¿Qué hacemos con Menem?. Martín Rodriguez

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¿Qué hacemos con Menem? - Martín Rodriguez Singular

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capitalismo y el libre mercado. La palabra preferida del menemismo: reconciliación. Y el arma preferida utilizada por Menem para su realización: el perdón. El carisma de Menem estaba basado en el perdón; un presidente que tal vez perdonaba porque quería que lo perdonaran a él mismo, en una suerte de lúcida autoconciencia “atorrante”. Porque también Menem mataba, políticamente hablando. Con el “Matador” de Los Fabulosos Cadillacs de fondo en sus actos, Menem parecía citar a Borges: “Sufrir y atormentar se parecen, así como matar y morir. Quien está listo a ser un mártir puede ser también un verdugo, y Torquemada no es otra cosa que el reverso de Cristo”.[5]

      Se paraba sobre su propia biografía de preso político durante la dictadura –una que no necesitaba simular– para abrazarse con todos los enemigos históricos del peronismo –desde el almirante Isaac Rojas hasta Álvaro Alsogaray–, indultar a las juntas militares de la dictadura y a la cúpula de Montoneros, y tratar de reconciliar a árabes con israelíes. Nada escapaba al sincretismo menemista: el premio Nobel al que aspiraba Menem no era el de Economía o el de Letras, era el de la Paz. Su método consistía en encarnar y asumir, solo, los costos políticos de sus perdones, llevándose puesta la marca y el estigma de la impunidad y así liberando las conciencias del resto. Los indultos fueron en este sentido paradigmáticos. Como reflexionó Oscar Landi:

      Su apuesta era a cerrar la grieta –ambicioso o megalómano, todas las grietas argentinas juntas: Facundo y Sarmiento, civilización y barbarie– por la vía del perdón, el olvido, la estabilidad cambiaria y el consumo masivo y democratizado. El fin de la historia menemista se basaba en asumirla toda, sin beneficio de inventario. Era la interpretación argentina del espíritu de una época que apostó globalmente a la sutura de todas sus líneas de fractura: la Pax Americana del Imperio Universal daba el paraguas político para intentar terminar con todas las guerras civiles del siglo XX, el “momento romano” de un Estados Unidos expansivo y confiado en tener las espaldas para sostener y monitorear el proceso. La foto de casamiento de Clinton, Rabin y Arafat. En todos los países excomunistas, en naciones como Chile o Sudáfrica, las nuevas dirigencias apostaban a un esquema similar: esta fue quizá la promesa más universal de la década del noventa, y la más fallida vista desde nuestra propia posteridad. Tenía una premisa lógica interesante y una situación geopolítica única y excepcional para llevarla a cabo, pero fracasó a la larga porque fue este mismo capitalismo el que serruchó la rama sobre la que quiso sentarse, al consolidar niveles de desigualdad y de pobreza estructural que solo podían tener como consecuencia la profundización de la polarización política y la famosa crisis de la clase media occidental. Un orden occidental que boicoteó a largo plazo las condiciones de su propia reproducción exitosa, y del cual el éxito chino es su propio resultado paradojal.

      En la Argentina de esa década todos parecían tener razón. Los que construyeron el modelo nuevo para una Argentina “inviable” y los que lo impugnaban por su darwinismo social y su insustentabilidad a mediano plazo. Esa es, tal vez, la condición de posibilidad de un orden. En la Argentina de la década perdida de la grieta fue –¿es?– al revés: todos parecen estar equivocados, y esa tal vez sea la premisa de su propia inviabilidad.

      [1] Mauricio Macri, Primer tiempo, Buenos Aires, Planeta, 2021, p. 86.

      [2] Marcos Novaro, “Menemismo, pragmatismo y romanticismo”, en Marcos Novaro y Vicente Palermo (comps.), La historia reciente. Argentina en democracia, Buenos Aires, Edhasa, 2004.

      [3] Mauricio Macri, Primer tiempo, ob. cit., p. 80.

      [4] Martín Rodríguez, “Menem: Un busto ahí”, La Política Online, 1º de diciembre de 2018, disponible en <www.lapoliticaonline.com>.

      [5] Jorge Luis Borges, Borges en Sur, 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 69.

      [6] Reprod. en Inés González Bombal, “La figura de la desaparición en la re-fundación del Estado de Derecho”, en Marcos Novaro y Vicente Palermo (comps.), La historia reciente. Argentina en democracia, ob. cit., p. 130.

      Cuando la tecnocracia escribe derecho con renglones torcidos

      Cuando Carlos Menem asumió el poder, el 8 de julio de 1989, sabía que su futuro dependía de su capacidad para desactivar, por vía de la derrota, la cooptación o una combinación de ambas, los tres factores que le habían dificultado la gobernabilidad al alfonsinismo y que habían contribuido a su trágico final. Al sindicalismo le permitió preservar −a cambio de su tolerancia al giro neoliberal− sus históricos beneficios corporativos y las dos fuentes principales de poder (el sindicato único por rama de actividad y las obras sociales). A los militares los domesticó con una pinza poderosa que los encerró entre el indulto y la represión inclemente del último levantamiento carapintada (para que no volviese a ocurrir). Al tercer actor central del drama alfonsinista, el poder económico, se propuso conquistarlo con su sex appeal neoliberal recién adquirido: recordemos que su primer ministro de Economía fue Miguel Ángel Roig, hasta ese momento vicepresidente ejecutivo de Bunge & Born, el principal grupo económico nacional, y que cuando Roig murió de un paro cardiorrespiratorio, apenas cinco días después de asumir el cargo, fue reemplazado por… su segundo en la empresa, Néstor Rapanelli. Menem buscaba menos un ministro que la explicitación de una alianza.

      Carlos Menem ya había decidido el giro económico. ¿Cuándo, en qué momento de sus multitudinarias giras plebeyas, parado al frente del menemóvil, resolvió que el plan no era la revolución productiva y el salariazo, sino la metamorfosis apurada a un neoliberalismo alla argentina? Quizá no supiera cómo hacerlo exactamente, al fin y al cabo era el mismo partido que había construido el modelo estadocéntrico e industrialista el que ahora se proponía desmontarlo pieza por pieza, pero tenía muy claro que ese –el mundo que se abría con la caída del Muro de Berlín, la globalización y el libre comercio– era el camino.

      Si el acuerdo con Bunge & Born constituyó el primer esbozo fallido del nuevo rumbo, la incorporación de Álvaro Alsogaray al gobierno fue una segunda señal, más clara que el agua clara. Neoliberal aun antes de que el neoliberalismo se proclamara como tal, el capitán-ingeniero fue nombrado asesor especial para la deuda externa primero y responsable del fabuloso proyecto de la aeroisla después. Una boutade de Menem, que encontró en Alsogaray –como había hecho Arturo Frondizi treinta y dos años antes– la forma de gritar su conversión ideológica definitiva a un credo que no era el suyo, como si dijera: “Antes era aquello, ahora soy esto, y acá está Alsogaray, que lo prueba”. Pero Alsogaray era demasiado rústico como para erigirse en el organizador del gobierno: podía funcionar como símbolo, nunca como eje de una gestión.

      Fue Domingo Cavallo quien ocupó ese lugar, quien le dio a Menem el plus de sentido que necesitaba para terminar de cerrar el círculo cuadrado del peronismo-neoliberal. Sancionada en marzo de 1991, la Ley de Convertibilidad disciplinaría bajo una fórmula simple –después lo descubriríamos:

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