¿Qué hacemos con Menem?. Martín Rodriguez
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Como es obvio, el año 1989 no fue la primera vez que se habló del final de la historia ni del triunfo de la administración de las cosas por sobre los conflictos. Es la utopía –para muchos una pesadilla– de un mundo pacificado y reconciliado consigo mismo, sin política. Y si 1989 no fue la primera vez tampoco será la última. El fin de la historia es un sueño eterno. Y Carlos Saúl Menem llega al poder en este clima mundial de desmovilización política y de ascenso de las tecnocracias en múltiples niveles. Es el tiempo pospolítico de los gestores, los especialistas y los técnicos. Eso no quita que no fuera también un momento, pese a todo, eminentemente político. El menemismo fue a su modo un canto a la autonomía de lo político. Fue la recuperación de la gobernabilidad.[14] Bajo la figura fukuyamista, podríamos decir, se escondía un liderazgo carismático que hacía y deshacía en nombre de la modernización y el progreso. Paz, administración y Movicom.
Esperando a Menem
Lucio V. Mansilla escribió un libro sobre su tío, Juan Manuel de Rosas, cuyo cuerpo justamente Carlos Menem se ocupó de repatriar. Mansilla sostenía allí: “Parece ser una ley sociológica de la evolución transformista argentina que cada década, año más o menos, tenga lugar una crisis o una explosión”.[15] La ley sociológica de Mansilla, acuñada en 1898, organiza también la historia del último medio siglo en una línea de tiempo cortada por crisis profundas: 1975, 1982, 1989, 2001. En democracia, en dictadura y en democracia, estas crisis implicaron verdaderos eventos tectónicos económicos que transformaron la corteza social argentina. De hecho, podríamos decir que la ley de Mansilla se queda corta: en el último medio siglo la Argentina es uno de los países con más recesiones económicas del mundo.
Pero la crisis entre la primavera democrática de los ochenta y la modernización económica de los noventa partió al medio esas décadas e implicó un shock para la estructura social existente, que ya venía muy herida. Sin embargo, si bien Alfonsín y Menem son los nombres de la transición a la democracia, hay continuidades y rupturas entre uno y otro. Décadas diferentes, aunque vistas de lejos bien conectadas. Ciclos políticos construidos uno sobre el otro. Dos décadas enlazadas como una doble hélice. La recta final del siglo XX que supimos conseguir.
El alfonsinismo persiguió desde un principio un desafío fundamental: expulsar material y simbólicamente al partido militar implicaba saber que no se podía restablecer el orden democrático y republicano sin recuperar el monopolio de la violencia legítima. Un orden herido de muerte por la ocupación militar de las instituciones argentinas, que habían restablecido a su modo el monopolio de la violencia estatal mediante la muerte sistemática. En ese marco el histórico Juicio a las Juntas cumplía un rol reparador en múltiples sentidos. Pensemos en 1986: la Argentina venía de ejercer su primera elección legislativa de la nueva democracia (1985), se ganó un Mundial de fútbol y un Oscar, y la economía asistía a un momento de esperanza posible (que terminaría mal). Sin embargo, el país estaba todavía al acecho de intentos de golpes militares y se respiraba el oxígeno de la economía de guerra alfonsinista.
Como sostiene Martín Plot: “Si en los Estados Unidos la guerra es la coartada para la declaración de emergencia que justifica la acción del Ejecutivo, en la Argentina esa coartada es la crisis económica”. Por eso “Raúl Alfonsín fue el primer líder político que percibió el enorme potencial transformador de este esquema [el semiplebiscitario] y trató de implementarlo de inmediato”.[16] Este fenómeno del gobierno de la emergencia permanente atraviesa la transición a la democracia y más allá. Lo encontramos de distinto modo como una música de ascensor que acompaña toda la Argentina posdictadura. No es una rareza argentina. La tendencia hacia la presidencialización extrema la podemos encontrar hasta en los Estados Unidos.[17] Pero en nuestro país la situación de emergencia es una constante y siempre en nombre de la crisis económica. De la “economía de guerra” de Alfonsín al “neodesarrollismo” de Kirchner, pasando por la “economía popular de mercado” de Menem. Un viaje de la “socialdemocracia” al “neoliberalismo” y de ahí al “populismo”, en mayor o menor medida, sin salir de la “situación de emergencia”. Esa es la normalidad argentina.
En este contexto, la llegada de Carlos Menem es historia. De ser el “gobernador más alfonsinista” dentro del peronismo a disputar con el verdadero espejo socialdemócrata de Raúl Alfonsín dentro del peronismo: Antonio Cafiero. Menem apoyó el “Sí” en el referéndum del canal de Beagle y fue el único gobernador peronista en apoyar el Plan Austral. Así se abrió paso camino a la Casa Rosada con los huesos de la Renovación Peronista.
Como recuerda Gerardo Aboy Carlés: “Es la situación de excepción la que habilitó a Menem a llevar adelante la reforma del Estado y la liberalización económica sin desvertebrar al peronismo y alcanzando, efectivamente, una recomposición del poder estatal”. Y agrega también que Menem desplazó al partido militar y su parcial institucionalización en mecanismos constitucionales como la Unión de Centro Democrático y “no tardó en integrarlos a la constitución de un nuevo Partido del Orden”.[18] Si Fogwill decía contraintuitivamente que Alfonsín era la “continuidad del Proceso”,[19] Menem hizo campaña diciendo que Cafiero era la continuidad de Alfonsín. A su modo, quizá leyó mejor que Cafiero la correlación de fuerzas de su justicialismo contemporáneo para ganar la interna. Así como leyó el país, y el mundo,[20] para gobernar una década.[21]
La experiencia sensible
“Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas”. Así se reflejaba el final de la historia en las pampas en el libro El traductor de Salvador Benesdra, probablemente una de las dos novelas más importantes, junto con Vivir afuera de Fogwill, de la década del noventa. Benesdra continúa diciendo que “sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta”. Y finalmente: “Me imaginaba que no solo había caído el Muro de Berlín, y podía desaparecer la URSS, y con ella la izquierda víctima y la izquierda verduga, sino que el sol mismo se había puesto a transgredir sus propias normas”.[22] Era el momento de un gran aplanamiento del mundo que permitía no solo detonar las coordenadas políticas de la Guerra Fría, sino también acelerar la distribución de dispositivos electrónicos para dar rienda suelta al desarrollo de las fuerzas productivas.
En ese marco el menemismo fue la fórmula que pulió el peronismo realmente existente para alinear la República Argentina con la música que sonaba en el mundo en ese momento. Paradójicamente o no, para pensar a Menem vale recordar el dictum del felipismo socialista español de los años ochenta: “Vamos a dar vuelta el país como una media”.
Como dijimos, la presidencia de Menem se caracterizó por un verdadero canto a la autonomía de lo político. Un liderazgo carismático capaz de hacer y deshacer que todavía muchos ven como la única vía posible al cambio.[23] En este sentido, en la novela de Fogwill