Los papeles de Aspern. Henry James
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Me demoraba en la sala mientras iba de un lado a otro; solía observar —tanto como me parecía decente la puerta que daba a la parte de la casa donde estaba la señorita Bordereau—. Una persona que me observara podría haber supuesto que trataba de lanzar un hechizo sobre ella o intentar algún extraño experimento de hipnotismo. Pero no hacía sino rezar porque se abriera o pensar qué tesoro se escondería probablemente detrás de ella. Me parece curioso, ahora que lo vuelvo a mirar, que nunca dudara por un momento que las reliquias sagradas estaban allí; nunca dejaba de sentir cierta alegría al estar bajo el mismo techo que ellas. Después de todo, estaban bajo mis manos; todavía no se me habían escapado; y ponían mi vida en continuación, en cierto modo, con la ilustre vida que habían tocado por el otro lado. Me perdía en esa satisfacción hasta el punto de asumir —en mi callada extravagancia— que la pobre señorita Tita también llegaba hasta atrás, como solía formularlo yo. Claro que sí llegaba, la amable solterona, pero no tanto como hasta Jeffrey Aspern, que para ella era algo sólo de oídas, igual que para mí. Sólo que llevaba años viviendo con Juliana, había visto y manejado los papeles y (aunque era estúpida) algún conocimiento esotérico se le había pegado. Eso era lo que representaba la anciana —conocimiento esotérico—, y ésa era la idea con que se excitaba mi corazón editorial. Literalmente, latía más de prisa, a menudo, al anochecer, cuando yo había salido, al detenerme con mi vela en el resonante vestíbulo subiendo a acostarme. Era como si en tal momento, en la calma, tras la larga contradicción del día, los secretos de la señorita Bordereau estuvieran en el aire, y el prodigio de su supervivencia fuera más palpable. Esas eran mis agudas impresiones. Las tenía de otra forma, con algo más de reciprocidad, durante las horas en que me sentaba en el jardín mirando por encima de mi libro hacia las ventanas cerradas de mi patrona. En esas ventanas no aparecía ninguna señal de vida; era como si, por miedo a que yo captara un atisbo de ellas, las dos señoras pasaran sus días a oscuras. Pero eso sólo probaba que tenían algo que ocultar, que era lo que yo deseaba demostrar. Las persianas inmóviles se hacían tan expresivas como unos ojos conscientemente cerrados, y yo me consolaba pensando que, en todo caso, aunque invisibles por sí mismas, ellas me veían entre las rendijas.
Me empeñé en pasar todo el tiempo posible en el jardín, para justificar la imagen que había dado al principio de mi pasión horticultural. Y no sólo gasté tiempo sino (¡maldita sea!, como decía yo) dinero. Tan pronto como tuve arregladas mis habitaciones y pude ocuparme adecuadamente del asunto, inspeccioné el lugar con un experto listo y establecí condiciones para ponerlo en orden. Lamenté hacerlo, pues personalmente lo prefería tal como estaba, con sus hierbajos y su salvaje y áspera espesura, su dulce desastramiento, tan característicamente veneciano. Tenía que ser coherente, para mantener la promesa de que inundaría la casa de flores. Además formé el gracioso proyecto de que me abriría paso con flores, tendría éxito a fuerza de grandes ramos. Atacaría a las viejas con lirios; bombardearía su ciudadela con rosas. Su puerta tendría que ceder a la presión cuando se amontonara contra ella una montaña de claveles. El lugar, en realidad, estaba brutalmente descuidado. La capacidad veneciana para holgazanear es máxima, y durante muchos días, mi jardinero no tuvo otra cosa que mostrar por sus servicios sino basuras sin límite. Hizo muchos hoyos y se llevó muchas carretadas de tierra, y al cabo de poco me puse tan impaciente que pensé si enviar mis ramilletes desde el puesto más próximo. Pero reflexioné que las señoras verían, a través de las rendijas de sus persianas, que debían ser comprados y decidirían con eso que yo era un impostor. Así que me dominé y, al fin, aunque la tardanza fue larga, percibí algunas apariencias de florecimiento. Eso me animó y aguardé serenamente a que se multiplicaran. Mientras tanto, los días del verdadero verano llegaron y empezaron a pasar, y al volver la vista atrás hacia ellos, casi me parecen los más felices de mi vida. Me cuidé cada vez más de estar en el jardín siempre que no hiciera demasiado calor. Me hice arreglar un cenador, con una mesa baja y una butaca dentro; y saqué libros y carpetas (siempre tenía entre manos algún asunto de escribir), y trabajé y aguardé y cavilé con esperanzas, mientras pasaban las horas doradas y las plantas absorbían la luz y el inescrutable viejo palacio palidecía, y luego, al caer el día, empezaba a enrojecerse con él, y mis papeles se agitaban en la brisa errante del Adriático.
Considerando qué poca satisfacción obtuve de ello al principio, es notable que no me hubiera cansado más de preguntarme qué místicos ritos de hastío celebraban las señoritas Bordereau en sus cuartos oscurecidos; si siempre su tenor de vida había sido así y cómo en años anteriores habían escapado de rozarse con sus vecinos. Estaba claro que debían haber tenido otras costumbres y otra situación; que debían alguna vez haber sido jóvenes o al menos de media edad. No tenían fin las preguntas que era posible preguntarse sobre ellas, ni fin las respuestas que era posible formular. Yo había conocido muchos compatriotas en Europa y estaba acostumbrado a las extrañas maneras que estaban expuestos a adoptar allí: pero las señoritas Bordereau formaban completamente un nuevo tipo del alejado de América. Incluso, estaba claro de que el nombre de americanas había dejado de tener ninguna aplicación a ellas; lo había visto eso en los diez minutos que pasé en el cuarto de la anciana. No se podía decir de dónde venían, por el aspecto de ninguna de las dos; de donde quiera que vinieran, hacía mucho que habían abandonado su acento y sus maneras locales. No había en ellas nada que reconocer, y, dejando aparte la cuestión de la lengua, podrían haber sido noruegas o españolas. La señorita Bordereau, después de todo, llevaba en Europa casi tres cuartos de siglo; eso aparecía en unos versos que le dirigió Aspern en la ocasión en que él se ausentó por segunda vez de América —versos cuya fecha habíamos establecido Cumnor y yo con suficiente solidez, después de infinitas conjeturas—: que incluso entonces, siendo una chica de veinte años, ya estaba en la orilla extranjera del mar. Había en ese poema una implicación (espero que no sólo por la frase) de que él había regresado en atención a ella. No teníamos verdadera luz sobre la situación de ella en aquel momento, así como tampoco sobre su origen, que creíamos era del tipo que se suele llamar modesto. Cumnor tenía la teoría de que ella había sido institutriz en alguna familia visitada por el poeta, y que, a consecuencia de esa posición de ella, hubo desde el principio algo inconfesado, o más bien algo