La flecha negra. Robert Louis Stevenson
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-No, Bennet, estás en un grave error. Deberías agradecerme que te corrija -replicó sir Oliver-. Eres un charlatán, Bennet, un chismoso; tienes la lengua demasiado larga. Tienes que corregirte. Bennet, tienes que corregirte.
-Bien, no diré una palabra más. Haced lo que os plazca -repuso el escudero.
Se levantó el cura del taburete en el que estaba sentado y del estuche que llevaba pendiente del cuello sacó cera y una vela pequeña, pedernal y eslabón, procediendo con todo ello a sellar con las armas de sir Daniel el arcón y el armario, mientras Hatch le miraba con profundo desconsuelo. A continuación salieron todos de la casa, algo atemorizados, y se dispusieron a montar a caballo.
-Ya hace rato que debiéramos estar en camino, sir Oliver -dijo Hatch, al sostenerle el estribo para que montara.
-Es cierto; pero las cosas han cambiado, Bennet -repuso el cura-. Ya no tenemos a Appleyard, que en paz descanse, para encargarse del mando de la guarnición. Por tanto, tú vas a quedarte conmigo, Bennet. Necesito a mi lado un hombre de confianza en estos tiempos de traidoras flechas negras. «La flecha que de día vuela... », dice el Evangelio. Y no recuerdo lo que sigue. ¡Verdaderamente soy un cura holgazán, demasiado ocupado de los asuntos humanos! Mas cabalguemos, master Hatch. Nuestros hombres deben de estar ya en la iglesia.
Emprendieron, pues, la marcha camino abajo, con el viento que hacía flotar los hábitos del cura a su favor, y dejaron tras ellos algunas nubecillas que velaban el sol poniente.
Pasaron tres de las casas dispersas que componían la aldea de Tunstall, y, al volver un recodo, apareció ante ellos la iglesia. A su alrededor se apiñaban diez o doce casas, mas en la parte posterior el cementerio parroquial lindaba con los prados. Ante el pórtico se hallaban reunidos unos veinte hombres, montados unos y de pie otros junto a sus caballos. Iban armados y montados de diversas formas: unos con lanzas, otros con picas o con arcos y cabalgando algunos caballos de labor, salpicados todavía del lodo de los surcos. Al fin y al cabo no eran más que la hez del pueblo, ya que los mejores hombres y los mejor equipados se hallaban ya en el campo con sir Daniel.
-No lo hemos hecho del todo mal, ¡alabada sea la cruz de Holywood! Sir Daniel se pondrá contento -murmuró el cura, contando para sí los que formaban la tropa.
-¿Quién vive? ¡Alto, si eres de los nuestros! -gritó de pronto Bennet.
Acababa de ver a un hombre deslizarse por entre los tejos del cementerio. Mas aquél, al escuchar su requerimiento, abandonó su escondite y puso pies en polvorosa en dirección al bosque. Los hombres que se hallaban en el pórtico, que no se habían percatado hasta entonces de la presencia del intruso, se dispersaron. Los que habían echado pie a tierra volvieron a montar precipitadamente, y el resto salió en persecución del fugitivo. Pero tuvieron que dar un rodeo en torno al lugar sagrado y era evidente que se les escaparía la presa. Hatch, lanzando un juramento, dirigió su caballo hacia los setos para cortarle el paso, pero la bestia rehusó saltar y dejó a su jinete tendido sobre el polvo. A pesar de que se levantó al instante y de nuevo se apoderó de las riendas, había transcurrido el tiempo suficiente para que el fugitivo ganase una buena ventaja, perdiéndose así toda esperanza de capturarle.
Quien mostró tener más cabeza fue Dick Shelton. En lugar de empeñarse en la inútil persecución, descolgó la ballesta que llevaba a su espalda, la armó, colocó en ella una saeta, y mientras los demás desistían ya de la persecución, se volvió hacia Bennet y le preguntó si debía disparar.
-¡Dispara! ¡Dispara! -gritó el cura con sanguinaria violencia.
-Apuntad bien, master Dick -exclamó Bennet-, y dad con él en tierra como manzana madura.
