Majestad de lo mínimo, La. Fernando Fernández

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Majestad de lo mínimo, La - Fernando Fernández

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González Blanco: una vida para la literatura, de José María Martínez Cachero (Instituto de Estudios Asturianos, 1963), es lo mejor que hay sobre el poeta español que ejerció una influencia decisiva en López Velarde. Entre otros materiales –un relato más o menos pormenorizado de su vida y un recuento crítico de su obra–, el libro reúne testimonios de lo más variopintos. “Sencillo cantor de las vidas grises, de las largas tardes españolas en capitales de provincia”, dice César González-Ruano, quien habla de “su cara de cotorrita” y su “figura breve” y lo describe como “un verdadero forzado de la pluma” con una “gran cultura sin sistema ni orden”. F. Carmona Nenclares afirma que González Blanco practicó la crítica con “la generosidad de quien no conoce el valor de las cosas”, y que “ignoraba en sí mismo el valor de la proporción”.

      Es verdad que sus libros no tuvieron mucho éxito. En 1910, González Blanco afirmaba que nunca le habían dado siquiera “para un viaje a Asturias”. Una muestra muy amplia de su obra poética está reunida en Poemas de provincia, que reeditó La veleta en 1999, en edición precisamente de Trapiello, y donde está la serie que lleva el nombre del volumen seguida de “Itinerario poético”, “Tardes en un convento” y “Poemas eclesiásticos”.

      Su labor crítica reúne libros y trabajos sueltos sobre Darío, Campoamor, Palacio Valdés, Clarín, Valera o Baroja, y hasta una Historia de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros días; tradujo a Stendhal y a Eça de Queiroz; y entre los títulos de sus muchas novelas y narraciones pueden mencionarse El veraneo de Luz Fanjul, El americanín del automóvil o Viaje alrededor de una mujer bonita. Poco antes de su muerte, el Ateneo de Madrid le premió un trabajo sobre Galdós, a quien visitaba al final de sus días –cuando el novelista canario se había quedado ciego–, que luego a nadie le interesó publicar.

      Julio Cejador contó “con verdadera fruición” a Sáinz de Robles, quien relata el asunto, “la que armó” González Blanco cuando interpeló a unos circunspectos estudiosos reunidos “en conciliábulo”, diciéndoles que “los mercedarios habían presentado ante los Tribunales una querella contra doña Blanca de los Ríos por injuria y calumnia a fray Gabriel Téllez, a quien había hecho hijo de p… [sic], afirmando que fue hijo del gran duque de Osuna”, en alusión a la teoría de esa investigadora respecto a que Tirso de Molina era hijo bastardo de don Pedro Téllez Girón.

      Acerca de su forma de proceder, es muy bueno el retrato que hace de él un tal Juan G. Olmedilla en una nota aparecida a raíz de su muerte:

      Entraba pequeño, erguido, diligente, por lo general de una a tres de la tarde, cuando los estudiosos han ido a reponer sus fuerzas, o de once a una de la noche, cuando sólo quedamos en la biblioteca del Ateneo los del trabajo desordenado. Traía ya mediado el veguero [el puro] del postre. Pedía cuartillas, tres o cuatro pliegos de cartas y media docena, una docena de libros […]. Y rápido, certero […], encontraba […] los párrafos, los versos, las líneas que necesitaba para documentar sus prosas. […] rodaba la pluma de González Blanco sin una interrupción, sin un tropiezo, en una letra inconfundible, única, llena de lambrequines, colas y cornucopias de sutiles trazos. La ceniza del medio habano […] le servía de secante. […] Con las últimas, afanosas bocanadas de humo, Andrés escribía las tres o cuatro cartas urgentes que se le había olvidado contestar hasta entonces. Y salía, ya más pausado, del brazo, por lo común, de un amigo captado al trabajo con su amistosa, persuasiva insistencia para salir acompañado.

      El primer trabajo de alguna extensión escrito a la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo, nada menos, un “folleto, con honores de libro”, se debe a la pluma de Andrés González Blanco: se trata de “160 páginas en octavo” que comenzó a escribir al día siguiente del fallecimiento del erudito montañés y concluyó diez días más tarde. Un íntimo amigo suyo, Diego San José, en un texto leído frente al propio Andresito durante un banquete en su honor, recuerda las peculiares condiciones en que lo redactó:

      Fue en el café del Prado donde escribiste en menos de ocho días el libro de Menéndez Pelayo, mientras dictabas a Reoyo una novela, a Sequeiros un artículo, a mí un prólogo, y aún te quedaba espacio, cabeza y mano para escribir una carta a una de las innumerables damiselas que se han cruzado en tu camino.

