La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson

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de violentos ademanes.

      Dick Shelton vio cómo los ojos del cura se fijaron un instante en él con una mirada de asombro. Motivos tenía de inquietud, pues aquel Harry Shelton era su propio padre natural.

      Pero sus labios permanecieron mudos y su rostro impasible.

      Hatch y sir Oliver discutieron durante un largo rato la situación. Decidieron reservar diez hombres, no sólo como guarnición del Castillo del Foso, sino para dar escolta al cura a través del bosque. Como Bennet habría de quedarse atrás, master Shelton tomaría el mando del refuerzo. No cabía otra elección: los demás eran hombres rudos, torpes y nada diestros para la guerra, mientras que Dick no sólo era popular sino que tenía un carácter resuelto y cierta gravedad superior a sus años. Sir Oliver le había dado una buena instrucción, y el mismo Hatch le había enseñado el manejo de las armas y los primeros principios del mando. Bennet siempre se había mostrado amable y servicial con él. Era Bennet uno de esos hombres crueles e implacables con sus enemigos, pero rudamente fiel y cariñoso con sus amigos; por eso, mientras sir Oliver entraba en la casa próxima para escribir el relato de los últimos acontecimientos a su señor, Bennet se acercó al pupilo de éste para desearle que le diera Dios muy buena suerte en su empresa.

      -Debéis hacer todo el camino dando un gran rodeo, master Shelton -le advirtió Hatch-. Por lo que más queráis, dad la vuelta al puente. Llevad siempre delante, a cincuenta pasos, un hombre de confianza para que atraiga sobre sí los tiros; y marchad siempre con cuidado, a la callada, hasta que hayáis dejado atrás el bosque. Si los bribones caen sobre vos, seguid cabalgando; nada ganaréis con hacerles frente. Y continuad siempre adelante, master Shelton; no retrocedáis, si en algo apreciáis vuestra vida; acordaos de que en Tunstall no podéis esperar auxilio. Y ahora, puesto que vais a servir al rey en la guerra y yo he de quedarme aquí con evidente peligro de perder la vida, por lo que sólo los santos del cielo saben si hemos de volver a vernos en este mundo, voy a daros mis últimos consejos antes de vuestra marcha. No perdáis de vista a sir Daniel: no es hombre de fiar. No depositéis vuestra confianza en el clérigo ese: no es malo, pero no es más que un monigote o un instrumento en las manos de sir Daniel. Cuidad mucho de buscar buenos amos donde quiera que vayáis; ganad amigos poderosos.

      Y acordaos, aunque sólo sea durante el tiempo necesario para rezar un padrenuestro, de Bennet Hatch. Otros bribones, mucho peores que él, hay en este bajo mundo. Y ahora, ¡que Dios os dé buena suerte!

      -Y que el cielo te acompañe, Bennet -contestó Dick-. Siempre fuiste un buen amigo para mí, y así lo diré en todo tiempo y ocasión.

      -Otra cosa, señor -añadió Bennet con cierto embarazo-: si ese Amend-all me ensartase con alguna flecha, bueno sería, acaso, que os desprendieseis de alguna monedilla de oro o quizá de una libra por el bien de mi alma, pues muy probable es que buena falta me haga allá en el Purgatorio.

      -Tu voluntad será cumplida, Bennet -repuso Dick-. Pero ¡ánimo, hombre! Todavía hemos de volver a encontrarnos en un lugar donde más necesitado estés de cerveza que de misas.

      -¡Quiéralo el cielo, master Dick! -exclamó Bennet-. Pero aquí llega sir Oliver. Si tan rápido fuera con el arco como con la pluma, bravo hombre de armas sería.

      Sir Oliver entregó a Dick un pliego sellado con esta dirección: «Al muy noble y venerado caballero sir Daniel Brackley, mi dueño y señor, para serle entregado con toda urgencia.»

      Y Dick, colocándolo en el pecho en su casaca, dio su palabra de ejecutar la orden y partió hacia el este, con dirección a la aldea.

      La flecha negra: Libro Primero

      Índice

       En la posada del Sol, de Kettley

       En el Pantano

       La Barca del Pantano

       La cuadrilla de la Verde Floresta

       Sanguinario como el cazador

       Hasta el fin de la Jornada

       El Encapuchado

      En la posada del Sol, de Kettley

      Índice

      Sirf Daniel Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión pública. Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.

      A las dos de la mañana, Sir Daniel se hallaba en la sala de la posada, sentado delante de la chimenea, pues hacía frío a esa hora en los marjales de Kettley. Junto a su codo tenía una jarra de cerveza bien sazonada de especias. Se había quitado el yelmo y, envuelto cálidamente en una capa color sangre, apoyaba su cabeza calva y su rostro enjuto y moreno descansando sobre una mano,. En el extremo más alejado de la estancia, alrededor de una docena de sus hombres montaban guardia en la puerta o yacían descansando sobre los bancos; y cerca de sir Daniel, un muchacho, que aparentaba unos doce o trece años, estaba tendido en el suelo, arropado en una capa. El posadero de “El Sol” se hallaba de pie ante el gran personaje.

      -Pues escuchadme bien, mi posadero, -Dijo Sir Daniel, -No cumpláis fielmente más órdenes que las mías, y me hallaréis siempre un buen señor. Necesito tener hombres adictos en los pueblos importantes, y quiero a Adam-a-More de alguacil mayor*; si otro hombre resulta elegido no os servirá de nada; más bien os saldrá caro. Porque tomaré buena cuenta de los que han pagado sus rentas a Walsingham...Vos entre ellos, mi posadero.

      -Buen caballero, - Dijo el posadero, -Juro por la cruz de Holywood que si pagué a Walsingham fue por la fuerza. No, poderoso caballero, No aprecio a esos bribones de los Walsingham, que eran tan pobres como las ratas no hace mucho, poderoso caballero. Prefiero un gran señor como vos. Podéis preguntar a cualquiera de mis vecinos: todos os dirán que soy partidario decidido de Brackley.”

      -Quizás,

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