La flecha negra. Robert Louis Stevenson
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La flecha negra - Robert Louis Stevenson страница 6
Constable, cargo de policía que se nombraba por decisión popular.
-¿Cómo te llamas, rufián? - dijo Sir Daniel.
-Con permiso de vuestra señoría, -replicó el hombre, -me llamo Condall, Condall de Shoreby, para servir a vuestra señoría.”
-Me han llegado malas referencias sobre ti, -repuso el caballero-;que andas trabajando en la traición, bellaco; que haces correr falsedades por la comarca; que seres sospechoso de varias muertes. ¿Cómo tienes tanta osadía? Pero voy a acabar contigo.”
-Dignísimo y reverendísimo señor –exclamó el hombre-, aquí hay algún malentendido, con perdón de vuestra señoría. Yo sólo soy un hombre humilde particular que nunca ha hecho daño a nadie.
-El subsheriff me ha informado pésimamente de ti, -dijo el caballero-. “Prender a ese tal Tyndal de Shoreby”, ha dicho. -Condall, mi buen señor; Condall es mi humilde nombre -dijo el infeliz.
-Condall o Tyndal, da igual -replicó Sir Daniel con frialdad-. Porque a fe que, viéndote ahora, mucho recelo de tu honradez. Si quieres salvar el cuello, escríbeme ahora mismo una obligación por veinte libras. -¿Por veinte libras, mi buen señor? -exclamó Condall-. ¡Eso es una completa locura! Toda la tierra que tengo no llega a setenta chelines.
-Condall, o Tyndal -replicó Sir Daniel, sonriendo-: Me arriesgaré a sufrir esa perdida. Pon veinte, Una vez me haya yo cobrado todo lo que pueda, y cuando no pueda resarcirme del resto, me mostraré buen señor, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.
-¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser... porque no sé escribir -contestó Condall.
-¡Qué pena! -dijo el caballero-. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia... Selden -añadió llamando a éste-: coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso... Que Dios te acompañe.
-No, mi muy querido señor -replicó Condall dibufando una forzada y obsequiosa sonrisa-. Si tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré vuestro mandato.
-Amigo -ordenó sir Daniel-, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres demasiado - marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en debida forma y ante los testigos necesarios.
Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.
Entretanto, el muchacho que estaba tendido en el suelo comenzó a agitarse, y pronto se halló sentado contemplando a los que le rodeaban con asustada expresión.
-¡Ven acá! -exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas-. ¡Por la santa cruz!
¡Vaya un muchacho valiente!
Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.
-Me habéis llamado, sir Daniel -murmuró-. ¿Fue únicamente para reíros de mi lastimoso estado?
-No, muchacho, no; pero deja que me ría -contestó el caballero-. Deja que me ría, te lo ruego. Si pudieras verte a ti mismo, te aseguro que serías el primero en reírte.
-¡Bien! -exclamó el mozalbete, sonrojándose de nuevo-. De esto ya responderéis cuando respondáis de lo otro. ¡Reíros mientras podáis!
-Mira, primo -repuso sir Daniel con cierta ansiedad-, No creas que me burlo de ti; es una simple broma entre parientes y buenos amigos. Voy a proporcionarte un casamiento que te valdrá mil libras, ¿eh?, y a mimarte con exceso. Cierto es que te apresé con dureza y brusquedad, como las circunstancias lo exigían; pero de aquí en adelante te mantendré de muy buena gana y te serviré con el mayor gusto. Vas a ser la señora Shelton... Lady Shelton, ¡a fe mía!, pues el muchacho promete. Vamos, vamos, no te espantes de una risa franca; cura la melancolía. El que ríe no es un mal hombre, primo mío; los pícaros no ríen. ¡A ver, posadero!
Traedme comida para master John, mi primo. Y ahora, cariño mío, siéntate y come.
-No -replicó master John-. No probaré ni un bocado de pan. Puesto que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré por la salvación de mi alma. Y vos, buen posadero, dadme un vaso de agua clara y os quedaré muy agradecido.
-¡Bueno, ya te sacaremos bula! -exclamó el caballero-. ¡Y no faltarán buenos confesores que te absuelvan! Tranquilízate, pues, y come.
Pero el muchacho era terco: se bebió el vaso de agua y, envolviéndose de nuevo en su capa, se sentó en un rincón a meditar.
Una o dos horas después hubo gran conmoción en el pueblo, y se oyó el alboroto de las voces de los centinelas dando el alto, acompañado del ruido de armas y caballos. A poco, un escuadrón de soldados llegó hasta la puerta de la posada, y Richard Shelton, salpicado de barro, apareció en el umbral.
-Dios os guarde, sir Daniel -dijo.
-¡Cómo! ¡Dick Shelton! -exclamó el caballero, y, al oír el nombre de Dick, el otro muchacho le miró con curiosidad-. ¿Qué hace Bennet Hatch?
-Dignaos, caballero, enteraros del contenido de este pliego de sir Oliver, en el que se da cuenta detallada de todo lo sucedido -contestó Richard, presentándole la carta del clérigo-. Además, convendría que partieseis a toda prisa para Risingham, pues en el camino encontramos a un mensajero, portador de unos pliegos, que galopaba desesperadamente, y, según nos dijo, mi señor de Risingham se encuentra en situación apurada y necesita con urgencia vuestra presencia.
-¿Qué decís? ¿Que está en situación apurada? -preguntó el caballero-. Entonces apresurémonos a sentarnos, mi buen Richard. Del modo que van hoy las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro llega. Dicen que el retraso engendra el peligro; pero yo más bien creo que ese prurito de hacer algo es lo que pierde a los hombres; tomad nota de ello, Dick. Pero veamos primero qué clase de ganado habéis traído. ¡Selden, trae una antorcha a la puerta!
Y sir Daniel salió a la calle, donde, a la rojiza luz de la antorcha, pasó revista a las nuevas tropas que le llegaban. Como vecino y como amo era muy impopular; pero como jefe en la guerra, queríanle todos cuantos seguían su bandera. Su audacia, su reconocido valor, la solicitud con que cuidaba de que estuvieran bien atendidos sus soldados y hasta sus rudos sarcasmos eran muy del gusto de aquellos audaces aventureros que vestían cota de malla.
-¡Por la santa cruz! -exclamó-. Pero ¿qué míseros perros son éstos? Unos más encorvados que arcos, otros más flacos que lanzas. ¡Amigos