Los papeles de Aspern. Henry James

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Los papeles de Aspern - Henry James

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mi exclamación personal que debiera cultivar yo mismo el terreno del enmarañado recinto que se extendía bajo las ventanas, pero la señora que avanzó hacia mí desde lejos, por el duro y reluciente pavimento, pudo suponer eso por el modo como, avanzando rápidamente a su encuentro, exclamé, cuidando de hablar en italiano:

      —¡El jardín, el jardín, hágame el favor de decirme si es suyo!

      Ella se detuvo bruscamente, mirándome con asombro, y luego contestó en inglés, en tono frío y triste:

      —Aquí nada es mío.

      —¡Ah, usted es inglesa, qué delicioso! —observé con aire ingenuo—. Pero sin duda que el jardín pertenece a la casa.

      —Sí, pero la casa no me pertenece a mí.

      Era una persona larga, flaca y pálida, vestida, a modo de hábito, con una bata de color vago, y hablaba con una especie de bondadosa exactitud literal. No me invitó a sentarme, como tampoco había invitado a la señora Prest (si es que ella era la sobrina), y nos quedamos erguidos cara a cara en la pomposa sala vacía.

      —Bueno, entonces, ¿tendría la bondad de decirme a quién debo dirigirme? Me temo que me considerará odiosamente intruso, pero sepa que debo tener un jardín... ¡por mi honor que lo debo!

      Su rostro no era joven, pero era sencillo; no era fresco, pero era bondadoso. Tenía ojos grandes, no claros, y mucho pelo que no estaba arreglado, y largas y finas manos que posiblemente no estaban limpias. Ella las apretó casi convulsivamente, y exclamó, con cara confusa y alarmada:

      —¡Ah, no nos lo quite; nos gusta a nosotras!

      —Entonces, ¿ustedes tienen su uso?

      —Ah, sí. ¡Si no fuera por eso! —y sonrió de modo huraño y melancólico.

      —¿No es un lujo, exactamente? Por eso es por lo que, pensando quedarme en Venecia unas semanas, quizá todo el verano, y teniendo que hacer algún trabajo literario, un poco de leer y escribir, de manera que debo estar tranquilo, y sin embargo, si es posible, al aire libre; por eso es por lo que me ha parecido que me es realmente indispensable un jardín —seguí sonriendo—. Entonces, ¿puedo mirar el suyo?

      —No sé, no comprendo —murmuró la pobre mujer, plantada allí, dejando vagar sus ojos cohibidos por toda mi rara apariencia.

      —Quiero decir sólo desde una de estas ventanas —tan grandiosas como son aquí—, si me deja abrir las persianas.

      Y me dirigí hacia la parte de atrás de la casa. Al llegar a medio camino, me detuve a esperar, como si diera por supuesto que ella me iba a acompañar. Por necesidad yo había sido muy repentino, pero al mismo tiempo me esforzaba en darle una impresión de extremada cortesía.

      —He estado buscando cuartos amueblados por toda la ciudad, y me parece imposible encontrarlos con un jardín al lado. Naturalmente, en un sitio como Venecia los jardines son raros. Es absurdo, si usted quiere, en un hombre, pero no puedo vivir sin flores.

      —Ahí abajo no hay flores de que valga la pena hablar.

      Se me acercó como si, aunque todavía desconfiaba de mí, yo la atrajera con un hilo invisible. Volví a echar a andar, y ella continuó, mientras me seguía:

      —Tenemos unas pocas, pero son muy corrientes. Cuesta demasiado cultivarlas; hay que tener un hombre.

      —¿Por qué no habría de ser yo el hombre? —pregunté. Trabajaré sin sueldo, o mejor dicho, traeré un jardinero. Tendrán ustedes las mejores flores de Venecia.

      Ella protestó ante eso, con un pequeño suspiro extraño que también podía haber sido un rebose de arrebato ante la visión que yo ofrecía. Luego observó:

      —No le conocemos, no le conocemos.

      —Me conocen tanto como yo la conozco a usted, esto es, más, porque usted conoce mi nombre. Y si usted es inglesa, soy casi un compatriota.

      —No somos inglesas —dijo mi acompañante, observándome desvalida, mientras yo abría de par en par las persianas de uno de los lados de la ancha ventana alta.

      —Habla usted el inglés de un modo muy bonito; ¿puedo preguntar qué es usted?

      Visto desde arriba, el jardín estaba realmente desastrado; pero me di cuenta, de una ojeada, que tenía grandes posibilidades. Ella no respondió nada, de tan perdida como estaba en mirarme fijamente, y yo exclamé:

      —No me irá a decir que usted también es por casualidad americana.

      —No sé: lo éramos.

      —¿Lo eran? ¿Sin duda no han cambiado?

      —Era hace muchos años; no somos nada.

      —¿Tantos años llevan viviendo aquí? Bueno, no me extraña; es una vieja casa grandiosa. Supongo que ustedes usan el jardín —seguí—, pero les aseguro que no les estorbaría. Yo estaría muy quieto y me quedaría en un rincón.

      —¿Que usamos el jardín? —repitió, vagamente, sin acercarse a la ventana, sino mirándome a los zapatos. Parecía creerme capaz de tirarla afuera.

      —Quiero decir toda su familia, tantos como sean.

      —Hay solamente otra; es muy vieja; nunca baja.

      —¡Solamente otra, en toda esta gran casa! —fingí estar no sólo sorprendido, sino casi escandalizado—. Mi querida señora, ¡entonces deben tener sitio de sobra!

      —¿De sobra? —repitió, del mismo modo aturdido.

      —Vaya, ¡sin duda que no viven (dos mujeres tranquilas; por lo menos, ya veo que usted es tranquila) en cincuenta cuartos! —Luego, con una irrupción de esperanza y animación pregunté—: ¿No podrían dejarme dos o tres? ¡Eso me arreglaría!

      Ahora había tocado la tecla que respondía a mi propósito y no hace falta que reproduzca toda la melodía que toqué. Acabé haciendo creer a mi interlocutora que yo era una persona honorable, aunque por supuesto que no intenté siquiera persuadirla de que no era un excéntrico. Repetí que tenía estudios que hacer, que necesitaba silencio, que me encantaba un jardín y que lo había buscado en vano dando vueltas por la ciudad; que intentaría que antes de un mes la vieja y querida casa estuviera cubierta de flores. Creo que fueron las flores lo que me hizo ganar el pleito, pues luego encontré que la señorita Tita (pues tal resultó ser, algo incongruentemente, el nombre de tan trémula solterona) tenía un apetito insaciable de flores. Cuando digo que mi pleito estaba ganado, quiero decir que, antes de dejarla, ella me prometió que hablaría del asunto con su tía. Pregunté quién podría ser su tía y ella respondió:

      —¡Pues la señorita Bordereau! —con aire de sorpresa, como si se pudiera esperar que yo lo supiera.

      Había contradicciones así en Tita Bordereau, que, como observé después, contribuían a hacer de ella una persona rara y amanerada. Las dos señoras se empeñaban en vivir de modo que el mundo no las tocara, y sin embargo nunca habían aceptado del todo la idea de que nunca supiera de ellas. En Tita, en todo caso, no se había extinguido cierta agradecida susceptibilidad al contacto humano, y habría un contacto, aunque limitado, si viviera yo en la casa.

      —Nunca

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