¿Qué hacemos con Menem?. Martín Rodriguez

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¿Qué hacemos con Menem? - Martín Rodriguez Singular

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importa de qué color sea el gato, lo importante es que cace ratones”

      La máxima del dirigente chino Deng Xiaoping sintetizaba una aspiración y un clima de época para muchos partidos y movimientos populares a fines de la década del ochenta. La caída de la Unión Soviética y el Muro de Berlín obligó a la reconfiguración interna de la mayoría de las formaciones políticas históricas del siglo XX, sin distinciones de latitudes ni lenguas. El triunfo aparentemente inapelable de las ideas de apertura y libre mercado habilitaban una máxima darwinista: adaptarse o morir. Por nombrar tan solo algunos ejemplos destacados, el PRI mexicano, el Partido Comunista Chino y el peronismo argentino iniciaron o profundizaron su reconversión política e ideológica en aquellos años. Pero lo hicieron solo a medias, a sabiendas de que la hibridación era su destino manifiesto: ¿cuánto conservar y cuánto transformar? El PRI mantuvo lo que pudo el unicato, Menem jamás desafió el modelo sindical de unidad promocionada ni el poder –corporativo al menos– de la CGT. Más al norte, la experiencia de la Perestroika de Mijaíl Gorbachov funcionaba como contraejemplo: una reforma que había ido demasiado lejos y había terminado con el reformador. Por eso, al principio la adscripción a las reformas de mercado fue en la mayoría de los casos una sobreadaptación pragmática, un conjunto de formas y herramientas nuevas para intentar lograr los mismos fines de siempre. El vocabulario conceptual ensamblado lo grafica: el “socialismo con características chinas” de Deng o la “economía popular de mercado” de Menem. La “fe” vino después.

      La “vía peronista al liberalismo” surgió entonces como una respuesta adaptativa a la combinación histórica de la crisis hiperinflacionaria de 1989-1990 –a la que el historiador argentino Halperin Donghi señaló como ejemplo de la “agonía de la Argentina peronista”–, el fin de la Guerra Fría y el nuevo unipolarismo americano. En ese sentido, en la Argentina la hiperinflación representaba en los hechos la derrota del Estado como concepto unificador y organizador excluyente de la vida social y política. El fin de su batalla material y cultural, sin moneda ni subordinación militar. Menem fue la expresión y el resultado de ese colapso, no su causa primera. Se vivía, en efecto, una atmósfera de fin de época, y la fuerza arrolladora de un nuevo “viento de la Historia”. Caían los partidos comunistas, caía el apartheid, caía Pinochet. Construir molinos de viento fue la consigna de un peronismo que mutó para no morir y que a la vez mató inevitablemente algo de sí mismo al hacerlo. El peronismo, además, en su resiliencia y perennidad históricas –sobreviviente tanto al partido militar en su larguísimo round histórico de tres décadas como al alfonsinismo arrasador del Tercer Movimiento Histórico–, empezaba a ser percibido en ese fin de los ochenta como un destino manifiesto nacional, como una metáfora de la Argentina en general. Por esto, en su capacidad de modernización se cifraba también la clave y la posibilidad empírica de la modernización capitalista de la Argentina tout court. La forma de hacer sustentable, viable y, sobre todo, “gobernable” la nueva Argentina de la desigualdad parida por la dictadura militar. El peronismo no era el obstáculo. El peronismo era la resolución del problema.

      El macrismo “contemporáneo”, forjado en los hornos de Durán Barba y Marcos Peña, partió de la hipótesis política exactamente contraria. El peronismo fue, es y será el problema: los famosos “70 años de peronismo” de la ideología oficial. Tiene sentido: en buena medida, el menemismo muere definitivamente en la conformación del PRO, que representa el divorcio entre las ideas liberales y el proyecto peronista. Un “liberalismo atendido por sus dueños” exactamente opuesto al ethos profundo del menemismo. Para el macrismo, la Historia argentina del siglo XX es unívocamente la historia de un fracaso. Una nación descarriada por el populismo y reducida a un tuit de inflación acumulada. Un peso muerto para sacarse de encima. Observan esa historia como los reformistas radicales de Yeltsin leían la historia de la Unión Soviética: el relato de una tragedia. Por esto, y a pesar de los intentos de “negociación” con la sociedad peronizada que les tocó gobernar –digamos, la mejor versión posible de lo que en la Argentina se dio en llamar “gradualismo”–, existió algo en el ethos profundo de la experiencia macrista que tenía como misión central y definitiva neutralizar al monstruo. Demostrar su obsolescencia y su disfuncionalidad. Mauricio Macri incluso consiguió que el FMI y Trump le financiaran un Plan Marshall para tal efecto.

      En todo caso, entre la identidad y la transformación, el macrismo eligió la endogamia de quien se mira al espejo y le gusta demasiado lo que ve. La secuencia política exactamente inversa a la del menemismo, que hizo de la transfiguración de sus orígenes –incluso física y estética, en la figura del presidente mismo– su primer acto de “traición creadora” schumpeteriana. “Si decía lo que iba a hacer no me votaba nadie”: la autonomía de la política a la enésima potencia. Una disociación completa entre la lógica electoral y la lógica gubernamental que se arrogaba el derecho de establecer el cómo, cuándo y con quiénes del mandato electoral popular, una praxis política opuesta a la práctica contemporánea del focus group, donde todo es fidelización e identidad. El tatuaje en la espalda del menemismo: No se puede transformar sin traicionar.

      Una cuestión de clase

      Una elección que tiene raíces profundas en otro elemento central del macrismo que lo diferencia del menemismo: el de Macri fue un gobierno mucho más “de clase” que “liberal”; el de Menem fue el gobierno con agenda liberal más plebeyo de la Historia argentina. Difícilmente pueda encontrarse una amalgama de colores, estilos, acentos y orígenes políticos tan diversos como los que contuvo en su seno el menemismo: del liberalismo de barrio de una Adelina Dalesio de Viola a la aristócrata Alsogaray, de la Renovación Peronista de Grosso, Manzano y De la Sota a lo más profundo de la ortodoxia sindical de un Triaca o un Barrionuevo, de exmontoneros como Alicia Pierini y Luis Prol hasta exfascistas como Rodolfo Barra. La diversidad no era solo ideológica y política, era también sociológica y federal; todavía no había llegado la hora de la política argentina reducida al AMBA: el menemismo tenía acento riojano, cordobés, santafesino, mendocino, porteño y bonaerense, y orígenes sociales de lo más diversos, desde Recoleta hasta las barriadas más humildes o marginadas del país.

      El menemismo era mestizo e impuro y extraía su fuerza de esa ambigüedad, una suerte de anti identity politics. Dicho rápido, incluso si se piensa que el gobierno de Menem fue, en términos generales, un gobierno para los ricos, lo que seguro no fue es un gobierno de ricos. Quería representar más bien la posibilidad política de una alianza social entre ricos y pobres, un catch-all sociológico “ilógico” si se lo veía con el prisma de la cultura política más progresista. Hasta el mismísimo Domingo Cavallo era un ejemplo de ascenso social, proveniente de una familia de clase media trabajadora de Córdoba. El de Menem fue un gobierno de políticas neoliberales hecho por gente que tenía –sobre todo al comienzo– una relación

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