El fugitivo se hallaba a pocos pasos de su refugio; pero esta última parte del prado ascendía en pronunciado declive, de forma que su carrera resultaba, proporcionalmente, mucho más lenta. Entre la grisácea luz del ocaso y la irregularidad de movimientos del fugitivo, el blanco no tenía nada de fácil. Por otra parte, Dick, al alzar su arco, sintió una especie de lástima y un vago deseo de errar el tiro. Voló al fin la saeta.
Vaciló el hombre y cayó; sus enemigos prorrumpieron en triunfal vocerío. Pero su alegría fue prematura. El hombre había sufrido una caída sin importancia; rápidamente se puso en pie, se volvió para agitar su gorro mofándose de ellos, y pronto desapareció entre la espesura del bosque.
-¡Mala peste se lo lleve! -gritó Bennet-. ¡Tiene pies de ladrón! ¡Por san Banbury que sabe correr! Pero le disteis, master Shelton; aunque os ha robado la saeta. ¡Ojalá no tenga nunca más suerte que la que yo le deseo!
-Pero ¿qué hacía rondando la iglesia? –preguntó sir Oliver-. Mucho me temo que haya cometido alguna maldad. Clipsby, desmonta y mira con cuidado por y entre esos tejos a ver si encuentras algo.
Partió Clipsby y al rato volvía con un papel en la mano.
-Esto encontré clavado en la puerta de la iglesia -dijo, entregándoselo al párroco-. Nada más he hallado, señor cura.
-¡Vaya! ¡Por el poder de nuestra santa Madre Iglesia! -exclamó sir Oliver-. ¡Esto raya en sacrilegio! ¡Que se haga porque es voluntad del rey o del señor feudal mandarlo... bien, pase; pero que cualquier descamisado vagabundo venga a pegar papeles en la puerta del presbiterio... eso, eso es casi un sacrilegio!... Por menos han llevado a la hoguera a muchos hombres. Pero, a ver, ¿qué se nos dice aquí?... Va desapareciendo la luz por momentos...
Master Richard, vos que sois joven y tenéis buena vista, ¿queréis leerme este libelo?
Dick Shelton tomó el papel y leyó en voz alta. Contenía algunos versos, toscas coplas de ciego que apenas si rimaban, escritas en burdos caracteres y con mala ortografía. Algo corregidos y mejorados, decían más o menos:
Tenía en el cinto cuatro flechas negras por las cuatro penas que he soportado y para los cuatro hombres malvados que nos tiranizan y nos atropellan. Una dio en el blanco, una ya acertó pues al viejo Appleyard muerto lo dejó. Otra, master Hatch, para vos, no miento por quemar Grimstone hasta los cimientos. A Oliver Oates otra irá a parar que a sir Harry Shelton mandó degollar. Y para sir Daniel la cuarta será y todos dirán que bien hecho está. Cada cual tendrá lo que ha merecido una flecha negra por cada maldad y ahora caed de rodillas, rezad ¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!
JOHN AMEND-ALL de la Verde Floresta y sus alegres compañeros Ítem más: tenemos más flechas y buenas cuerdas de cáñamo para otros secuaces vuestros.
-¡Malos tiempos para la caridad y el perdón cristiano! -exclamó tristemente sir Oliver-. ¡Qué malo es el mundo, y cada día empeora más! Por la cruz de Holywood os juro que tan inocente soy del mal causado a ese caballero, de palabra u obra, como el niño que espera el bautismo. Tampoco es cierto que le degollaran, pues también en eso están equivocados. Todavía viven testigos que pueden demostrarlo.
-No importa eso, señor cura -interrumpió Bennet-. No hay que hablar más del asunto.
-Nada de eso, master Bennet. Y hazme el favor de no propasarte. Yo he de hacer que resplandezca mi inocencia. No permitiré perder la vida bajo el peso de una calumnia. Pongo a todos por testigos de que nada tengo que ver en este asunto. Ni siquiera estaba entonces en el Castillo del Foso. Precisamente me habían mandado a un recado antes de las nueve de la noche...
-Sir Oliver -interrumpió Bennet-, puesto que, por lo visto, no queréis acabar este sermón, acudiré a otro medio. Goffe, toca llamada. ¡A caballo!