La flecha negra. Robert Louis Stevenson
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-Os enseñaré cuantos caminos queráis, sir Daniel, excepto el que os lleve a cambiar de partido -replicó audazmente Clipsby.
Soltó sir Daniel una estrepitosa carcajada.
-¡Bien contestado, muchacho! -exclamó alborozado-. Lengua viperina tienes. Y te perdono la frase por lo graciosa. ¡Selden, cuida de que den de comer a los hombres y a los caballos!
El caballero volvió a entrar en la posada.
-Ahora, amigo Dick -dijo-, empieza a despachar eso: ahí tienes buena cerveza y buen tocino. Come, mientras yo leo la carta.
Abrió el pliego y a medida que leía fruncía más el entrecejo. Terminada la lectura, se sentó unos momentos, pensativo. Luego clavó una mirada penetrante sobre su pupilo.
-Dime, Dick -dijo al fin-: ¿viste tú esos versitos?
Contestó Dick afirmativamente.
-En ellos se cita el nombre de tu padre -continuó el caballero- y algún loco acusa a nuestro pobre párroco de haberle asesinado.
-Él lo niega enérgicamente -repuso Dick.
-¿Que lo ha negado? -exclamó el caballero vivamente-. No le hagas caso. Tiene la lengua muy suelta, charla más que una cotorra. Día llegará, Dick, en que, con más tiempo y calma, te ponga yo al tanto de este asunto. Se sospechó, por entonces, que el autor de todo fue un tal Duckworth; pero andaban los tiempos muy revueltos y no podía esperarse que se hiciese justicia.
-¿Ocurrió la muerte en el Castillo del Foso? -aventuró a preguntar Dick, sintiendo que el corazón le latía deprisa.
-Ocurrió entre el Castillo del Foso y Holywood -contestó sir Daniel con toda calma, pero lanzándole una mirada de reojo, preñada de recelo, añadió-: Y ahora date prisa en terminar de comer, pues habrás de regresar a Tunstall para llevar algunas líneas de mi parte.
Una expresión de tristeza apareció en el rostro de Dick.
-¡Por favor, sir Daniel! -exclamó-. ¡Mandad a uno de los villanos! Os suplico que me dejéis tomar parte en la batalla. Yo os prometo que he de asestar buenos golpes.
-No lo dudo -replicó sir Daniel, disponiéndose a escribir-. Pero aquí, Dick, no esperes ganar ninguna gloria. Yo no me moveré de Kettley hasta tener noticias del curso de la guerra, y entonces me uniré al vencedor. Y no te alarmes, ni me taches de cobarde; no es sino prudente discreción; pues tan agitado está este pobre reino por las constantes rebeliones, y tanto cambia de manos el nombre y la custodia del rey, que nadie puede asegurar lo que ocurrirá mañana. Todo son trifulcas y concursos de ingenio, y, entretanto, la Razón espera sentada a un lado, hasta que acabe la lucha.
Dicho esto, volvió la espalda a Dick sir Daniel, y al otro extremo de la larga mesa comenzó a escribir su carta, algo torcido el gesto, pues este asunto de la flecha negra se le había atragantado.
Entretanto, el joven Shelton daba buena cuenta de su desayuno cuando sintió que alguien le tocaba el brazo al tiempo que, en voz muy baja, le susurraba al oído:
-No os mováis ni deis señal alguna, os lo suplico -dijo la voz-; pero indicadme, por el amor de Dios, el camino más corto para llegar a Holywood. Buen muchacho, ayudadme a salir del grave peligro en que me hallo y del que depende la salvación de mi alma.
-Tomad por el atajo del molino -contestó en el mismo tono Dick-. Os conducirá hasta el embarcadero de Till, y allí preguntad de nuevo.
Y sin volver la cabeza, prosiguió devorando su comida. Mas con el rabillo del ojo lanzó una rápida mirada al mozalbete, llamado master John, que, arrastrándose furtivamente, salía de la estancia.