      No deja de haber un testimonio del propio González Blanco sobre su familia, aludiendo a sí mismo y a sus hermanos y colocándose de ese modo al final de su árbol genealógico:

      la exuberancia y la facilidad creadoras, la prodigalidad de las ideas, el despilfarro de las frases bellas, son las características de una familia como la nuestra para la cual han hecho tantas reservas mentales, han almacenado tantos granos de pensamiento muchas generaciones de hombres sencillos y rudos por ambas líneas –de marinos por la materna, de modestos propietarios de bienes rústicos por la paterna.

      Cómo serán las cosas que al reseñar la vida y la obra de Andresito, Martínez Cachero no puede dejar de decir, al igual que se nos dice de La Celestina –aunque, es cierto, en un ámbito muy distinto–, que espera que su libro sobre el poeta de Luanco “sirva igualmente de aviso y escarmiento para tantos literatos desalados en pos de la efímera fama, ‘lástima vana’, y ‘verduras de las eras’”.

      Un romántico visto por un estrafalario

      Casi seguramente el mejor retrato escrito de Andrés González Blanco es la entrevista que le hizo otro poeta asturiano, Alfonso Camín, quien vivió no pocos años en México, en donde conoció y trató a López Velarde. Ya conté todo lo que conseguí saber sobre la amistad entre Camín y el poeta de Jerez, en uno de los capítulos de Ni sombra de disturbio (“Alfonso Camín: entre el canario y el murciélago”, Auieo-Conaculta, 2014, págs. 65-92). Como es muy conocido, y nosotros vimos con toda calma en aquel lugar, Ramón escribió un gracioso y no poco caricaturesco poema dedicado a Camín, en el que decía que si éste le parecía simpático es porque tenía “un aire de murciélago y canario” (Obras, FCE, 1990, pág. 259). Celebramos la existencia de su entrevista a González Blanco sobre todo porque viene maravillosamente bien a los intereses de este libro. Como dijo Allen W. Phillips: uno de los primeros en señalar el ascendente de su poesía en López Velarde, mucho antes que Noyola Vázquez, fue precisamente Alfonso Camín (Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, INBA, 1962, pág. 73).

      Su conversación con Andrés González Blanco puede leerse en las Entrevistas literarias que seleccionó y prologó José Luis García Martín para Llibros del Pexe (Gijón, 1998), entre las que aparecen otras con escritores como el propio Cansinos Assens, Valle-Inclán y hasta el mexicano Enrique González Martínez. Publicada en libro originalmente en 1923 en el volumen Hombres de España, la entrevista con Andresito no debe de haberse llevado a cabo mucho tiempo antes: Camín dice que su interlocutor tiene “unos treinta y cinco años”, los que hubiera cumplido en 1921. Pero por cierta afirmación relacionada precisamente con López Velarde sabemos con toda seguridad que no pudo ser antes de junio de ese año.

      El resultado del encuentro casi no tiene desperdicio. Uno y otro, poetas entusiastas; uno y otro enfebrecidos, si bien en diferentes proporciones y con distintos resultados, por la época de cambios literarios que les ha tocado vivir. Alfonso Camín, además, como nos hace ver José Luis García Martín, el autor de la antología donde leemos la entrevista, es de esos entrevistadores que gustan de entorpecer con apariciones inoportunas la intervención de quienes responden a sus preguntas. Para colmo, Camín ejercía de “asturiano profesional”, al grado de decir quizás no del todo en broma que si Colón no tenía sus orígenes en Asturias era porque ningún asturiano se había resuelto todavía a revisar los documentos.

      La reunión ocurre un domingo soleado, en el Ateneo de Madrid, donde Andrés ocupa un cargo de importancia. Las condiciones climáticas sirven a Camín para hablar del carácter del “mozo jovial” que tiene delante, “cuyo espíritu rima bien con el sol mañanero”. La primera pregunta nos interesa a los tres: “¿Eres asturiano?”

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