maneras: la eduqué yo misma!
Yo estuve a punto de decir que eso explicaba la tranquila gracia de la sobrina, pero me detuve a tiempo, y la anciana siguió un momento después:
—No me importa quién sea usted; no quiero saberlo; hoy día eso significa muy poco.
Esto tenía todo el aire de ser una fórmula de despedida, como si sus siguientes palabras fueran que ya podía marcharme, una vez que había tenido la diversión de mirar a la cara a tal monstruo de indiscreción. Por eso me quedé más sorprendido cuando añadió, con su suave y venerable voz temblorosa:
—Puede tener tantos cuartos como quiera... si paga una buena suma de dinero.
Vacilé un momento, lo suficiente para preguntarme qué querría decir en especial con esa condición. Primero se me ocurrió que debía estar pensando realmente en una gran suma; luego razoné rápidamente que su idea de una gran suma probablemente no correspondería a la mía. Mi deliberación, creo, no fue tan visible como para disminuir la prontitud con que respondí:
—Pagaré con gusto, y por supuesto por adelantado, lo que usted crea oportuno pedirme.
—Bueno, entonces, mil francos al mes —replicó al instante, mientras su desconcertante vetillo verde seguía cubriendo su expresión.
La cifra era sorprendente y mi lógica había fallado. La suma que indicaba era enormemente grande, según la medida veneciana de esos asuntos; había muchos palacios en un rincón a trasmano que yo podía haber disfrutado por todo un año en tales condiciones. Pero, en la medida en que lo permitían mis pequeños medios, estaba dispuesto a gastar dinero, y tomé mi decisión rápidamente. Pagaría con una sonrisa lo que me pidiera, pero en ese caso me daría la compensación de sacarle los papeles por nada. Además, aunque me hubiera pedido cinco veces más, yo habría estado a la altura de la ocasión: tan odioso me habría parecido andar regateando con la Juliana de Aspern. Ya era bastante extraño tener un asunto de dinero con ella en absoluto. Le aseguré que su modo de ver el asunto coincidía con el mío y que a la mañana siguiente tendría el gusto de poner en sus manos la renta de tres meses. Ella recibió este anuncio con serenidad y al parecer sin pensar que, al fin y al cabo, estaría bien por su parte decir que primero debía ver las habitaciones. Eso no se le ocurrió y desde luego su serenidad era principalmente lo que yo quería. Se acababa de cerrar nuestro pequeño trato, cuando se abrió la puerta y apareció en el umbral la señora más joven. Tan pronto como la señorita Bordereau vio a su sobrina, exclamó casi con alegría:
—¡Va a dar tres mil... tres mil mañana!
La señorita Tita se quedó quieta, con sus pacientes ojos pasando del uno al otro; luego preguntó, casi con un hilo de voz:
—¿Quiere decir francos?
—¿Dijo usted francos o dólares? —me preguntó la anciana ante eso.
—Creo que fueron francos lo que usted dijo —respondí, sonriendo.
—Está muy bien —dijo la señorita Tita, como si se hubiera dado cuenta de que su propia pregunta podía parecer excesiva.
—¿Tú qué sabes? Tú eres una ignorante —observó la señorita Bordereau, no con acritud, sino con una extraña frialdad suave.
—Sí, del dinero, ¡cierto que del dinero! —se apresuró a exclamar la señorita Tita.
—Estoy seguro de que tiene sus ramas de conocimientos —me tomé la libertad de decir, jovialmente. No sé por qué, había algo doloroso para mí en el giro que había tomado la conversación al tratar de la renta.
—Tuvo una buena educación cuando era joven. Yo me ocupé de eso —dijo la señorita Bordereau. Luego añadió—: Pero después no ha aprendido nada.
—Siempre he estado contigo —asintió la señorita Tita, con mucha suavidad, y evidentemente sin intención de hacer un epigrama.
—Sí, ¡menos para eso! —declaró su tía, con más fuerza satírica.
Evidentemente quería decir que, sin eso, su sobrina no habría salido adelante en absoluto; sin embargo, el sentido de su observación no lo alcanzó la señorita Tita, aunque se ruborizó de oír revelar su historia a un desconocido. La señorita Bordereau siguió, dirigiéndose a mí:
—¿Y a qué hora vendrá usted mañana con el dinero?
—Cuanto antes, mejor. Si le viene bien, vendré a mediodía.
—Yo estoy siempre aquí, pero tengo mis horas —dijo la anciana, como si no se hubiera de dar por supuesta su conveniencia.
—¿Quiere decir las horas en que recibe?
—Nunca recibo. Pero le veré a mediodía, cuando venga con el dinero.
—Muy bien, seré puntual. —Y añadí—: ¿Puedo darle la mano, a modo de contrato?
Creí que debería haber alguna pequeña forma, que realmente me haría sentirme más tranquilo, pues preveía que no habría otra. Además, aunque la señorita Bordereau no podía ser considerada entonces personalmente atractiva, y había algo incluso en su gastada antigüedad que le hacía mantenerse a uno a distancia, sentí un irresistible deseo de tener en mi mano un momento la mano que Jeffrey Aspern había oprimido.
Durante unos momentos no dio respuesta y vi que mi propuesta no conseguía encontrar su aprobación. No se permitió ningún movimiento de retirada, como casi esperaba yo; sólo dijo fríamente:
—Pertenezco a una época en que eso no era la costumbre.
Me sentí bastante humillado, pero exclamé de buen humor hacia la señorita Tita:
—¡Ah, lo mismo da que sea usted!
Le di la mano mientras ella contestaba, con una pequeña agitación:
—Sí, sí, para demostrar que todo está arreglado.
—¿Traerá el dinero en oro? —preguntó la señorita Bordereau, cuando me dirigía hacia la puerta.
La miré un momento.
—¿No tiene un poco de miedo, después de todo, de guardar una suma como ésa en la casa?
No era tanto que me molestara su avidez, cuanto que realmente me chocaba la disparidad entre tal tesoro y tan escasos medios de guardarlo.
—¿De quién iba yo a tener miedo si no tengo miedo de usted? —preguntó con su encogido aire sombrío.
—Ah,