¿Qué hacemos con Menem?. Martín Rodriguez
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Así el menemismo participó de un giro contracultural que ya se había manifestado en los Estados Unidos y el Reino Unido.[26] En los setenta se cocinó un rechazo al Estado, a las burocracias y en muchos sentidos al trabajo en la fábrica. Una verdadera (contra)revolución. Y este alzamiento tuvo su correlato argentino. La crisis de la sustitución de importaciones coincidió, no por casualidad, con el prestigio de los productos importados, antes restringidos a los ricos. Y la dictadura dejó también como legado un rechazo al autoritarismo que también fue “rechazo de Estado al Estado”. El menemismo conectó esa desregulación de la economía, la crítica al Estado y los viejos valores peronistas de la democratización del consumo de masas con la lluvia de inversiones de la pos Guerra Fría.
En 1999 Alain Touraine escribió en Clarín que “la economía argentina resultó profundamente transformada en los últimos diez años: se convirtió en una economía de producción y no solamente en una de subvenciones”.[27] Fue una democratización del consumo de masas motorizado por un “neopopulismo de mercado”,[28] que como en otras épocas, pero como nunca en tiempo reciente, abarataba y daba acceso a quien tuviera con qué. Podríamos hablar de los costos en el mediano y largo plazo. Y es cierto. Se podrá decir que era un espejismo. Pero para los que lo vivieron fue una realidad. Y, guste o no, la única verdad es la realidad.
De la alternativa al quiebre pasando por el consenso
Que el árbol de la incomodidad con los años noventa no nos tape el bosque de lo real: el “neoliberalismo” argentino fue “deseado”.[29] Porque a diferencia del Chile de Augusto Pinochet, y al igual que el Reino Unido de Margaret Thatcher, en la Argentina Carlos Menem ejecutó su proyecto con la legitimidad que dan unas urnas explotadas de votos. Quizá “mintió” en 1989, pero 1995 fue un año a cielo abierto.
Vale la pena poner contexto e historia. El consenso bienestarista de la posguerra, los años gloriosos (1945-1973), llegó bastante roto a la década del setenta. Y la crisis mundial de 1973 terminó de detonar los restos de ese consenso. El Reino Unido fue la punta del iceberg. Por eso, así como en parte de América Latina los setenta fueron los años de la reacción dictatorial, en el hemisferio norte –además de un período de democratización en el sur de Europa– fueron también un momento de reacción cultural que venía a negar los revolucionarios años sesenta y a terminar de dar a luz las nuevas derechas de los ochenta: Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Tal fue el giro que después también surgieron los nuevos progresismos con agenda más liberal, con figuras como François Mitterrand y Felipe González. Nueva derecha y nuevo progresismo. Un nuevo consenso después del viejo consenso bienestarista. En este marco se dio toda una serie de movimientos, a primera vista, paradójicos. Thatcher deshizo la cultura tradicional tory. González desmanteló parte de la industria sindicalmente ligada a la izquierda y metió a España en la OTAN y en la Comunidad Europea. Menem transformó el peronismo de partido sindical a partido clientelista y dio rienda suelta a un programa de reformas liberales. Como ya dijimos: clima de época.
Este fue un proceso gradual, un fenómeno común en gran parte de Occidente, que con idas y vueltas terminó confluyendo en un centro que indiferenció parcialmente las polaridades partidarias. En su libro Ill Fares the Land, el historiador Tony Judt describió este período como un “asfixiante consenso” de los partidos tradicionales.[30] Por derecha y por izquierda, con sus diferencias, la clase política con capacidad de gobernar buscó surfear la misma ola. Como decía el filósofo y economista mexicano Jorge Castañeda en La utopía desarmada de 1993: “A pesar de muchas limitaciones, en la política contemporánea y en la globalización económica actual, negarse a jugar en el mismo terreno, no importa cuán disputado esté, equivale a condenarse a la marginalidad”.[31] Y Gabriel García Márquez, en una misma sintonía, decía que había que sobrevivir “aunque se pierdan los muebles”.
