¿Qué hacemos con Menem?. Martín Rodriguez
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La Anses es quizá el símbolo más claro de la transformación del peronismo descripta en el libro pionero de Steven Levitsky: de un partido sindical sostenido por el poder y los recursos de los gremios a una fuerza clientelar-territorial alimentada por el Estado.[9]
Recaudar para sobrevivir
A mediados de los noventa, tras una larga disputa con las diferentes facciones del gobierno, Cavallo logró la fusión de los tres organismos recaudadores del Estado nacional –la Aduana, la Dirección General Impositiva y la Dirección General de Recursos de la Seguridad Social– en una sola entidad dependiente del Ministerio de Economía, un proceso largo que terminaría de concretarse con el ministro ya fuera del gobierno. Como la seguridad social, la reforma impositiva cavallista se encuadraba en el paradigma neoliberal de las señales de mercado, la atracción de inversiones extranjeras y el superávit fiscal: el aumento al 21% de la alícuota del IVA y su extensión a otras actividades, la eliminación de los aportes patronales y la reducción de impuestos considerados distorsivos modelaron una estructura tributaria regresiva, bajo la cual el peso principal de la recaudación caía sobre los tributos al consumo: el IVA, que antes de la reforma representaba un 17% del total de lo recaudado, pasó al 38%.[10]
El costado positivo fue la construcción de la AFIP. Dotada de una autarquía funcional similar a la de la Anses, la AFIP desarrolló un veloz proceso de informatización con recursos propios y software libre (plataforma Java y sistema operativo Linux), que la convirtió en un organismo de referencia en “gobierno digital” en América Latina (cuenta la leyenda que cuando Axel Kicillof ingresó por primera vez al corazón informático de la agencia la comparó con la NASA). La ley penal tributaria fue reformada de modo tal que la AFIP contara con la facultad para clausurar comercios sin orden judicial. Así apareció el primer sheriff impositivo de la historia argentina: Carlos Tacchi, que prometía “hacer mierda a los evasores”, antecedente directo de las persecuciones en las playas, los embargos a automóviles de lujo y las fotos aéreas que años después harían famoso al bonaerense Santiago Montoya. La contribución de ambos pintorescos personajes a la creación de una cultura impositiva argentina debería ser valorada.
Como resultado de estos esfuerzos, la base tributaria aumentó considerablemente y la evasión se redujo. En un contexto de crecimiento económico, la recaudación pasó del 13% del PBI antes de la sanción de la Ley de Convertibilidad a alrededor del 20% a mediados de los noventa. Pero, además, la modernización de los instrumentos recaudatorios iniciada en esa década fue decisiva para que el kirchnerismo, en un contexto económico muy diferente, lograra elevar la presión impositiva a un fabuloso 35% del PBI, con todos sus efectos en cuanto a disponibilidad de recursos fiscales, fortalecimiento del Estado y equilibrio de las cuentas públicas (aunque con pocos avances en la construcción de una estructura menos regresiva). Igual que con la Anses, el camino fue la centralización, la digitalización y la preservación mejorada de un organismo con autonomía operativa y diferenciación burocrática: los trabajadores de ambas entidades no forman parte del sistema general de los ministerios y cuentan con esquemas de carrera meritocráticos, sindicatos diferentes y salarios más altos.[11]
Los noventa
¿Cuándo empezaron los noventa? Desde que Eric Hobsbawm decidió que el siglo XX duró solo setenta y siete años, entre el estallido de la Primera Guerra en 1914 y el colapso de la Unión Soviética en 1991, se ha puesto de moda redefinir los períodos históricos con ingeniosa flexibilidad. ¿Cuándo empezaron, entonces, los noventa? ¿Con la asunción de Carlos Menem en 1989? ¿Con el aplastamiento a sangre y fuego del último levantamiento militar? ¿Con la inauguración del Alto Palermo, sugestivamente un 17 de octubre (de 1990)? ¿Con la primera tapa de “Las ondas del verano” de la revista Gente?
Los noventa empezaron el 27 de marzo de 1991, cuando el Congreso sancionó la Ley de Convertibilidad y Cavallo se incorporó al gobierno: la súbita interrupción del proceso inflacionario que venía atormentando a los gobiernos de las últimas tres o cuatro décadas, la refundación del consumo de masas (el menemista fue el segundo boom de consumo popular después del primer peronismo) y el programa ampliado de apertura, desregulación y privatizaciones pusieron fin al sueño cafierista de socialdemocracia peronista y lo reemplazaron por un peronismo neoliberal que colocó a los cuadros de la Renovación (políticos profesionales cocinados al fuego inclemente de la derrota alfonsinista) al servicio de una reconversión total a los nuevos vientos de la historia. Una renovada alianza de clases: los pobres encerrados en sus territorios, las élites liderando el cambio cultural y una parte de la clase media invitada a la fiesta: partir la clase media para poder gobernarla. El de Menem fue un proyecto regresivo y excluyente, letal para la parte de la población que quedaría afuera de casi todo, pero atractivo para el sector de la sociedad que conseguiría subirse a la ola: “los ganadores”, expresión que con el tiempo haría escuela.
Segundo protagonista después del presidente, Cavallo fue el primer superministro de Economía desde la recuperación de la democracia, un lugar que luego solo lograrían ocupar Roberto Lavagna y Axel Kicillof (no casualmente, de los pocos que después de pasar por el ministerio encararían carreras electorales). Sobre todo al comienzo, Cavallo resultaría decisivo para subrayar el giro ideológico de Menem y ordenar la gestión según un paradigma que se construía teóricamente al mismo tiempo que se aplicaba en la práctica. Cavallo completaba a Menem, le agregaba la credibilidad internacional, la solvencia técnica y la claridad de fines que le faltaban al riojano, un político de la pura intuición. Solo una personalidad como la de Menem, tan hipersegura de sí misma como irresponsable, podía tolerar a su lado a un cruzado como Cavallo, que le hablaba al país con el intenso brillo maníaco de sus ojos color turquesa.
[7] Agradezco los comentarios de Emmanuel Álvarez Agis y Pablo Gerchunoff a este texto. Buenas, regulares o malas, las ideas corren por mi cuenta.
[8] Pablo Gerchunoff y Juan Carlos Torre, “La economía política de las reformas institucionales en Argentina. Los casos de la política de privatización de ENTel, la reforma de la seguridad social y la reforma laboral”, Documento del BID, disponible en <www.publications.iadb.org.es>.
[9] Steven Levitsky, La transformación del justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista, 1983-1999, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.
[10] Guillermo Bocchetto, “Los ciclos económicos y la política tributaria en Argentina: Desde la crisis del 30 hasta finales del siglo”, Cuadernos del Instituto AFIP, nº 18, 2010, disponible en <www.afip.gob.ar>.
[11] Una interesante historia de los cambios se encuentra en Alexandre Roig, “La Dirección General Impositiva de la Agencia Federal de Ingresos Públicos (AFIP) de la Argentina”, Working Paper Series, septiembre de 2008.
3. Fukuyama en las pampas
Tomás Borovinsky
1989: el año del reset argentino. Un tiempo que coincide con uno de los cambios históricos más importantes de la era contemporánea. Es el momento del popular paper de Francis Fukuyama, “¿El fin de la historia?”, convertido en libro poco después.[12] Libro de época. Best seller. Más comentado que leído en la posteridad, también. Los textos son importantes por su apuesta a perdurar y/o como indicadores de un tiempo. Así funciona el Fukuyama del fin de la historia. Momento en que la Argentina continúa con su transición a la democracia, con su primer cambio de mando en medio de una crisis económica y social histórica, con la Guerra Fría descascarándose.