Los Ungidos. Elena G. de White

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Los Ungidos - Elena G. de White Serie Conflicto

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      Transcurrió el segundo año, y los cielos sin misericordia no daban señal de lluvia. La sequía y el hambre continuaban devastando todo el reino. Padres y madres se veían obligados a ver morir a sus hijos. Sin embargo, los israelitas apóstatas parecían incapaces de discernir en su sufrimiento un llamamiento al arrepentimiento, una intervención divina para evitar que diesen el paso fatal que los pusiera fuera del alcance del perdón celestial.

      La apostasía de Israel era un mal más espantoso que todos los horrores del hambre. Dios estaba procurando ayudar a su pueblo a recobrar la fe que había perdido, y tuvo que imponerle una gran aflicción.

      “¿Acaso creen que me complace la muerte del malvado? ¿No quiero, más bien, que abandone su mala conducta y que viva? Yo no quiero la muerte de nadie. ¡Conviértanse, y vivirán!” (Eze. 18:23, 31, 32; 33:11).

      Dios había mandado a Israel mensajeros para suplicarle que volviese a su obediencia. Se había despertado su ira contra los mensajeros; y ahora consideraban con odio intenso al profeta Elías. Si hubiese caído en sus manos, con gusto lo habrían entregado a Jezabel; como si al silenciar su voz pudieran impedir que sus palabras se cumpliesen.

      Solo había un remedio para el castigado Israel: apartarse de los pecados que habían atraído sobre él la mano correctora del Todopoderoso. Se le había hecho esta promesa: “Cuando yo cierre los cielos para que no llueva, o le ordene a la langosta que devore la tierra, o envíe pestes sobre mi pueblo, si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, y me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré su pecado y restauraré su tierra” (2 Crón. 7:13, 14). Con el fin de obtener este resultado bienaventurado, Dios continuaba privándolos de rocío y lluvia hasta que se produjese una reforma decidida.

      Capítulo 10

      La voz de la reprensión severa

      Este capítulo está basado en 1 Reyes 17:8-24; 18:1-18.

      Durante muchos meses Dios proveyó milagrosamente de alimento a Elías mientras permaneció escondido en las montañas donde corría el arroyo Querit. Cuando debido a la prolongada sequía se secó el arroyo, Dios ordenó a su siervo: “Levántate, vete a Sarepta de Sidón, y mora allí; he aquí yo he dado orden allí a una mujer viuda que te sustente”.

      Esta mujer no era israelita. Nunca había gozado de los privilegios que había disfrutado el pueblo escogido por Dios, pero creía en el verdadero Dios y había andado en toda la luz que resplandecía sobre su senda. Y ahora, cuando no hubo seguridad para Elías en la tierra de Israel, Dios lo envió a aquella mujer para que hallase asilo en su casa.

      “Así que Elías se fue a Sarepta. Al llegar a la puerta de la ciudad, encontró a una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: ‘Por favor, tráeme una vasija con un poco de agua para beber. [...] Tráeme también, por favor, un pedazo de pan’ ”.

      En ese hogar azotado por la pobreza, el hambre apremiaba, y la viuda temía verse obligada a renunciar a la lucha para sustentar su vida. Pero en su extrema necesidad, reveló su fe. En respuesta a la petición que le hacía Elías, la mujer dijo: “Tan cierto como que vive el Señor tu Dios, no me queda ni un pedazo de pan; solo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en el jarro. Precisamente estaba recogiendo unos leños para llevármelos a casa y hacer una comida para mi hijo y para mí. ¡Será nuestra última comida antes de morirnos de hambre!”. Elías le contestó: “No temas. Vuelve a casa y haz lo que pensabas hacer. Pero antes prepárame un panecillo con lo que tienes, y tráemelo; luego haz algo para ti y para tu hijo. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: ‘No se agotará la harina de la tinaja ni se acabará el aceite del jarro, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la Tierra’ ”.