Vaya -pensó Dick-. ¡Si es tan joven como yo! Y me ha llamado «buen muchacho». De haberlo sabido, habría dejado que ahorcaran a ese pícaro antes que decirle lo que me preguntaba. Bueno, si logra atravesar los pantanos, puedo alcanzarle para darle un buen tirón de orejas.
Media hora después entregaba sir Daniel la carta a Dick, ordenándole que, a toda carrera, partiera para el Castillo del Foso. Y pasada otra media hora más de su partida, llegaba precipitadamente otro mensajero enviado por el señor de Risingham.
-Sir Daniel -dijo el mensajero-. ¡Grande es la gloria que os estáis perdiendo! Esta mañana, al apuntar el alba, volvimos a la lucha y derrotamos a la vanguardia y deshicimos toda su ala derecha. Sólo el centro de la batalla se mantuvo firme. Si hubiéramos contado con vuestros hombres, habríamos dado con todos en el fondo del río. ¿Queréis ser el último en la lucha? No estaría ello al nivel de vuestra fama.
-No -exclamó el caballero-. Precisamente ahora iba a salir. ¡Toca llamada, Selden! Señor, estoy con vos al instante. Aún no hace dos horas que llegó la mayor parte de mis fuerzas. La espuela es un buen pienso, pero puede matar al caballo. ¡Aprisa, muchachos!
El toque de llamada resonaba alegremente en aquella hora matinal, y de todas partes acudían los hombres de sir Daniel hacia la calle principal, formando delante de la posada. Habían dormido sin dejar sus armas, ensillados los caballos, y a los diez minutos cien hombres y arqueros, perfectamente equipados y bien disciplinados, se hallaban formados y dispuestos. La mayor parte vestía el uniforme morado y azul de sir Daniel, lo que daba mayor vistosidad a la formación. Cabalgaban en primera línea los mejor armados; en el lugar menos visible, a la cola de la columna, iba el misérrimo refuerzo de la noche anterior.
Contemplando con orgullo las largas filas, dijo sir Daniel:
-Ésos son los muchachos que habrán de sacaros del aprieto.
-Buenos han de ser, a juzgar por su aspecto -respondió el mensajero-. Por eso es mayor mi pesadumbre de que no hayáis partido más pronto.
-¡Qué le vamos a hacer! -murmuró el caballero-. Así, señor mensajero, el fin de una lucha coincidirá con el comienzo de una fiesta -y así diciendo montó en su silla-. Pero... ¡cómo! ¿Qué es esto? -gritó ¡John! ¡Joanna! ¡Por la sagrada cruz!... ¿Dónde se ha metido? ¡Posadero!... ¿Dónde está la muchacha?
-¿La muchacha, sir Daniel? No, no he visto por aquí a ninguna muchacha.
-¡Bueno, pues el muchacho, viejo chocho! -rugió el caballero-. ¿Dónde tenéis los ojos que no vistes que era una moza? Aquella de la capa morada..., la que tomó un vaso de agua por todo desayuno, ¡so bribón!:.. ¿dónde está?
-Pero... ¡por todos los santos! -balbució el posadero-. ¡Master John le llamabais vos, señor! Y claro... nada malo pensé. Le..., es decir, la vi en la cuadra hace más de una hora... ensillando vuestro caballo tordo...
-¡Por la santa cruz! -rugió sir Daniel-. ¡Quinientas libras y más me hubiera valido la moza!
-Noble señor -advirtió el mensajero con amargura-, mientras vos clamáis al cielo por quinientas libras, en otra parte se está perdiendo o ganando el reino de Inglaterra.
-Decís bien, mensajero -repuso sir Daniel-. ¡Selden, escoge seis ballesteros que salgan en su persecución. Y, cueste lo que cueste, que a mi regreso la encuentre en el Castillo del Foso.