Los papeles de Aspern. Henry James
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Había algo conmovedor en la buena fe de ese esbozo de antiguas glorias sociales: el picnic en el Lido seguía vivo a través de las épocas y la pobre señorita Tita evidentemente tenía la impresión de haber pasado una juventud brillante. De hecho, había tenido un atisbo del mundo veneciano, en sus idas y venidas, escasas y profesionales, de cotilleo, de atención a la casa; pues observé por primera vez que había adquirido por contacto algo de la gracia del habla del lugar, familiar, suave de sonido, casi infantil. Juzgué que había absorbido ese dialecto invertebrado por el modo natural como surgían en sus labios los nombres de cosas y personas —sobre todo puramente locales—. Si sabía poco de lo que esos nombres representaban, menos aún sabía de cualquier otra cosa. Su tía se había encerrado en sí misma —su falta de interés en los salvamanteles y las pantallas era señal de eso— ella no había sido capaz de mezclarse en la sociedad ni de prestarle atención ella sola; así que la materia de sus reminiscencias daba la impresión de un mundo viejo por completo. Si ella no hubiera sido tan decente sus referencias habrían parecido llevarle a uno atrás, a la extraña Venecia rococó de Casanova. Me encontré cayendo en el error de considerarla también como una coetánea de Jeffrey Aspern; eso era porque tenía tan poco en común con lo mío. Era posible, me dije, que ni siquiera hubiera oído hablar de él; podría ser muy bien que Juliana no hubiera querido levantar ni siquiera para ella el velo que cubría el templo de su juventud. En ese caso quizá no sabría de la existencia de los papeles, y me agradó esa suposición —me hacía sentirme más seguro con ella—, hasta que recordé que habíamos creído que la carta de negativa recibida por Cumnor era de letra de la sobrina. Si le había sido dictada, desde luego, ella tenía que saber de qué trataba; pero, al fin y al cabo, su efecto era repudiar la idea de ninguna relación con el poeta. De todos modos, me pareció probable que la señorita Tita no hubiera leído una palabra de su poesía. Además si, con su compañera, siempre había escapado a todo entrevistador, había poca ocasión de que se le hubiera metido en la cabeza que había gente que persiguiera las cartas. La gente no las perseguía, en cuanto que no habían oído hablar de ellas; y la infructuosa tentativa de Cumnor habría sido una casualidad solitaria.
Cuando dio la medianoche, la señorita Tita se levantó pero se detuvo a la puerta de la casa sólo después de haber dado dos o tres vueltas conmigo por el jardín.
—¿Cuándo la volveré a ver? —pregunté, antes que entrara; a lo que replicó con prontitud que le gustaría salir la noche siguiente. Sin embargo, añadió que no saldría: estaba muy lejos de hacer todo lo que le gustaba.
—Podría hacer usted unas pocas cosas que a mí me gustan —dije, con un suspiro.
—¡Ah, usted... no le creo a usted! —murmuró, ante eso, mirándome con su simple solemnidad.
—¿Por qué no me cree?
—Porque no le entiendo.
—Este es precisamente el tipo de ocasión en que hay que tener fe.
No podía decir más, aunque me habría gustado, porque vi que no hacía más que confundirla: pues no deseaba tener en mi conciencia el que pareciera haberle hecho el amor. Nada menos que eso podría haber parecido que hacía, si hubiera seguido pidiendo a una dama que «creyera en mí» en un jardín italiano en una medianoche de verano. Había algún motivo para mis escrúpulos, pues la señorita Tita se demoraba y se demoraba; me di cuenta de que ella comprendía que no debía volver a bajar, realmente, y por tanto debía prolongar el presente. Insistió también en que la conversación entre nosotros debía quedar reservada entre nosotros; y, en conjunto, su conducta fue tal como habría sido posible sólo en una mujer completamente inocente.
—Me gustarán más las flores ahora que sé que también son para mí.
—¿Cómo pudo dudarlo? Si me dice de qué clase le gustan más, le enviaré doble porción de ellas.
—¡Ah, me gustan más todas! —Luego siguió, con familiaridad—: ¿Va usted a estudiar, va a leer y a escribir, cuando suba a su cuarto?
—No lo hago de noche, en esta época. La luz de la lámpara atrae animales.
—Podía haberlo sabido cuando vino.
—¡No lo sabía!
—¿Y en invierno trabaja de noche?
—Leo mucho, pero no escribo a menudo.
Ella escuchó como si esos detalles tuvieran un interés extraordinario, y de repente, esa cara sencilla y bondadosa me inspiró una tentación muy lejos de la prudencia que había yo aprendido a seguir. ¡Ah, sí estaba segura, y yo podría hacerla estar más segura! Me pareció, de pronto, que ya no podía esperar más, que realmente debía hacer un sondeo. Así que seguí:
—En general, antes de dormir, y muchas veces en la cama (es una mala costumbre, pero lo confieso), leo a algún gran poeta. En nueve casos de cada diez, es un libro de Jeffrey Aspern.
La observé bien al pronunciar ese nombre, pero no vi nada extraño. ¿Por qué iba a observarlo en efecto; no era Jeffrey Aspern propiedad de la raza humana?
—Ah, nosotras le leemos, nosotras le hemos leído —replicó suavemente.
—Es mi poeta de poetas... lo sé casi de memoria.
Por un momento la señorita Tita vaciló; luego, su sociabilidad pudo con ella.
—¡Ah, de memoria; eso no es nada! —murmuró, sonriendo—. Mi tía le conocía, le conocía... —se detuvo un momento y yo me pregunté qué diría—, le conocía como visitante.
—¿Como visitante? —repetí, mirando fijamente.
—Venía a visitarla y salía con ella.
Yo seguí mirando pasmado.
—¡Mi querida