Eso explica el grado de lealtad a la Convertibilidad en la clase política de la época. No es que la Argentina fuera una excepción en esto. En el mundo había un fuerte consenso entre derechas e izquierdas, todos camino al centro. La gran concentración. Hoy puede costar entenderlo, pero Federico Sturzenegger era el faro económico de Chacho Álvarez,[32] junto con José Luis Machinea, y después su apuesta política fue Domingo Cavallo. Una época marcada por un nivel tal de consenso sobre los pilares del “modelo” que el orden implotó. Pero no solo en la Argentina.
La historia es conocida. Este gran consenso centrista terminó, aquí y allá, volando por el aire.[33] En el mundo se fue descascarando de a poco. Las terceras vías empezaron a perder terreno electoralmente. El socialismo francés de Lionel Jospin no llegó a la segunda vuelta electoral de 2002 contra Jacques Chirac, y dejó en esa final a Jean-Marie Le Pen. Después, con el 11-S Tony Blair devino cruzado en Irak. El Partido Socialdemócrata alemán de Gerhard Schröder, mientras ejercía de policía en Kabul de la mano del exizquierdista Joschka Fischer, devenido líder del Partido Verde, salió ofensivamente con una agenda liberalizadora y terminó perdiendo el poder en 2005. En 2000 el vicepresidente de Bill Clinton, Al Gore, perdió en la Corte la elección frente a un George W. Bush que quizá todavía no sabía que iba a encabezar la cruzada mundial pos-11-S.
En los años noventa en América Latina, 1998 más precisamente, existió un nucleamiento llamado “Alternativa Latinoamericana”, que hoy parece irreal. Comandada por el futuro canciller de Vicente Fox, Jorge Castañeda, y por el futuro ministro de Asuntos Estratégicos de Lula da Silva, Roberto Mangabeira Unger, esta convocatoria reunió a diversas figuras que, desde la perspectiva actual, resulta insólito pensar juntas. Participaban de esa iniciativa Carlos “Chacho” Álvarez, José Bordón, Leonel Brizola, Manuel Camacho, Dante Caputo, Cuauhtémoc Cárdenas, José Dirceu, Marco Aurélio Garcia, Gabriel Gaspar, Tarso Genro, Ciro Gomes, Graciela Fernández Meijide, Vicente Fox, Itamar Franco, Ricardo Lagos, Andrés Manuel López Obrador, Luiz Inácio Lula da Silva, Carlos Ominami, Federico Storani, Rodolfo Terragno y muchos más. En este sentido, en su libro Progresistas fuimos todos[34] Eduardo Minutella y María Noel Álvarez se ocupan de un aspecto capital de esta historia reciente: las revistas de la transición del siglo XX al XXI. Del menemismo al kirchnerismo pasando por 2001. ¿Por qué es tan importante? Porque revela hasta qué punto eran diferentes las polaridades que organizaban la conversación pública y las identidades políticas. Se juntaban personas que hoy ni siquiera podrían tomar un café. ¿Qué pasó? Cambió el eje que organizaba los clivajes.
Argentina siempre siguió la música que sonaba en la región, pero no deja de ser quizá el vecino más exagerado del Cono Sur. La dictadura más asesina en los setenta. El único Juicio a las Juntas Militares en los ochenta. El caso más liberalizador en los noventa. La peor crisis en el cambio de siglo. El giro más estatista en los dos mil. Cada década un giro distinto, pero hay una constante: la lealtad con la intensidad.
¿Fukuyamistas fuimos todos?
Como dijo Žižek: “Es fácil reírse de la noción de fin de la historia de Fukuyama, pero hoy la mayoría es fukuyamista: el capitalismo liberal-democrático es aceptado como la fórmula final de la mejor sociedad posible, donde todo lo que queda es hacerlo más justo, tolerante, etc.”.[35] Por supuesto que en la década del noventa no todos participaron de aquellos consensos. Pero sí la mayoría abrumadora de la clase política, la élite en general y la corriente de opinión mayoritaria. En 1999 toda la oferta electoral (De la Rúa, Duhalde y Cavallo) ofrecía Convertibilidad. Chacho Álvarez decía que no había más derecha