      No podría habérsele exigido mayor prueba de fe. Sin tener en cuenta los sufrimientos que pudiesen resultar para ella y para su hijo, y confiando en que el Dios de Israel supliría todas sus necesidades, dio esta prueba suprema de hospitalidad haciendo “lo que le había dicho Elías”.

      Dios recompensó admirablemente su fe y generosidad. “De modo que cada día hubo comida para ella y su hijo, como también para Elías. Y tal como la palabra del Señor lo había anunciado por medio de Elías, no se agotó la harina de la tinaja ni se acabó el aceite del jarro.

      “Poco después se enfermó el hijo de aquella viuda, y tan grave se puso que finalmente expiró. Entonces ella le reclamó a Elías: ‘¿Por qué te entrometes, hombre de Dios? ¡Viniste a recordarme mi pecado y a matar a mi hijo!’

      “Dame a tu hijo –contestó Elías–. Y quitándoselo del regazo, Elías lo llevó al cuarto de arriba, donde estaba alojado, y lo acostó en su propia cama. [...] Luego se tendió tres veces sobre el muchacho y clamó [...] El Señor oyó el clamor de Elías, y el muchacho volvió a la vida.

      “Elías tomó al muchacho y lo llevó de su cuarto a la planta baja. Se lo entregó a su madre y le dijo: ‘¡Tu hijo vive! ¡Aquí lo tienes!’ Entonces la mujer le dijo a Elías: ‘Ahora sé que eres un hombre de Dios, y que lo que sale de tu boca es realmente la palabra del Señor’ ”.

      La viuda de Sarepta compartió su poco alimento con Elías; y en pago, fue preservada su vida y la de su hijo. Y a todos los que en tiempo de prueba y escasez ofrecen simpatía y ayuda a otros más necesitados, Dios ha prometido una gran bendición. Su poder no es menor hoy que en los días de Elías. “Cualquiera que recibe a un profeta por tratarse de un profeta recibirá recompensa de profeta” (Mat. 10:41).

      “No se olviden de practicar la hospitalidad, pues gracias a ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (Heb. 13:2). Nuestro Padre celestial continúa poniendo en la senda de sus hijos oportunidades que son bendiciones disfrazadas; y aquellos que aprovechan esas oportunidades encuentran mucho gozo. “Si te dedicas a ayudar a los hambrientos y a saciar la necesidad del desvalido [...] Serás como jardín bien regado, como manantial cuyas aguas no se agotan” (Isa. 58:10, 11).

      Hoy dice Cristo: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí”. Ningún acto de bondad realizado en su nombre dejará de ser reconocido y recompensado. En el mismo tierno reconocimiento incluye Cristo hasta a los más humildes y débiles miembros de la familia de Dios. Dice él: “Y quien dé siquiera un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños –a los que son como niños en su fe y conocimiento de Cristo–, por tratarse de uno de mis discípulos, les aseguro que no perderá su recompensa” (Mat. 10:40, 42).

      Durante los largos años de hambre, Elías rogó fervientemente mientras la mano del Señor caía pesadamente sobre la tierra castigada. Mientras veía sufrimiento y escasez por todos lados, su corazón se agobiaba de pena y suspiraba por el poder de provocar una presta reforma. Pero Dios estaba cumpliendo su plan, y todo lo que su siervo podía hacer era seguir orando con fe y aguardar el momento de una acción decidida.

      La apostasía que prevalecía en el tiempo de Acab era el resultado de muchos años de mal proceder. Poco a poco, Israel se había estado apartando del buen camino, y al fin la gran mayoría se había entregado a la dirección de las potestades de las tinieblas.

      Había transcurrido más o menos un siglo desde que, bajo el gobierno del rey David, Israel había unido gozosamente sus voces para elevar himnos de alabanza al Altísimo, en reconocimiento de la forma absoluta en que dependía de Dios por sus mercedes

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