¿Qué hacemos con Menem?. Martín Rodriguez

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¿Qué hacemos con Menem? - Martín Rodriguez Singular

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política de Menem y la economía, es decir, la idea de Estado y mercado de Cavallo; el encuentro entre rosca y tecnocracia que terminaría de parir el proceso más profundamente reformista desde la recuperación de la democracia. ¿Quiénes dieron vuelta como un guante a la Argentina? Primero Raúl Alfonsín, al final Néstor Kirchner, en el medio Menem-Cavallo.

      Pero Cavallo fue mucho más que la ley-karate que acabaría de un solo golpe seco con décadas de inflación. Como Ricardo López Murphy, su espejo fracasado (en buena medida porque Cavallo ensayó su entrismo con el peronismo mientras que López Murphy tuvo la mala idea de hacerlo con el radicalismo), Cavallo era un economista con posgrados en el exterior que presidía una fundación, la Mediterránea, creada por el empresariado cordobés para dotar de políticas, programas y cuadros de gestión a los gobiernos provinciales. El éxito cordobesista de De la Sota-Schiaretti, la aldea irreductible que durante una década resistió al invasor kirchnerista, se explica en buena medida por el “modelo cordobés” que la Mediterránea contribuyó a fabricar: ultraproductivo y dinámico, con un Estado atento a los negocios privados y políticas sociales focalizadas para atender a los excluidos.

      El desembarco de Cavallo en el Ministerio de Economía, decíamos, revistió al gobierno de Menem de la capacidad técnica, la profesionalidad de los equipos y la consistencia en la gestión de las que había carecido en el año y medio anterior, cuando a la fallida experiencia de Bunge & Born le siguió Erman González (“Un contador sin visión política”, según las célebres palabras de su sucesor). Con Cavallo, el neoliberalismo de Menem dejó de ser una intuición para convertirse en un programa.

      ¿Qué proponía ese programa en relación con el Estado? Conocemos el trazo grueso, su orientación básica: amplias privatizaciones para reducir su tamaño, el paso de un rol de productor a uno de orientador de la economía, el desarme de diversos mecanismos tendientes a garantizar derechos sociales y la descentralización a los ámbitos provincial y municipal de diversas funciones, en particular de salud y educación. Y en medio de este impulso reformista desparejo pero imparable, dos trasformaciones sustanciales: la reforma de la seguridad social y la reforma de la estructura de recaudación impositiva. Vale la pena revisarlas, no solo por sus consecuencias económicas y sociales inmediatas, o por los conflictos políticos que implicaron, sino también por su relevancia de largo plazo, estratégica.

      Y porque uno de los resultados de ambas reformas fue la creación de dos nuevas agencias (según la definición de la neolengua de la época) de avanzada, dotadas de una amplia cobertura nacional, flexibles, modernas e informatizadas: la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) y la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). Lo notable es que, creadas en el marco de las reformas estructurales neoliberales con evidentes objetivos noventistas (el ingreso del capital privado a la seguridad social y la simplificación impositiva según criterios regresivos), ambas instituciones resultarían paradójicamente decisivas para las transformaciones progresistas que impulsaría, más de una década después, el kirchnerismo, a tal punto que se convertirían en la plataforma de despegue de rutilantes carreras políticas. La tecnocracia escribe derecho con renglones torcidos.

      Anses, capacidad de ejecución

      El proceso comenzó con la ley de creación del Instituto Nacional de la Previsión Social (INPS) como entidad de derecho público no estatal, que luego se transformó, mediante un decreto, en el Sistema Único de la Seguridad Social (SUSS), dependiente del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de la Nación, encargado de cobrar y administrar una Contribución Unificada de la Seguridad Social (CUSS). Este fue el antecedente directo de la Anses, inaugurada por decreto en 1991. El nuevo sistema absorbió parte de las cajas previsionales de las provincias y los regímenes profesionales, con el objetivo de unificar y simplificar la seguridad social y dar el paso crucial hacia la creación de dos sistemas, uno público de reparto y otro privado de capitalización individual en manos de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), que se convertirían en las nuevas protagonistas de la seguridad social reformada.

      La historia posterior es conocida: la privatización despojó al Estado de los aportes de los trabajadores mientras debía seguir sosteniendo el sistema, lo que agravó la crisis fiscal y la necesidad de endeudamiento que concluyó en el estallido de 2001; las AFJP se pasaron de rosca con las comisiones; la inequidad entre jubilados se profundizó, y el dichoso mercado de capitales local nunca terminó de concretarse. Pero lo que me interesa destacar aquí no es eso, sino la construcción de la Anses como dispositivo institucional: un organismo autárquico dependiente del Ministerio de Trabajo, encargado de administrar la casi totalidad del sistema previsional argentino (apenas unas pocas provincias y algunos regímenes especiales quedaron fuera) y de gestionar las asignaciones familiares, los programas de empleo y las pensiones no contributivas.

      Como señalamos, la reforma fue concebida con el objetivo de atraer inversiones privadas y fomentar el ahorro individual. Sin embargo, uno de sus rasgos centrales –la recentralización– resultaría clave como herramienta de gestión una década después: la estatización de las AFJP, la medida más profunda del kirchnerismo tardío, fluyó sin obstáculos gracias a la Anses, que permitió absorber las administradoras privadas, unificar el padrón y manejar la incidencia del Estado en las empresas privadas en las que tenía participación sin mayores tropiezos. Más tarde, cuando el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner decidió desplegar un programa de transferencia de renta condicionada al estilo de los que se venían implementando en otros países de la región y anunció la Asignación Universal por Hijo (AUH), no recurrió al Ministerio de Desarrollo Social, que habría sido la elección natural, sino a la Anses (en Brasil, por ejemplo, el encargado de elaborar el Cadastro Único del programa Bolsa Familia es el Ministerio de Desarrollo Social). Comprobada la eficiencia del organismo con el impecable despliegue de la AUH (prácticamente no hubo denuncias de irregularidades), el gobierno kirchnerista decidió que los siguientes programas estrella (Procrear y Conectar Igualdad) se implementasen a través de la Anses. Y así también sucedió con el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), ya en tiempos de Alberto Fernández.

      En un Estado desarticulado, que enfrenta dificultades serias para llevar adelante planes y programas, la Anses es una agencia eficiente y ágil, con procesos totalmente informatizados y una alta capacidad de ejecución. Es, después del Correo Argentino, el organismo nacional de mayor despliegue territorial, una red de trescientas Unidades de Atención Integral (UDAI) ubicadas en casi todas las ciudades del país. La relevancia de la Anses es tal que, aunque una mirada superficial la consideraría un organismo gris de pura finalidad burocrática, se ha convertido en una plataforma de despegue de ambiciones políticas, con más (Sergio Massa), menos (Amado Boudou) o ningún (Diego Bossio) éxito. La importancia de la Anses crece a nivel municipal, como demuestra el hecho de que muchos integrantes de la nueva generación de intendentes bonaerenses hayan pasado antes por sus oficinas locales, un lugar dotado de recursos, donde la posibilidad de tropezar en la gestión es mínima (buena parte de los procesos están estandarizados) y que al mismo tiempo reserva cierto margen para la discrecionalidad,

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