Los Ungidos. Elena G. de White

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Los Ungidos - Elena G. de White Serie Conflicto

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inspiras canciones de alegría.

      Con tus cuidados fecundas la tierra,

      y la colmas de abundancia.

      Los arroyos de Dios se llenan de agua,

      para asegurarle trigo al pueblo.

      ¡Así preparas el campo! [...]

      Tú coronas el año con tus bondades,

      y tus carretas se desbordan de abundancia” (Sal. 65:5, 8-13).

      “Desde tus altos aposentos riegas las montañas [...],

      Haces que crezca la hierba para el ganado,

      y las plantas que la gente cultiva. [...]

      ¡Oh Señor, cuán numerosas son tus obras!

      ¡Todas ellas las hiciste con sabiduría!

      ¡Rebosa la Tierra con todas tus criaturas!” (Sal. 104:10-15, 24-28).

      La tierra a la cual el Señor había llevado a Israel fluía leche y miel, un país donde nunca necesitaría sufrir por falta de lluvia. Esto era lo que le había dicho: “Esa tierra, de la que van a tomar posesión, no es como la de Egipto, de donde salieron; allá ustedes plantaban sus semillas y tenían que regarlas como se riega un huerto. En cambio, la tierra que van a poseer es tierra de montañas y de valles, regada por la lluvia del cielo. El Señor su Dios es quien la cuida”.

      La promesa de una abundancia de lluvia les había sido dada a condición de que obedeciesen. El Señor había declarado: “Si ustedes obedecen fielmente los Mandamientos que hoy les doy, y si aman al Señor su Dios y le sirven con todo el corazón y con toda el alma, Entonces él enviará la lluvia oportuna sobre su tierra, en otoño [la temprana] y en primavera [la tardía].

      “¡Cuidado! No se dejen seducir. No se descarríen ni adoren a otros dioses, ni se inclinen ante ellos, porque entonces se encenderá la ira del Señor contra ustedes, y cerrará los cielos para que no llueva; el suelo no dará sus frutos, y pronto ustedes desaparecerán de la buena tierra que les da el Señor” (Deut. 11:10-17).

      “Si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples fielmente todos sus Mandamientos y preceptos [...] sobre tu cabeza, el cielo será como bronce; bajo tus pies, la tierra será como hierro. En lugar de lluvia, el Señor enviará sobre tus campos polvo y arena; del cielo lloverá ceniza” (28:15, 23, 24).

      Estas órdenes eran claras; sin embargo, con el transcurso de los siglos, mientras una generación tras otra olvidaba las medidas tomadas para su bienestar espiritual, las influencias ruinosas de la apostasía amenazaban con arrasar toda barrera de la gracia divina. Ahora la predicción de Elías recibía un cumplimiento terrible. Durante tres años, el mensajero que había anunciado la desgracia fue buscado. Muchos gobernantes habían jurado por su honor que no podían encontrar en sus dominios al extraño profeta. Jezabel y los profetas de Baal aborrecían a Elías y no escatimaban esfuerzo para apoderarse de él. Y mientras tanto, no llovía.

      Al fin, “después de un largo tiempo“, esta palabra del Señor fue dirigida a Elías: “Ve y preséntate ante Acab, que voy a enviar lluvia sobre la tierra”. Obedeciendo a la orden, “Elías se puso en camino para presentarse ante Acab”.

      Más o menos en esa época, Acab había propuesto a Abdías, gobernador de su casa, hacer una cuidadosa búsqueda de los manantiales y los arroyos, con la esperanza de hallar pasto para sus rebaños hambrientos. Aun en la corte real se hacía sentir agudamente el efecto de la larga sequía. El rey, muy preocupado por lo que esperaba a su casa, decidió unirse personalmente a su siervo en busca de algunos lugares favorecidos donde pudiese obtenerse pasto. “Acab se fue en una dirección, y Abdías en la otra. Abdías iba por su camino cuando Elías le salió al encuentro. Al reconocerlo, Abdías se postró rostro en tierra y le preguntó: ‘Mi señor Elías, ¿de veras es usted?’ ”

      Durante la apostasía de Israel, Abdías había permanecido fiel. El rey no había podido apartarlo de su fidelidad al Dios viviente. Ahora fue honrado por la comisión que le dio Elías: “Ve a decirle a tu amo que aquí estoy”.

      Aterrorizado, Abdías exclamó: “¿Qué mal ha hecho este servidor suyo, para que usted me entregue a Acab y él me mate?” Esto era buscar una muerte segura. Explicó al profeta: “Tan cierto como que vive el Señor su Dios, que no hay nación ni reino adonde mi amo no haya mandado a buscarlo. Y a quienes afirmaban que usted no estaba allí, él los hacía jurar que no lo habían encontrado. ¿Y ahora usted me ordena que vaya a mi amo y le diga que usted está aquí? ¡Qué sé yo a dónde lo va a llevar el Espíritu del Señor cuando nos separemos! Si voy y le digo a Acab que usted está aquí, y luego él no lo encuentra, ¡me matará!”.

      Con solemne juramento Elías prometió a Abdías que su diligencia no sería en vano. “Tan cierto como que vive el Señor Todopoderoso, a quien sirvo, te aseguro que hoy me presentaré ante Acab”. Con esta seguridad, “Abdías fue a buscar a Acab y le informó de lo sucedido”.

      Con asombro mezclado de terror, el rey oyó el mensaje enviado por el hombre a quien temía y aborrecía, a quien había buscado tan incansablemente. ¿Sería posible que el profeta estuviese por proclamar otra desgracia contra Israel? El corazón del rey se sobrecogió de espanto. Recordó cómo se había desecado el brazo de Jeroboán. Acab no podía dejar de obedecer a la orden, ni se atrevía a alzar la mano contra el mensajero de Dios. De manera que, acompañado por una guardia de soldados, el tembloroso monarca se fue al encuentro del profeta.

      El rey y el profeta están frente a frente. En la presencia de Elías, Acab parece acobardado y sin poder. En las primeras palabras que alcanza a balbucear: “¿Eres tú el que le está creando problemas a Israel?”, reveló inconscientemente los sentimientos más íntimos de su corazón y procuró culpar al profeta de los gravosos castigos que apremiaban la tierra.

      Es natural que el que obra mal tenga a los mensajeros de Dios por responsables de las calamidades que son el seguro resultado que produce el desviarse del camino de la justicia. Cuando se los confronta con el espejo de la verdad, los que se colocan bajo el poder de Satanás se indignan al pensar que son reprendidos. Cegados por el pecado, consideran que los siervos de Dios se han vuelto contra ellos, y que merecen la censura más severa.

      De pie, y consciente de su inocencia, Elías no intenta disculparse ni halagar al rey. Tampoco procura eludir la ira del rey dándole la buena noticia de que la sequía casi terminó. Lleno de indignación y del ardiente anhelo de ver honrar a Dios, le declaró intrépidamente al rey que eran sus pecados y los de sus padres lo que atrajo sobre Israel la terrible calamidad. “No soy yo quien le está creando problemas a Israel –asevera audazmente Elías–. Quienes se los crean son tú y tu familia, porque han abandonado los Mandamientos del Señor y se han ido tras los baales”.

      Hoy también es necesario que se eleve una reprensión severa; porque graves pecados han separado al pueblo de su Dios. La incredulidad se está poniendo de moda. Miles declaran: “No queremos a este por rey” (Luc. 19:14). Los suaves sermones que se predican con tanta frecuencia no hacen impresión duradera; la trompeta no deja oír un sonido certero. El corazón de los hombres no es conmovido por las claras

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