Los Ungidos. Elena G. de White

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Los Ungidos - Elena G. de White Serie Conflicto

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respóndenos!” Con saltos, contorsiones y gritos, arrancándose el cabello y lacerándose la carne, suplicaban a su dios que los ayudase. Transcurrió la mañana, llegó el mediodía, y todavía no se notaba que Baal oyera los clamores de sus seducidos adeptos. El sacrificio no era consumido.

      Mientras continuaban sus frenéticas devociones, los astutos sacerdotes procuraban de continuo idear algún modo de encender un fuego sobre el altar y de inducir al pueblo a creer que ese fuego provenía directamente de Baal. Pero Elías vigilaba cada uno de sus movimientos; y los sacerdotes, esperando en vano que se les presentase alguna oportunidad de engañar a la gente, continuaban ejecutando sus ceremonias sin sentido.

      “Al mediodía Elías comenzó a burlarse de ellos: ‘¡Griten más fuerte!’ les decía. ‘Seguro que es un dios, pero tal vez esté meditando, o esté ocupado o de viaje. ¡A lo mejor se ha quedado dormido y hay que despertarlo!’ Comenzaron entonces a gritar más fuerte y, como era su costumbre, se cortaron con cuchillos y dagas hasta quedar bañados en sangre. [...] Pero no se escuchó nada, pues nadie respondió ni prestó atención”.

      Gustosamente habría acudido Satanás en auxilio de aquellos a quienes había engañado, y que se consagraban a su servicio. Gustosamente habría mandado un relámpago para encender su sacrificio. Pero Jehová había puesto límites y restricciones a su poder, y ni aun todas las artimañas del enemigo podían hacer llegar una chispa al altar de Baal.

      Por fin, enronquecidos por sus gritos, los sacerdotes cayeron presa de la desesperación. Perseverando en su frenesí, empezaron a mezclar con sus súplicas terribles maldiciones de su dios, el sol, mientras Elías continuaba velando atentamente; porque sabía que si mediante cualquier ardid los sacerdotes hubiesen logrado encender fuego sobre su altar, lo habrían despedazado a él inmediatamente.

      La tarde seguía avanzando. Los sacerdotes de Baal ya estaban cansados y confusos. Uno sugería una cosa y otro sugería otra, hasta que finalmente, desesperados, se retiraron de la contienda.

      Durante todo el día el pueblo había presenciado las demostraciones de los sacerdotes frustrados. Había contemplado cómo saltaban desenfrenadamente en derredor del altar, como si quisieran asir los rayos ardientes del sol con el fin de cumplir su propósito. Había mirado con horror las espantosas mutilaciones que se infligían, y había tenido oportunidad de reflexionar sobre las insensateces del culto a los ídolos. Muchos estaban cansados de las manifestaciones demoníacas, y aguardaban ahora con el más profundo interés lo que iría a hacer Elías.

      A la hora del sacrificio de la tarde, Elías invitó así al pueblo: “¡Acérquense!” Se puso a reparar el altar frente al cual hubo una vez hombres que adoraban al Dios del cielo. Para él, este montón de ruinas era más precioso que todos los magníficos altares del paganismo.

      En la reconstrucción del viejo altar, Elías reveló su respeto por el pacto que el Señor había hecho con Israel cuando cruzó el Jordán para entrar en la Tierra Prometida. Elías “luego recogió doce piedras, una por cada tribu descendiente de Jacob [...]. Con las piedras construyó un altar en honor del Señor”.

      Los desilusionados sacerdotes de Baal, agotados por sus vanos esfuerzos, aguardaban para ver lo que haría Elías. Sentían odio hacia el profeta por haber propuesto una prueba que había expuesto a sus dioses; pero al mismo tiempo temían su poder. El pueblo, con el aliento en suspenso por la expectación, observaba. La calma del profeta resaltaba en agudo contraste con el frenético fanatismo de los partidarios de Baal.

      Una vez reparado el altar, el profeta cavó una trinchera en derredor de él, y habiendo puesto la leña en orden y preparado el novillo, puso esa víctima sobre el altar. “ ‘Llenen de agua cuatro cántaros, y vacíenlos sobre el holocausto y la leña’. Luego dijo: ‘Vuelvan a hacerlo’. Y así lo hicieron. ‘¡Háganlo una vez más!’, les ordenó. Y por tercera vez vaciaron los cántaros. El agua corría alrededor del altar hasta llenar la zanja”.

      Recordando al pueblo la larga apostasía, Elías lo invitó a humillar su corazón y a retornar al Dios de sus padres, con el fin de que pudiese borrarse la maldición que descansaba sobre la tierra. Luego, postrándose reverentemente delante del Dios invisible, elevó las manos hacia el cielo y pronunció una sencilla oración. Desde temprano por la mañana hasta el atardecer, los sacerdotes de Baal habían lanzado gritos y espumarajos mientras daban saltos; pero mientras Elías oraba, no repercutieron gritos sobre las alturas del Carmelo. Elías rogó con sencillez y fervor a Dios que manifestase su superioridad sobre Baal, con el fin de que Israel fuese inducido a regresar hacia él.

      Dijo el profeta en su súplica: “Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que todos sepan hoy que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo y he hecho todo esto en obediencia a tu palabra. ¡Respóndeme, Señor, respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que estás convirtiéndoles el corazón a ti!”.

      Sobre todos los presentes pesaba un silencio opresivo en su solemnidad. Los sacerdotes de Baal temblaban de terror, conscientes de su culpabilidad.

      Apenas terminó Elías su oración, del cielo bajaron sobre el altar llamas de fuego como brillantes relámpagos y consumieron el sacrificio, evaporaron el agua de la trinchera y devoraron hasta las piedras del altar. El resplandor del fuego iluminó la montaña y deslumbró a la multitud. En los valles que se extendían más abajo, donde muchos observaban, se vio claramente el descenso del fuego, y todos se quedaron asombrados por lo que veían.

      La gente que estaba sobre el monte se arrojó al suelo. No se atrevía a continuar mirando el fuego enviado del cielo. Convencida de que era su deber reconocer al Dios de Elías como Dios de sus padres, gritaron a una voz: “¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!” El clamor resonó por la montaña y repercutió por la llanura. Por fin Israel se despertaba, desengañado y penitente. Por fin el pueblo veía cuánto había deshonrado a Dios. Quedaba plenamente revelado el carácter del culto de Baal, en contraste con el culto racional exigido por el Dios verdadero. El pueblo reconoció la justicia y la misericordia de Dios al privarlo de rocío y de lluvia hasta que confesara su nombre.

      Sin embargo, aun en su derrota y en presencia de la gloria divina, los sacerdotes de Baal rehusaron arrepentirse. Querían continuar siendo los sacerdotes de Baal. Demostraron, así, que merecían ser destruidos.

      Con el fin de que el arrepentido pueblo de Israel se viese protegido de las seducciones de aquellos que le habían enseñado a adorar a Baal, el Señor indicó a Elías que destruyese a esos falsos maestros. La ira del pueblo ya había sido despertada; y cuando Elías dio la orden: “¡Agarren a los profetas de Baal! ¡Que no escape ninguno!”, el pueblo estuvo listo para obedecer. Los llevó al arroyo Cisón y allí, antes que terminara el día que señalaba el comienzo de una reforma decidida, se dio muerte a los ministros de Baal.

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